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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (30 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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La razón de Miles se adelantaba a la respuesta de Suegar, llena de ideas desagradables. ¿Hasta dónde llegaban las cosas desagradables en ese sitio?

Antes que nada, Suegar señaló la cúpula, arriba.

—Nos controlan con monitores. Lo ven todo, pueden escuchar todo lo que decimos si quieren. Bueno, si es que todavía hay alguien ahí fuera. Tal vez se fueron todos y se olvidaron de apagar la cúpula. Tengo sueños sobre eso de vez en cuando. Sueño que estoy aquí, encerrado en la cúpula para siempre. Después me despierto y estoy aquí, en la cúpula… A veces no estoy seguro de si estoy dormido o despierto. Si no fuera porque una vez cada tanto llega la comida… y de vez en cuando alguien nuevo, como tú… La comida podría ser parte de algo automático, claro. Tú podrías ser un sueño…

—Todavía están ahí fuera —confirmó Miles con amargura.

—¿Sabes? —suspiró profundamente Suegar—, en cierto modo casi me alegro.

—Monitores, sí.

Miles sabía todo lo que había que saber sobre los monitores. Resistió la tentación de saludar con la mano y decir
Hola, muchachos
. Estar en la sala de Monitores debía de ser un trabajo agotador para los tipos de fuera. Miles deseó que se aburrieran como ostras.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con las chicas, Suegar?

—Bueno, al principio todos estábamos bastante inhibidos con respecto a eso… —Señaló el cielo de la cúpula—. Después, descubrimos que ellos no interferían en absoluto. Nada. Hubo algunas violaciones… Desde entonces, las cosas… se deterioraron…

—Mmm. Entonces supongo que la idea de empezar un motín y quebrar la cúpula cuando hagan entrar a los guardias para restaurar el orden no tiene sentido, ¿verdad?

—Se intentó una vez, hace mucho tiempo. No sé cuánto. —Suegar se retorció el pelo entre los dedos—. No tienen por qué entrar para detener un motín. Pueden reducir el diámetro de la cúpula, lo redujeron a unos cien metros, esa vez. Nada les impide reducirlo a un metro, con todos nosotros dentro, si quieren. De todos modos, esa vez la sola idea de algo así detuvo el motín. O pueden reducir la permeabilidad de la cúpula al gas y dejar que nos ahoguemos hasta el coma. Eso pasó en dos ocasiones.

—Ya veo —dijo Miles. Sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.

Unos cien o doscientos metros más allá, el lado de la cúpula se hundía hacia dentro en una dilatación anormal. Miles tocó el brazo de Suegar.

—¿Qué ocurre? ¿Más prisioneros nuevos?

Suegar miró a su alrededor.

—Ajá. No estamos en una buena posición aquí. —Se detuvo un momento como si no supiera si debía seguir adelante o retroceder.

Una onda de movimiento agitó el campo desde ese saliente en la cúpula hacia los laterales. La gente se ponía de pie. Las caras se volvieron como atraídas por un imán hacia ese punto. Pequeños grupos de hombres se adelantaron y algunos echaron a correr. Algunos ni siquiera se levantaron. Miles miró hacia el grupo de las mujeres. La mitad de ellas se estaba formando rápidamente en una especie de falange.

—Estamos tan cerca…, mierda, tal vez tengamos alguna oportunidad —exclamó Suegar—. ¡Ven! —Empezó a correr hacia la protuberancia a un paso rápido, un trote. Miles tuvo que trotar también, tratando de mover las costillas lo menos posible. Pero pronto se quedó sin aliento y la respiración entrecortada le agregó un dolor terrible en el torso.

—¿Qué hacemos? —empezó a jadear antes de que la protuberancia se disolviera y lo viera con sus propios ojos, antes de vislumbrar todo lo demás.

Frente a la barrera brillante de la cúpula había una pila castaño oscura, de más o menos un metro de alto, dos de ancho y tres de largo. Barras de ración, barras de rata, como se las llamaba en alusión a su supuesto ingrediente principal. Cada una, mil quinientas calorías Veinticinco gramos de proteínas, cincuenta por ciento de la necesidad humana de vitaminas A, B, C y el resto del alfabeto… sabían a madera espolvoreada con azúcar y mantenían la vida y la salud para siempre o durante tanto tiempo como uno quisiera comerlas.

¿Hacemos un concurso, muchachos? ¿Para adivinar cuántas barras de rata hay en ese montón?
, pensó Miles.
No hay concurso. Ni siquiera tengo que medir la altura y dividir por tres centímetros. Tienen que ser exactamente 10.215. Qué ingenioso
.

El cuerpo de operaciones psicológicas de los cetagandanos debía de tener un cierto número de mentes notables. Si alguna vez caían en sus manos, se preguntó Miles, ¿los reclutaría o los exterminaría? Esa fantasía desapareció de golpe ante la necesidad de mantener los pies en tierra, mientras unas 10.000 personas, menos los que estaban totalmente desesperados y los que habían dejado de moverse, trataban de descender al mismo tiempo sobre los mismos seis metros cuadrados del campo.

Los primeros llegaron a la pila, agarraron puñados de barras de ración y empezaron a alejarse a la carrera. Algunos llegaron hasta la protección de sus amigos, dividieron lo que tenían y se apartaron del centro de esa tormenta humana. Otros no pudieron evitar a los operadores violentos, como el grupo de los hermanos robustos, y vieron desaparecer lo que habían conseguido en manos de otros. La segunda ola, que no se apartó de la pila a tiempo, terminó aplastada contra la cúpula por los últimos invitados al convite.

Miles y Suegar, por desgracia, estaban en esa categoría. La vista de Miles se redujo a una masa de codos, pechos y espaldas sudorosos, jadeantes, malolientes y furiosos.

—¡Come ahora, ahora! —lo alentó Suegar con la comida entre los carrillos en el momento en que la turba los separó. Pero la barra que Miles había cogido desapareció de sus manos antes de que tuviera tiempo de pensar en hacer lo que Suegar le había aconsejado. De todos modos, su hambre valía muy poco frente al horror de que lo aplastaran, o peor aún, de caer bajo los pies de los demás. Sus pies pasaron sobre algo blanco pero no pudo retroceder con fuerza suficiente para darle a la persona —hombre, mujer ¿quién podía saberlo?— la oportunidad de levantarse otra vez.

Con el tiempo, la presión aflojó y Miles se encontró cerca del borde de la multitud y se liberó. Se tambaleó alejándose y cayó sobre el polvo, sentado, tembloroso y aterrorizado, pálido y frío. Sentía el aliento áspero y desigual en la garganta. Tardó bastante tiempo en reponerse.

Por pura casualidad, la escena le había llegado al alma, había despertado sus peores miedos, amenazado la más peligrosa de sus debilidades.
Puedo morir aquí
, fue consciente de ello,
sin ver siquiera la cara de mi enemigo
. Pero no parecía haber más huesos rotos, excepto posiblemente en el pie izquierdo. No estaba muy seguro. El elefante que le había pisoteado el pie seguro que tenía más barras de rata de las que legalmente le correspondían.

De acuerdo
, pensó Miles por fin.
Ya has perdido suficiente tiempo en esta recuperación. De pie, soldado
. Había llegado el momento de buscar al coronel Tremont.

Guy Tremont. El verdadero héroe del sitio de Núcleo Dormido. El desafiante, el que había aguantado y aguantado y aguantado después de la huida del general Xian, después de la muerte de Baneri.

Xian había jurado volver pero, claro, Xian se había encontrado con esa picadora de carne en la estación Vassily. Cuarteles Generales había prometido reacondicionarlo pero, claro, Cuarteles Generales y su puerto de transbordadores habían caído en manos de los cetagandanos.

Y para entonces, Tremont y sus tropas habían perdido contacto. Y aguantaron, esperando y deseando. Finalmente, los recursos con que contaban se redujeron a esperanza y rocas. Las rocas eran versátiles, podían hervirlas para hacer sopa o arrojárselas al enemigo. Finalmente, Núcleo Dormido cayó en manos del enemigo. No se rindió. Cayó.

Guy Tremont. Miles deseaba conocerlo con toda su alma.

De pie, Miles miró alrededor y vio a un espantapájaros tembloroso al que un grupo arrojaba manojos de polvo. Suegar se paró unos metros más allá del alcance de los misiles de los otros, señalando el harapo sobre la muñeca y hablando. Los tres o cuatro hombres que quería convencer le dieron la espalda.

Miles suspiró y empezó a arrastrarse hacia él.

—¡Eh, Suegar! —llamó e hizo un gesto con la mano cuando llegó un poco más cerca.

—Ah, estás ahí. —Suegar se volvió y se le iluminaron los ojos y se reunió con él—. Te había perdido. —Se frotó los ojos para sacarse el polvo—. Nadie quiere escucharme…

—Bueno, la mayoría de ellos ya te habrá escuchado antes, ¿verdad? Por lo menos una vez.

—Probablemente veinte veces. Sigo pensando que tal vez haya uno al que no se lo haya dicho. Tal vez ése es el Elegido, el otro Elegido.

—Bueno, a mí me encantaría escucharte, pero primero tengo que encontrar al coronel Tremont. Dijiste que conocías a alguien…

—Ah, sí, sí. Por aquí. —Suegar emprendió el camino otra vez.

—Gracias. Dime… ¿siempre es así cuando entregan la comida?

—Más o menos.

—¿Y qué impide que un grupo tome ese arco de la cúpula y se instale ahí para siempre?

Nunca dejan la comida dos veces en el mismo sitio. Se mueven por todo el perímetro. Una vez se debatió mucho si era mejor ponerse en el centro para no estar nunca más lejos que medio diámetro, o cerca del borde para estar más cerca por lo menos a veces. Algunos hasta lo calcularon matemáticamente, probabilidades y todo eso.

—¿Y tú qué crees?

—Ah, yo no tengo un lugar fijo. Me muevo y si logro algo, bien… —Se tocó el harapo con la mano derecha—. De todos modos, la comida no es lo más importante. Pero ha sido bueno comer… hoy, sea el día que sea.

—Hoy es 2 de noviembre del 97, era común de la Tierra.

—¿Ah, sí? —Suegar se estiró los pelos de la cara y trató de mirarlos—. Pensé que hacía más tiempo que estaba aquí. Vamos, no han pasado ni siquiera tres años… Ah. —Y agregó, como disculpándose—: Aquí dentro siempre es hoy.

—Mmmm —calculó Miles—. Así que siempre ponen las barras de rata en un montón, ¿eh?

—Sí.

—Muy ingenioso.

—Sí.

Suegar suspiró. En ese suspiro, escondida apenas bajo la superficie había rabia, rabia en sus manos crispadas.
Así que mi loco no es tan simplón

—Ya llegamos —prosiguió Suegar.

Se detuvieron frente a un grupo definido por una serie de mantas tendidas en el suelo formando un círculo desigual. Uno de los hombres levantó la vista y miró a Suegar con rabia.

—Vete, Suegar. No estoy de humor para un sermón.

—¿Ése es el coronel? —susurró Miles.

—No, se llama Oliver. Lo conocí… hace mucho tiempo. Pero estuvo en Núcleo Dormido —susurró Suegar en respuesta—. Él puede llevarte.

Suegar empujó a Miles hacia delante.

—Él es Miles. Es nuevo. Quiere hablarte. —Y después se alejó.
Me está haciendo un favor
, pensó Miles. Suegar se daba cuenta de lo impopular que era, eso era evidente.

Miles estudió al próximo eslabón de su cadena. Oliver se las había arreglado para preservar sus pijamas grises, la bolsa de dormir y la taza, lo cual hizo que Miles fuera consciente de su desnudez. Por otra parte, no parecía tener ningún duplicado de procedencia nefasta. Tal vez era tan robusto como los hermanitos del comité de bienvenida, pero no estaba relacionado con ellos en ninguna otra manera. Eso era bueno. No porque Miles tuviera que volver a preocuparse por los ladrones en el estado en que se encontraba, por supuesto.

Oliver lo miró sin invitarlo a hablar, después pareció suavizarse.

—¿Qué quieres? —gruñó.

Miles abrió las manos.

—Busco al coronel Tremont.

—Aquí no hay coroneles, muchacho.

—Era primo de mi madre. Nadie de la familia… nadie sabe nada de él desde que cayó Núcleo Dormido. No soy de ninguna de las otras unidades ni restos de unidades… El coronel Tremont es la única persona que conozco. —Miles unió las manos y trató de parecer lo más desprotegido posible. De pronto, lo sacudió una duda horrible y frunció el ceño—. ¿Vive, por lo menos?

Oliver se quedó pensativo.

—Pariente, ¿eh? —Se rascó el borde de la nariz con un dedo grueso—. Supongo que tienes derecho. Pero no te sentirás mejor, muchacho, si eso es lo que pretendes.

—Bueno… —Miles se encogió de hombros—. Lo que quiero es
saber
.

—Ven, entonces. —Oliver se levantó rezongando y empezó a caminar sin mirar atrás ni siquiera una vez.

Miles lo siguió, renqueando.

—¿Me llevas con él?

Oliver no contestó hasta que terminaron el viaje, a unos doce metros, entre mantas. Un hombre los maldijo, otro les escupió; la mayoría los ignoró.

Al final del grupo había otra de esas mantas, casi lo bastante lejos como para parecer sola. Y una figura, enroscada de lado dándoles la espalda. Oliver se quedó de pie, en silencio, con las manos crispadas sobre las caderas, y la miró.

—¿El es el coronel? —susurró Miles, nervioso.

—No, hijo. —Oliver se mordió el labio inferior—. Sólo lo que queda de él.

Miles, alarmado, se arrodilló. Oliver hablaba figurativamente, se dio cuenta aliviado. El hombre respiraba.

—¿Coronel Tremont? ¿Señor?

El corazón de Miles se hundió de nuevo cuando vio que lo único que hacía Tremont era respirar. Estaba acostado, inerte, los ojos abiertos pero fijos en la nada. Ni siquiera parpadeó cuando miró a Miles. Ni siquiera lo descartó con desprecio. Estaba flaco, más flaco que Suegar incluso. Miles buscó el ángulo de la mandíbula, la forma de la oreja y reconoció los holovídeos que había visto. Los restos de una cara, como la fortaleza en ruinas de Núcleo Dormido. Hacía falta casi la visión de un arqueólogo para reconocer las conexiones entre pasado y presente.

Estaba vestido, la taza junto a la cabeza, pero el polvo que se había reunido alrededor de su manta se había convertido en barro maloliente. Orina, pensó Miles. Los codos de Tremont estaban llenos de lesiones, el principio de las llagas. Una mancha húmeda y verde en la tela gris de sus pantalones, por encima de sus caderas huesudas, hablaba de llagas más horribles y en estado más avanzado por debajo.

Pero alguien debe de atenderlo
, pensó Miles,
o ni siquiera estaría así
.

Oliver se arrodilló junto a Miles —los dedos desnudos apretaron el barro— y sacó un poco de ración de debajo de la banda elástica de los pantalones. Cogió un poco con los dedos y lo empujó entre los labios de Tremont.

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