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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (26 page)

BOOK: Futuro azul
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—Por aquí —dijo Cosmo empujando con el hombro una endeble puerta de plástico escondida detrás de una estatua de Clarissa Frayne.

En aquella estatua en concreto, la fundadora del instituto estaba acunando en sus brazos a un niño abandonado. Todos los huérfanos del orfanato habían oído historias de la señorita Frayne. Al parecer, la mujer odiaba a los niños y había sido ella quien había acuñado el término «no-patrocinados».

La puerta daba a un pasillo claustrofóbico sin ningún motivo ornamental y dotado solo de luces de emergencia.

—Precioso —ironizó Stefan.

—Deberías ver los dormitorios.

El pasillo se fue haciendo cada vez más frío a medida que avanzaban por debajo del nivel del mar. Las luces de emergencia eran cada vez más antiguas, hasta que al final el camino lo iluminaban unas simples bombillas enroscadas a la pared.

—¡Bombillas! —exclamó Stefan—, Ya casi no se ven en ninguna parte, salvo tal vez en algún cine.

—Obtienen toda la electricidad conectándose gratis a los cables de alta tensión de la corriente general. El Clarissa Frayne lleva haciéndolo desde que yo tengo uso de razón. Por algún motivo, aquí abajo es el único lugar adonde pueden ir los no-patrocinados sin que nadie los detecte.

Stefan asintió con la cabeza.

—Claro, porque la concentración de energía borraría vuestros patrones de localización para el escáner.

El pasillo fue hundiéndose cada vez más hasta que al final llegaron a un callejón sin salida, flanqueado por dos tuberías de desagüe.

—En los primeros tiempos, cuando la ciudad se inundaba, estas dos tuberías garantizaban que el sótano permaneciese seco.

—¿Y ahora?

Cosmo abrió una trampilla de mantenimiento con una facilidad pasmosa.

—Ahora los huérfanos las usan para reunirse de forma clandestina.

En el interior de la tubería había varios niveles, construidos con cartón y desechos de hierro colado. Unas escaleras desvencijadas conectaban los niveles entre sí y descendían cada vez más hasta perderse en la oscuridad.

Stefan comprobó la resistencia de una de las escaleras apoyándose en ella. La escalera cedió bajo sus pies y se vino abajo.

—Ya no tengo doce años —dijo abriendo su chaqueta. Llevaba sujeto al pecho uno de los chalecos que Lorito les había robado a los leguleyos del tejado del edificio Stromberg.

Abrió el parche de velero que recubría el equipo de rappel y ató la cuerda alrededor de un saliente de aspecto sólido.

Stefan se dio a sí mismo una palmadita en la espalda.

—Bien, Cosmo. Adelante.

Cosmo hizo lo que le decía.

—La próxima vez, prométeme que utilizaremos las escaleras. Solo por una vez.

Stefan le guiñó un ojo.

—Veré qué puedo hacer —contestó al tiempo que se arrojaba al interior de la oscuridad de la tubería.

El tiempo que permanecieron deslizándose por la tubería parecía una eternidad, como si se dirigiesen al mismísimo centro de la Tierra. De hecho, la cuerda se terminó antes de que lo hiciese la tubería. Stefan extrajo una lumiluz del bolsillo y la prendió para activar los cristales luminosos antes de arrojarla al suelo. El final de la tubería estaba a pocos centímetros.

—A lo mejor esta es nuestra noche de suerte —dijo.

—Pues ya era hora.

Se desataron la cuerda de rappel y cayeron al suelo con un ruido sordo. La tubería estaba prácticamente corroída en su totalidad, de modo que salieron a tientas a un suelo de piedra. Cosmo se topó con un cable grueso, se puso de rodillas y siguió su recorrido hasta una caja de empalme.

—Aquí hay algo. Un interruptor.

—Lógico —dijo Stefan—. Si los del Clarissa Frayne están robando la electricidad, tendrían que poder ver cómo lo hacen. Enciéndelo, Cosmo.

Cosmo rodeó con los dedos el grueso interruptor y lo accionó hasta oír un clic brusco. Una docena de reflectores halógenos iluminaron la cueva al instante. Se encontraban en un túnel inmenso, excavado originalmente por los equipos subterráneos de Ciudad Satélite casi un siglo antes para albergar las tuberías de gas, agua y electricidad. Los conductos eléctricos de cien metros de altura habían quedado reducidos a simples cables en determinados puntos y alimentaban varios generadores pequeños. Los cables desnudos emitían un zumbido grave.

Aunque no es que los cables estuviesen desnudos exactamente, sino que estaban arropados por una capa azul y luminosa: Parásitos dormidos. Millones de ellos. El corazón plateado de cada una de las criaturas latía al ritmo de la corriente alterna.

Stefan agarró con más fuerza el Pulso de Energía.

—Debe de ser aquí —susurró.

El primer impulso de Cosmo fue echar a correr. También fue su segundo impulso.

Stefan apoyó la mano en su hombro.

—No te preocupes, Cosmo. No vamos a morir ni estamos heridos. Si lo estuviésemos, los tendríamos ya encima, por todas partes. Lo único que tenemos que hacer es ir con mucho cuidado, y no hay razón para que los Parásitos se den cuenta de nuestra presencia. ¡Pero si podríamos ponernos a cantar una ópera ahora mismo y ni se enterarían! No responden al sonido, solo al dolor.

—¿Estás completamente seguro de eso? ¿Tienes pruebas?

—No, lo que se dice pruebas, no. Pero lo siento aquí, en el estómago.

Cosmo se rió con una risa un tanto histérica.

—Yo también siento algo en el estómago.

—Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí. Yo colocaré el Pulso de Energía, y luego saldremos por donde entramos. Dos minutos y ya está.

Stefan avanzó con suma cautela por el laberinto de tuberías y cables, sorteando a los Parásitos durmientes. Su objetivo era colocar el Pulso lo más cerca posible del centro del grupo, donde causaría más daños. Podrían detonarlo por control remoto desde la calle y provocarían que una tormenta eléctrica arremetiese contra las criaturas. Si la teoría de Ellen Faustino era correcta, la energía les arrancaría el corazón a los Parásitos pero no afectaría en absoluto a los humanos, siempre y cuando no estuviesen demasiado cerca de la explosión.

Stefan trepó por una escalera viejísima y colocó el maletín bajo la curva inferior de la tubería principal. Estaba completamente rodeado de Parásitos, seres sobrenaturales que respiraban, brillaban y estaban vivos.

Bajó de la escalera y se volvió para hacer una señal de victoria a Cosmo. Sin embargo, no llegó a completar la señal, porque Cosmo no estaba solo. Un hombre grandullón lo tenía cogido por el cuello, por detrás, apretándole la carne de la mejilla con una vara de empaquetar.

—Hola —dijo el hombre—. Todo un detalle por vuestra parte haber venido y habernos colocado una bomba aquí abajo.

Stefan estaba acostumbrado a actuar bajo presión. Si solo se hubiese tratado de él y del desconocido, habría echado mano de su vara y se habría enfrentado a él, pero en aquel momento peligraba la vida de otra persona.

—Hazlo —dijo el hombre sonriendo—. Desenfunda tu arma y este crío acabará chupando plástico antes de que te dé tiempo a pestañear.

—Tranquilo, Redwood —dijo Cosmo jadeando—. No sabe lo que pasa aquí.

—Lo sé perfectamente —repuso el ex supervisor—. Intentáis hacer volar el instituto por los aires y dejarme a mí sin trabajo. A Agnes le encantaría.

Stefan se acercó un escalón.

—¿Redwood? He oído hablar de usted, le gusta pegar a los chicos. ¿Quiere intentarlo con alguien de su tamaño?

Redwood se echó a reír.

—¿De mi tamaño? Chico, eres dos palmos más alto que yo. No soy idiota. Limítate a sacar tu arma y entregármela.

Stefan sintió cómo una perla de sudor le resbalaba por la columna vertebral. Parecía que estaban a salvo de las criaturas, a menos que alguien resultase herido, en cuyo caso se despertarían.

—Muy bien, Redwood. Tranquilo. Tenga, aquí tiene mi vara electrizante.

Stefan desenfundó su arma utilizando dos dedos. Colocó la vara en el suelo y le dio un puntapié para hacerla rodar hasta Redwood.

—Tenga. ¿Lo ve? Ahora estoy desarmado.

—Y ahora, el detonador —le ordenó Redwood—. No me digas que pensabas volar con el edificio. Debes de tener el detonador por ahí en alguna parte, así que dámelo.

Stefan hizo rechinar los dientes con frustración.

—Redwood, no es lo que piensa. Escuche un momento y deje que le explique...

Redwood hincó la vara bajo la barbilla de Cosmo.

—Escúchame tú, imbécil. Es muy sencillo: dame el detonador o empaqueto al chico, para empezar.

—Vale, vale. Aquí tiene.

Stefan desabrochó una solapa de los pantalones de su traje y extrajo un cilindro metálico con un botón rojo en la parte superior. El botón rojo estaba protegido por una tapa de plastiglás, a prueba de tontos. No tenía temporizador, solo había que abrir la tapa y pulsar el botón.

Stefan dio una última oportunidad a la diplomacia.

—Supervisor Redwood, esto no es una bomba, es un Pulso de Energía. Estamos rodeados por un grupo de criaturas...

—¡Cállate! —ordenó Redwood, e hincó aún más el empaquetador en el cuello de Cosmo hasta hacerle daño. Mucho daño. El chico se estremeció de dolor.

Los Parásitos empezaron a incorporarse. La electricidad estaba muy bien, pero si había dolor que absorber...

—¡Pásame el detonador ahora mismo!

Una oleada de Parásitos se levantaron como fichas de dominó a la inversa, buscando con sus ojos enternecedores el origen de tanto dolor. Un millón de ojos aterrizaron en Cosmo. Un millón y subiendo.

—Redwood... —dijo Cosmo, tartamudeando—. Tenemos que salir de aquí ahora mismo. Vienen a por nosotros.

Los Parásitos se bajaron de su sitio de un salto y avanzaron en oleadas por las losas del suelo. Hicieron caso omiso de Stefan por completo y se centraron en Cosmo.

Stefan levantó la tapa del detonador.

—Suéltalo, Redwood, o saltaremos todos por los aires.

—¡Es un farol! —soltó Redwood—. No lo harás. No eres ningún fanático.

Stefan dejó el dedo suspendido encima del botón.

—¿Sabe una cosa? Tiene razón. No somos fanáticos. En realidad, lo cierto es que tenemos los pies bien puestos en la tierra.

Los Parásitos flotaban a su alrededor, saltando por encima de su cabeza. Stefan apenas era visible bajo un mar de azul.

«¿En la tierra? —pensó Cosmo—. ¿Qué ha querido decir con eso?»

Y entonces lo entendió. En la tierra, por supuesto. Cosmo se aseguró de que las suelas de goma de sus botas permaneciesen en sólido contacto con el suelo del túnel y cerró los ojos. Aquello iba a doler.

Stefan colocó el pulgar encima del botón.

—Esta es la última oportunidad, supervisor. ¿Qué va a hacer?

Los Parásitos estaban a escasos centímetros del cuello de Cosmo.

—Voy a empaquetar al chico primero y luego a ti —contestó Redwood.

—Respuesta incorrecta —dijo Stefan, y apretó el botón.

El Pulso de Energía explotó y lanzó por todo el túnel un hongo azul de electricidad contaminada. Con el aullido de un huracán, el hongo creció hasta inundar todo el espacio y luego se hundió en la roca. Los reflectores halógenos se fundieron de inmediato y chisporrotearon con una lluvia de neón. Del centro de la explosión irradiaron unos relámpagos que fueron directos al corazón plateado de los Parásitos, quienes quedaron ensartados, docenas en cada relámpago, vibrando mientras la energía contaminada pasaba a través de sus filtros orgánicos. Los relámpagos se dividieron en pequeños filamentos como en una telaraña, arponeando a cada uno de los Parásitos a un tiempo. Las criaturas intentaron canalizar la súbita afluencia de energía, pero era demasiada para sus sistemas. Uno a uno, parpadearon en azul y luego se desplomaron sobre el suelo de roca, con los corazones plateados fríos y de color negro.

Los humanos salieron un poco mejor parados, sobre todo Cosmo y Stefan; las suelas de goma de sus botas sirvieron de conducto para alejar de sí lo peor de la onda de corriente. Pese a todo, recibieron una terrible sacudida por la descarga: Cosmo sintió cómo los ojos le daban vueltas sin cesar en el interior de la cabeza y cómo le humeaban los pantalones. El pelo de Stefan se le puso de punta y su chaqueta se incendió. Stefan apagó el fuego golpeando la chaqueta contra las rocas.

Redwood no tuvo tanta suerte. Obedeciendo un impulso estúpido, había soltado a Cosmo en cuanto había visto que la amenaza de Stefan no era ningún farol. Si hubiese seguido agarrado a Cosmo, aunque solo hubiesen sido unos cuantos segundos, la corriente habría pasado directamente a través de él hasta el chico, pero al soltarlo había recibido todo el impacto de la descarga. El efecto, aunque no tan espectacular como lo ocurrido con los Parásitos, fue igual de definitivo. La electricidad prendió fuego al viscoso aceite capilar que se untaba en sus preciosos rizos y le quemó hasta el último folículo de pelo de la cabeza. No solo eso, sino que le chamuscó los poros de manera que el pelo nunca podría volver a crecer. A continuación, la electricidad asió al ex supervisor en un puño gigantesco y lo estrelló contra la pared del túnel. Allí, con la ropa carbonizada y deshecha, el hombre se quedó con poco más que los calzoncillos largos de Bugs Bunny.

Cosmo se sacudió la descarga de encima.

—¿Qué es eso que lleva?

La habitación estaba iluminada por los relámpagos.

Stefan recogió su vara electrizante.

—Bugs Bunny. Un conejo bidimensional. «¿Qué hay de nuevo, viejo?» era su latiguillo.

La luz se fue difuminando a medida que los Parásitos iban cayendo al suelo. Tenían el corazón negro y encogido como pedazos de carbón.

—Lo hemos conseguido —dijo Stefan con una sonrisa sombría en la penumbra.

—Sí. Hemos acabado con ellos.

Stefan prendió una lumiluz.

—No con todos, pero es un buen comienzo. Sabemos que podemos hacerlo. Ahora necesitamos salir de aquí rápidamente o nos echarán las culpas de esto en lugar de echárselas al bueno de Redwood.

Cosmo asintió con la cabeza. Redwood cargaría con la culpa del cortocircuito. Una ventaja añadida.

El ex supervisor abrió un ojo.

Cosmo se acercó a él.

—Eso ha sido por Mordazas, Bugs —dijo.

En el Instituto Clarissa Frayne para Chicos con Dificultades de Relación con los Padres reinaba un caos absoluto. No solamente había fallado el generador principal, sino también el sistema de emergencia. Las puertas del dormitorio habían quedado desactivadas y el programa de localización no funcionaba. Los no-patrocinados se habían escapado de sus camas apilando sus colchones de espuma en el suelo y utilizándolos para amortiguar la caída en su huida. En esos momentos trataban de escapar por todas partes, y como la mayoría de los guardias estaban realizando labores de transporte, la responsabilidad de mantener el orden recaía únicamente sobre una sola patrulla.

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