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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (20 page)

BOOK: Futuro azul
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—No me lo creo —masculló Lorito—. ¿Esas burbujas azules son crías de Parásitos?

—No son crías, son Parásitos adultos y completamente formados, listos para saciar su sed de vida.

Lorito se encaramó a un taburete junto a la mesa.

—Me interesa sobre todo la parte del reciclaje de energía. Esas criaturas forman parte de la naturaleza. Como nosotros. Tal vez deberíamos pensar en lo que el hecho de ayudarles a reproducirse significa para la ecología.

Mona se encaró con él.

—¡La ecología! ¡Esos monstruos le chupan la vida a la gente! No te preocuparía tanto la naturaleza si hubieses tenido a uno de ellos sentado en tu pecho.

—Venga, Mona, no te sulfures. Solo digo que tenemos que encontrar otra manera de combatirlos. Acelerar el proceso de reproducción de los Parásitos no es bueno para nadie.

Mona inspiró hondo varias veces y luego dio un golpe suave a Lorito en el hombro.

—Tienes razón, claro. Ha sido un shock, eso es todo. Creí que estábamos haciendo lo correcto, que estábamos salvando a la gente. Ahora no lo sé, y Stefan... Bueno, ni siquiera nos habla...

Lorito rodeó la mesa y abrazó a Mona.

—Se supone que es nuestro líder, pero a veces nos olvidamos de lo joven que es. Stefan estará bien por la mañana, ya lo verás. Ahora, conecta la antena. Tómate el tiempo que necesites, no vamos a salir de caza esta noche.

Mona lanzó un suspiro.

—Vale. —Se dirigió a Cosmo—. Perdona todo este drama. Me alegro de verte de vuelta sano y salvo. Subamos al tejado y te enseñaré cómo funciona la Parábola.

Cosmo asintió, sonriendo, pero Lorito le colocó una tira térmica en la cabeza.

—No, y rotundamente no. Cosmo necesita dormir. Sí, estoy seguro de que a vosotros dos, jovencitos, os encantaría pasar el día hablando de cortocircuitos bajo la niebla tóxica, pero este chico todavía no se ha curado del todo de su aventura en la azotea. Si no descansa, podría tener fiebre o incluso un rechazo. Tiene que estar muerto de cansancio.

En cuanto Lorito hubo dicho aquello, Cosmo empezó a sentir el agotamiento. De pronto empezó a dolerle la frente y a sentir calambres que le iban del tobillo a la cadera.

—La verdad es que estoy un poco cansado. A lo mejor podría subir más tarde...

—No pasa nada —dijo Mona—. Duerme todo lo que necesites. Lorito tiene razón, has pasado por muchas situaciones difíciles últimamente. Puedo enseñarte la Parábola mañana.

Cosmo asintió con la cabeza. Se iría a dormir, a pesar de que le encantaría pasar el día hablando de cortocircuitos con Mona Vasquez.

Después de todo aquel tiempo en la cubeta, a Cosmo apenas le quedaban energías para arrastrarse hasta su cama. El catre estrecho ya era un hogar para él, algo propio. Pese a que su cuerpo se quedó en la calle Abracadabra, sus sueños empezaron a deambular y viajar por otras latitudes, y se detuvieron en el Clarissa Frayne y en la Torre Myishi. El hombre de la cubeta y Redwood se metamorfosearon fundiéndose en una sola persona, blandiendo un puño amenazador, un puño del que chorreaba un líquido semejante al celofán envolvente. «Vuelve con nosotros —le decía el hombre fusionado—. Vuelve, Cosmo, tenemos un cuarto oscuro esperándote. Un cuarto oscuro lleno de cosas afiladas.»

Cosmo se despertó sobresaltado, y rodó por la cama hasta caer al suelo de hierro colado. La manta verde militar se le quedó enredada en las piernas y, por un momento, se le apareció la cara enloquecida de Redwood.

Cosmo permaneció quieto un momento, esperando a que la conciencia se apoderara por completo de su sentido de la vista. Poco a poco, la realidad se impuso a sus sueños. Pese a todo, a pesar de la pesadilla, el rato de sueño le había sentado muy bien. La hinchazón le había desaparecido de la frente y la rodilla casi ni le dolía.

«En cuanto me crezca el pelo, casi volveré a parecer un ser humano», pensó con una sonrisa amarga.

Cosmo se levantó y se puso la ropa de estilo militar que le había suministrado Stefan. Por lo visto, en el ejército los bolsillos nunca eran suficientes. El almacén estaba en completo silencio, salvo por los ronquidos broncos que salían del cubículo de Lorito. Mirándolo, no parecía que los pulmones del niño Bartoli fuesen lo bastante grandes para emitir un sonido semejante. Las cortinas de Stefan seguían echadas, pero la cama de Mona estaba vacía y ya hecha. O ya se había levantado, o ni siquiera se había ido a dormir.

También había otra cosa rara, la ausencia de un ruido que era tan característico del almacén de la calle Abracadabra como las cortinas: el ordenador no estaba conectado. Pues claro que no. No habría más salidas nocturnas ni más varas electrizantes ni más esferas azules. La gente no tendría más remedio que dejar que le absorbiesen su fuerza vital, como seguramente había estado ocurriendo durante miles de años.

Cosmo se sirvió una taza de no-café, por sentir el calor de la taza en sus manos más que por el sabor de la bebida. Había otra taza encima de la mesa, con el asa en forma de tubo de escape. «Combustible para el mecánico», decía la inscripción en la parte delantera. Cosmo llenó la taza y se dirigió al ascensor.

Caminar por el tejado era como saltar de un avión: un mero edificio no parecía lo bastante robusto para impedir que alguien cayese en picado contra el suelo. «Tú respira y ya está —se dijo Cosmo—, y no mires abajo.» El sol se estaba poniendo en esos momentos, de color violeta por el efecto de la niebla tóxica. «Eso es, por eso podemos ver a los Parásitos —pensó Cosmo—. Por los productos químicos y las experiencias cercanas a la muerte. El trauma despierta el sexto sentido, y las sustancias químicas de nuestro organismo lo mantienen despierto, en ciertos casos.»

Había una pequeña caseta de cemento en el tejado, baja y muy básica, sin elementos adicionales salvo por unos cables de corriente enrollados que pasaban a través de un agujero relleno con espuma de aislamiento en la pared. En el tejado de la caseta había un micrófono y un plato que parecía una antigua antena de televisión digital, pero un examen más detallado revelaba la presencia de tres modernas cajas de chips soldadas en la base. Evidentemente, aquella era la Parábola a la que había aludido Stefan.

Mona estaba dentro, en un banco de plástico, envuelta en un saco de dormir de papel de aluminio. Ligeros y con una garantía de aislamiento térmico total, aquellos sacos habían sido utilizados por primera vez por astronautas y habían sido popularizados por los sin techo de todo el mundo. Mona tenía la cabeza apoyada en una almohada enorme rellena de bolitas de espuma de poliestireno que se le iban cayendo por una esquina rota.

Cosmo se paró un momento a mirarla: era guapa, según su criterio, pero no como las chicas que salían por la tele. Guapa como las personas de verdad, por ejemplo, como si hubiese sentimientos detrás de aquella cara.

—¿Vas a entrar o piensas quedarte ahí parado como un pasmarote? —dijo Mona sin abrir los ojos.

Cosmo abrió la boca para hablar. «Di algo inteligente», le ordenó a su cerebro.

«Eso es imposible —le contestó su cerebro—. Solo tienes neuronas suficientes para formar una palabra, así que elige alguna buena.»

—Café —soltó Cosmo. Podría haber sido mucho peor, teniendo en cuenta las circunstancias.

Mona se desperezó como un gato, meneando los dedos de los pies, que asomaban por debajo del saco de dormir cuya cremallera no había cerrado.

—Cerditos —dijo la boca de Cosmo antes de que él pudiera detenerla.

Mona abrió los ojos como platos para, acto seguido, fulminar al desdichado joven con la mirada.

—¿Cómo dices, Cosmo?

—Este cerdito fue al mercado. Es una canción... para niños.

Mona escondió los dedos dentro del saco.

—Pues yo no soy ninguna niña, Cosmo.

—Lo siento. Es que había un chico en el orfanato que solía decir eso cada vez que veía un cerdito.

—O sea que ahora soy una cerdita.

—Exacto. No, no. Tú no, tus dedos de los pies. ¿Cómo ibas a ser una cerdita? Eres demasiado...

Rezó para sus adentros para que Mona lo interrumpiese antes de poder terminar la frase, pero la chica no tenía ninguna intención de hacer eso. Se recostó hacia atrás y ladeó la cabeza, esperando a oír lo que decía Cosmo.

—Soy demasiado... ¿qué?

Cosmo se sintió como si se le estuviese hinchando el cerebro. Estaba seguro de que la placa que llevaba en el cráneo le iba a saltar de golpe.

—Demasiado... mmm... humana.

Mona lo miró fijamente.

—¿Has tenido alguna vez algo parecido a... mmm... una conversación con otro ser humano?

Cosmo se encogió de hombros.

—Pues la verdad es que no. A menos que cuente: «Sí, señor. No, señor. Tiene razón, señor».

Mona aceptó la taza de no-café y, por fortuna, cambió de tema.

—Gracias, Cosmo. ¿Qué hora es?

—La hora de la puesta de sol —respondió Cosmo.

Mona se asomó a la ventana de la caseta.

—Esta noche es de color violeta. Los alérgicos lo van a pasar mal. ¿Has visto alguna vez el crepúsculo en una peli, Cosmo? Todo es de color anaranjado y precioso. ¿Crees que las puestas de sol de antes eran de verdad así?

Cosmo se encogió de hombros.

—Tal vez. Lo dudo. Hoy en día pueden hacer cualquier cosa con los efectos especiales.

Mona tomó un sorbo del no-café.

—Seguramente tienes razón.

Apartó a un lado el saco de dormir y se inclinó hacia delante, hacia la caja de control que se sostenía sobre dos bloques de cemento y una plancha. Una luz verde parpadeaba en el visualizador.

—Excelente —dijo—. La batería ya está cargada. Ahora podremos detectar a cualquier Parásito que se encuentre en un radio de un kilómetro de la calle Abracadabra.

Cosmo examinó la caja. No parecía lo bastante sofisticada como para hacer una tostada, conque no digamos para localizar a criaturas sobrenaturales.

—Si ese cacharro puede localizar a los Parásitos, entonces seguro que podremos averiguar dónde viven, ¿no?

—Puede detectarlos —lo corrigió Mona—, pero no localizarlos. En cuanto dejan el ámbito de alcance del plato, desaparecen. La Parábola la inventaron las grandes compañías eléctricas para detectar los escapes de energía, no para localizar Parásitos. Su funcionamiento obedece al mismo principio que el pico del ornitorrinco, que utiliza unos sensores incorporados para afilárselo a base de descargas eléctricas generadas por seres vivos. Lo vi en uno de esos documentales sobre la naturaleza que Stefan nos hace ver como parte de nuestra educación.

La caja de control de la Parábola estaba enchufada a un viejo ordenador portátil. Mona lo encendió y abrió un programa de una rejilla en tres dimensiones.

—Cada vez que el plato de la Parábola capta el espectro de un Parásito, envía su posición, su velocidad y su dirección. Con el tiempo conseguimos acumular mucha información.

—¿Podría conducirnos a la guarida de los Parásitos?

—No —contestó Mona—. Es una absoluta pérdida de tiempo. Pueden venir de cualquier parte y en cualquier momento. Su dirección depende de la catástrofe a la que se dirijan. Y el plato solo tiene un radio de alcance de un kilómetro.

—Entonces, ¿por qué lo hacemos?

Mona miró hacia atrás para asegurarse de que estaban a solas.

—Son medidas desesperadas. Ejecutamos este programa durante más de un año sin resultados. Lo que tendríamos que hacer es estar ahí fuera, cazándolos.

—Pero aunque los encontremos, ¿qué podemos hacer? Las varas electrizantes no hacen más que ayudarlos a reproducirse.

Mona se pasó la mano por el pelo alborotado.

—No lo sé. ¿Agua tal vez? A lo mejor podríamos rociarlos. Tiene que haber algo.

Una luz azul parpadeó en la pantalla.

—Mira, ahí hay uno. Cien metros al nordeste. Desplazándose a sesenta kilómetros por hora.

Cosmo se precipitó a la ventana. A lo lejos, un Parásito desapareció por la cornisa de un edificio.

—Entonces, ¿de qué nos sirve? —espetó Mona—. De nada, a menos que podamos cazarlo. —Volvió a recostarse sobre la almohada y se abrazó con fuerza al saco de dormir—. Lo que necesitamos es un milagro.

Cosmo sonrió.

—Bueno, pues estamos en el lugar adecuado.

—En eso tienes razón, Cosmo. La calle Abracadabra. ¿Sabes por qué se llama así?

Cosmo se sentó junto a ella en el banco y negó con la cabeza.

—Hace años, los genios que diseñaron Ciudad Satélite decidieron que habría secciones específicas para los artesanos, por eso tenemos el distrito Van Gogh y la galería Whitman. Se suponía que todos los pintores iban a vivir en Van Gogh y todos los poetas en Whitman. La calle Abracadabra era por la gente de Las Vegas: magos, cantantes de salón y bailarinas. Era una idea estúpida. No se puede encerrar el arte en cajas. Nadie que tenga talento de verdad deja que le impongan dónde vivir. Stefan consiguió este sitio por una miseria. Ni siquiera paga impuestos. Es muy listo, casi siempre.

—Casi siempre —repitió la voz de Stefan a sus espaldas.

Su tono no rezumaba alegría. Nadie le pediría nunca a Stefan que hiciese de Santa Claus en las fiestas navideñas, ni aunque hubiese más de dos millones de personas que siguiesen celebrando esas fiestas.

—¿Te importa si sigo yo? Necesito hablar con nuestro nuevo Oteador.

Mona se levantó y se subió el embozo del saco hasta los hombros.

—Adelante. No me importaría nada dormir unas cuantas horas en una cama de verdad. Quién sabe... A lo mejor salgo por el día, ahora que tenemos las noches libres.

Mona se agachó hasta poner la cara a la altura de Cosmo.

—Buen trabajo, lo que hiciste con aquel tanque. Me salvaste la vida otra vez. —Le dio un beso en la mejilla—. Gracias.

—De nada —murmuró Cosmo. La cara le ardía tanto que parecía como si se la acabasen de conectar a un enchufe.

Mona se echó a reír.

—A este paso voy a tener que estar besándote todo el día.

Cosmo consiguió al fin componer una frase entera.

—A lo mejor la próxima vez eres tú quien me salva la vida a mí. Y entonces te deberé un beso. —Era una obra maestra de la gramática, dadas las circunstancias.

—A lo mejor —dijo Mona con los ojos brillantes—. A lo mejor lo hago.

Se acercó a Stefan.

—¿Ya me diriges la palabra?

Stefan no parecía mucho más contento que la noche anterior.

—Escucha, Mona. Anoche estaba de muy mal humor. Todo mi trabajo se fue al garete.

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