Genio y figura (15 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Genio y figura
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Estábamos sentados sobre cubierta y rodeados de multitud de pasajeros. Anhelaba yo mostrarme severa y grave, pero apenas me lo consentía la risa que me retozaba en el cuerpo, porque D. Pepito ponía una cara cómicamente triste, y que por cierto no me parecía mal. En fin, yo vencía los estorbos que a mi severidad se oponían, me mostraba entonada y digna y conseguía que el joven se arredrase y estuviese respetuoso.

Reportado ya y muy compungido, suspiraba él y decía en guaraní:


Che rací-hayhub-guasú
.

—¿Qué significa ese a modo de gruñido que usted exhala? —le preguntaba yo.

Y él me contestaba con tono lastimero:

—Pues significa: estoy enfermo de amor grande. De la voluntad de usted depende que yo me muera o me cure.

Muy extremoso me parecía el dilema que don Pepito me ponía. Algo, no obstante, podía tener de cierto. Siempre fui compasiva y el tal dilema me atribulaba. Calamitoso hubiera sido que don Pepito se hubiera muerto en vez de volver al Paraguay, al cabo de dos o tres años, con todo lo esencial de la civilización, puesto en cifra y bien estampado en el meollo.

Pasaban días, el barco iba adelantando, y, si no recuerdo mal, estábamos ya cerca de las Islas Canarias.

Bueno es que advierta yo aquí, para que mi erudición no te sorprenda, que mi prurito de enseñar ha estimulado mucho mi prurito de estudiar y de saber, desde que en el
Retiro de Camoens
nos conocimos y tratamos íntimamente. No te maraville, pues, que yo me muestre en algunas ocasiones algo erudita.

A D. Pepito, que quería enseñarme el guaraní ¿cómo no había yo en pago de enseñarle un poco de lo que sabía?

De aquí que, cuando él no me hablaba de su amor, y a menudo para distraerle e impedir que me hablase, solía yo darle lecciones y contarle historias. Estas, por antiguas y sabidas que fuesen, siempre eran nuevas para él. ¿Qué mayor deleite para mí que esta ignorancia suya, que prestaba a cuanto yo le decía el aliciente de lo inaudito y la magia de lo no sabido, ni siquiera soñado?

No puedes figurarte cuánto me complací yo refiriendo y cuánto se deleitó D. Pepito oyéndome referir, a vista de las Canarias, todo lo que aconteció a Rinaldo en los jardines de Armida y el regalo, la elegancia y el cariño con que en ellos le recibió y le agasajó aquella voluptuosa maga.

Con tales pláticas no es de maravillar que cada día fuese yo cobrando más afición a D. Pepito.

Pero no fue esto lo más escabroso ni lo más ocasionado a deslices. Lo peor fue que allá en mis adentros discurrí yo de esta suerte, cuando íbamos llegando ya a la isla de Madera:

—Las historias que yo cuento y las doctrinas que expongo a D. Pepito son desatados fragmentos, hojas rotas arrancadas de un libro sin orden y sin método, carecen de conjunto, no tienen unidad, ni principio, ni fin, ni objeto. Al pobre muchacho, en vez de servirle de algo cuanto yo le digo, va a armarle en la cabeza una confusa maraña, un enredo, un caos inextricable. ¿No sería más natural y más conveniente ser su maestra por estilo sintético? Ariadna, que no poseía plano del Laberinto, no se empeñó en manifestar a Teseo sus reconditeces y revueltas, con lo cual le hubiera calentado el cerebro sin la menor ventaja, sino que le dio el hilo para que se guiase por él y saliese airoso de aquella aventura, diciéndole probablemente: Dios te la depare buena. Y yo he leído, no recuerdo bien en qué libro tan docto como ameno, que el joven Anacarsis, el cual era escita, o como si dijéramos un paraguayo de las edades clásicas, cuando quiso iniciarse en los misterios de Ceres eleusina, acudió a una sacerdotisa tan avisada como discreta, de las que dependían del hierofante principal, y esta sacerdotisa se guardó muy bien de perder su tiempo tratando de comunicarle punto por punto las ocultas doctrinas de los iniciados, sino sencillamente le abrió de par en par la puerta del camino que iba al santuario y le dio la antorcha luminosa y ardiente que hasta él había de conducirle. Estas parábolas o símbolos se presentaban a mi mente y me tenían obsesa, vacilante, casi rendida.

Ya te he dicho que D. Pepito era guapo. Y por la mañana, cuando antes del almuerzo, estando yo sobre cubierta, le veía venir hacia mí, se me ocurría, ya que era el joven Teseo que acudía a pedirme el hilo, ya que era el joven Anacarsis que requería la antorcha para penetrar en las profundidades y descubrir los misterios.

La verdad sea dicha: mi alma anhelaba entonces prestarle la antorcha y darle el hilo.

Y este anhelo subía de punto al notar yo o al imaginar que notaba que D. Pepito estaba pálido y triste. Y yo me ponía triste también, pero no pálida, sino encendida como la grana, y sintiendo traidora compasión y suave quebranto. Llegaba él luego cerca de mí, se sentaba a mi lado, y aproximando su boca a mi oído, decía en voz bajita, dulce y suplicante:


Che rací-hayhub-guasú
, o sea estoy enfermo de amor grande.

Al cabo, me faltaron las fuerzas para defenderme. Cité a D. Pepito, en el obscuro silencio de la noche, y él vino a mí y yo le di el remedio que apetecía.

Aquello fue para él una revelación, antes ni en sueños presentida. El pasmo, el embeleso, la sorpresa inefable y beatífica que todo, todo, todo le causaba, inundaron mi alma de satisfacción y de orgullo. Yo fui mil y mil veces más dichosa de su dicha que de la mía. Se me figuró que le abría con llave de oro las puertas del Edén; que amasaba yo entre mis manos el árbol de la ciencia y el árbol de la vida y sacaba de ambos un filtro poderoso, que, vertido sobre el corazón de aquel muchacho, le magnificaba y ensalzaba, y que vertido sobre su cabeza llenaba su mente de alegría y de una luz riquísima penetrando todos los arcanos.

Al siguiente día llegamos al puerto de Lisboa, término de mi viaje. D. Pepito continuó el suyo hasta Inglaterra. Gran ventura fue ésta para mí. No hubo tiempo para desengaño, cansancio ni hastío.

Dejé el barco de vapor y salté en tierra, como quien sale a escape del teatro, donde ha visto una
féerie
, un precioso baile de hadas, antes de que se disipe la ilusión escénica y no se vean sino los oropeles, la ruda maquinaria, los telones y bambalinas y los comparsas y figurantes untados de colorete, que la han promovido.

Entonces me afligió separarme de D. Pepito. Más tarde, he pensado a veces, ¿estuvo en la realidad toda aquella poesía o brotó de mi alma, exuberante a la sazón de represada y viciosa lozanía, y de ocios y ensueños de mi por largo tiempo no empleada ternura?

No lo supe ni lo sé. Me place seguir dudando. Y a fin de que no termine la duda, he procurado no informarme jamás ni saber el paradero del joven paraguayo, como si hubiera sido un ser peregrino que estuvo algunos instantes en nuestro planeta, y en seguida se desvaneció para siempre.

***

Quise detenerme y me detuve en Lisboa, porque yo tenía
saudades
de Lisboa. Aunque tan otra de la que me fui, ansiaba ver a los antiguos amigos, y singularmente al que me proporcionó recursos para ir al Brasil y me dio las cartas de recomendación para Figueredo, que causaron el cambio de mi fortuna.

Los más de estos antiguos amigos se me mostraron muy amables. Con algunos estuve yo amabilísima.

Todo, no obstante, había variado con el transcurso del tiempo, a pesar de la lentitud y reposo con que en Portugal todo camina.

Los regocijados
janotas
que habían formado mi sociedad, se hallaban convertidos en personajes muy serios. Unos eran Pares, diputados otros, y no faltaban entre ellos altos funcionarios y hasta Ministros cesantes o militantes. Los más eran padres de familia, con señora encopetada y con prole.

Ni ellos ni yo queríamos, debíamos ni podíamos volver a la vida pasada, salvo el hacer resurgir del seno de lo que fue, y por evocación mágica, una fugaz apariencia que, no bien se dejaba columbrar, mostraba marchitas y ajadas las lindas galas que en el recuerdo había conservado. Se asemejaba a brillante mariposa custodiada muchos años bajo un fanal, y que se deshace y convierte en ceniza, no bien se levanta el fanal y una ligera ráfaga de viento toca en ella y la mueve.

No podía yo tampoco, en Lisboa menos que en parte alguna, porque en Lisboa era muy conocida, intentar, sin peligro de desdenes y de sofiones, penetrar en lo que se llama la buena sociedad y hacer bien el papel de la señora viuda de Figueredo.

La melancolía se apoderó de mi espíritu. Para distraerla, siguiendo mis aficiones didácticas, me entretuve en hacer cerca de Madame Duval el papel de
cicerone
. Madame Duval seguía a mi servicio y jamás se había detenido en las orillas del Tajo. Yo gocé inocentemente en hacerle ver y admirar todas sus bellezas; las espléndidas vistas que desde la Patriarcal quemada se admiran; la plaza del Rocío y las anchas calles paralelas que después del terremoto hizo construir Pombal; el espléndido Terreiro do Pazo; la soberbia anchura con que frente de él se dilata el Tajo, como para recibir todas las escuadras del mundo; el risueño camino que va por su orilla derecha, llena de quintas, palacios y graciosos jardines, hasta la desembocadura, cerca de Pazo de Arcos; y sobre todo, el admirable templo de Belén, con sus esbeltos y aéreos pilares, exquisita muestra de la original arquitectura
manuelina
y digno monumento de la más noble hazaña de los portugueses, cuando, en edades para nosotros más dichosas, competimos en descubrir y recorrer el mundo y en dilatar por mares y por tierras remotas o ignoradas la civilización de Europa y la fe de Cristo.

Mi papel de
cicerone
me agradaba y divertía. Hice, pues, algunas pequeñas excursiones con Madame Duval. La llevé a Cintra, a Colares, a Cascaes y a Mafra.

En Cintra, aun viniendo como veníamos del Brasil, nos extasiamos contemplando la fertilidad y hermosura de aquellas montañas, con sus bosques floridos de magnolias y de camelias. El castillo reedificado por el rey D. Fernando, o, mejor dicho, creado por él con estupenda inspiración artística, me pareció más encantador que nunca, y procuré, aunque lo conseguí sólo a medias, infundir en el alma de Madame Duval una admiración igual a la mía. Ella prefería a todo, recordándolos con entusiasmo, los jardines de
Mabille
y la
Closerie des Lilas
, donde había bailado el
cancán
en sus verdes años, muy por lo alto, y siendo a veces frenéticamente aplaudida.

Nunca pude fijar la cronología de estos triunfos de Madame Duval, y saber a punto fijo si los alcanzó de soltera, o ya de casada, mientras su marido combatía en Argel, o si le valieron como consuelo y desahogo después de viuda. En fin, Madame Duval gustó también de Cintra, aunque no tanto como yo y como Lord Byron.

Es inexplicable el sentimiento que llaman patriotismo. Sábete, Vizconde, si ya no lo sabes, que mi madre se llamaba la Pascuala, celebradísima como única en el cante gitano y en bailar el vito. Siendo yo muy niña todavía, me dejó huérfana y menesterosa. Bien sabe el diablo cómo después me he criado y he crecido. Nada debo a España. No recuerdo haber dejado por allí una sola deuda de gratitud. ¿Qué me va ni qué me viene con la decadencia o con la prosperidad de esa patria, donde sólo tuve de balde, o sea sin ganarlo yo, el aire que respiré, y obscuridad y desprecio? Y sin embargo no acierto a ponderarte lo muy patriota que soy. No lo son más las Duquesas y las Princesas que en Madrid viven y a quienes tantos respetan y adulan.

Digo todo esto, porque en Lisboa se recrudeció mi patriotismo. ¡Qué gran Capital para nuestra gran nación, señora de dos mundos, hubiera sido aquella ciudad espléndida y hermosa, si D. Felipe el Prudente hubiera sido D. Felipe el Previsor y hubiera tenido más elevadas miras!

Pero ya basta. No nos engolfemos en cosas que no son ahora del caso. A pesar de todos sus esplendores, Lisboa se me caía encima. A las dos semanas de estar allí, abandoné a Lisboa.

Viajaba yo con no pequeño acompañamiento. Además de la Duval, que era y sigue siendo mi dama de compañía, estaba conmigo y está aún mi
mucamba
, o sea mi primera doncella, mulata muy ágil, llamada Petronila, que me peina con primor y buen gusto, que cose y borda y tiene otras mil habilidades; una segunda doncella, dos fieles criados negros, y por último, la mujer que cuidaba y alimentaba a mi tesoro.

Aquí conviene que te imponga yo de algo, en extremo importante para mí, y que tal vez ignores.

Mi alma ha sentido no pocas veces inclinación amistosa, compasión, aprecio y cariño a los seres humanos; pero lo desaforado y suelto de los primeros años de mi vida ha impedido acaso que llegue yo a amar a un solo hombre con aquel amor exclusivo, persistente y celoso, con que deben amar y aman las mujeres honestas criadas con recato. He tenido muchos amoríos y casi no me atrevo a decir que he tenido amor. Una vez sola en mi vida me parece que entreví, que columbré a lo lejos la celestial aparición del verdadero amor, que benigno me sonreía y que ansiaba penetrar en mi alma, llenarla de su divina beatitud y purificarla e iluminarla.

Fue esto cuando tuve relaciones con Juan Maury. Tú estabas en Río y debes acordarte de todo.

Contra Juan Maury no tengo yo la menor queja. Era un cumplido caballero. Me quiso todo lo que podía quererme. Me respetó todo lo que podía respetarme. Me atendió, me obsequió, me consideró como atiende, obsequia y considera el galán más delicado a la más noble dama. Pero hubiera sido absurdo que hubiese tratado yo de inspirar a Juan Maury más hondos sentimientos y más apasionado afecto que los de la amistad y la galantería. Yo misma tuve miedo de sentir hacia él verdadero amor.

Yo casi me atrevo a afirmar que no he engañado a D. Joaquín. Para evitar el medio engaño en que le tenía, hubiera sido menester hacerle infeliz con revelaciones feroces y con el más amargo de los desengaños. El amor mío, si hubiese llegado a ser hacia Juan Maury exclusivo y profundo, hubiera tenido que romper dolorosamente el lazo que a mi bienhechor y protector me ligaba; hubiera sido para D. Joaquín horrible infortunio: todo el bien, todo el contento y el reposo y toda la superior serenidad hasta donde había yo logrado elevar su espíritu, hubieran venido a desvanecerse o a hundirse en negro abismo. Por otra parte, aunque yo debo ser humilde, y aunque lo soy, soy también muy orgullosa en cierto sentido. Es el orgullo que nace de mi propia humildad. Si por la vileza de mi origen, si por el ruin desorden de mi primera vida no merezco ni soy digna de ciertas cosas, me repugna reclamarlas, solicitarlas de nadie y hasta insinuarme para que se me concedan por favor ya que para ellas no tengo el menor derecho.

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