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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (9 page)

BOOK: Gente Independiente
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—¿Quieres un poco de pescado para la cena?

—¡Buen Dios, no! Por lo menos, no de esa clase. ¿Piensas que me comería un gusano? Es un gusano de agua, eso es lo que es.

—Tanto mejor para mí, entonces —replicó ella, y comenzó a comer mientras su esposo la observaba, disgustado de que pudiera comer una cosa semejante. Y ella se comió toda la anguila.

—Diez a uno a que es una anguila eléctrica —dijo él—. Es tan malo como comerse un monstruo marino.

—¿De veras? —preguntó su esposa bebiéndose el jugo.

—Nunca pensé que mi esposa pudiera ponerse esa basura en la boca cuando hay bastantes alimentos en la alacena.

—Es mucho menos basura que ese pescado mohoso que has estado haciéndome comer durante todo el verano —replicó su esposa en defensa de la anguila.

Pero Bjartur no tenía interés en comenzar una disputa con una mujer con nervios, a esa hora de la noche. Empezó a quitarse las ropas, rascándose allí y allá mientras tanto y murmurando uno o dos versos de las Rimas de Góngu-Hrólfur, del origen oceánico de Grímur. Luego se acostó y se durmió.

8. Tiempo seco

Precisamente lo que debía ocurrir. La lluvia había cesado finalmente, pero el tiempo seco era una bendición a medias. Un impetuoso viento de tierra les arrancaba de las manos el heno de los prados secos y lo llevaba volando por doquier, parte hacia la hierba aún sin cortar, parte -por lo menos un tercio de los frutos de la lucha de tres semanas- al lago. Pasaron tres días en las orillas recogiéndolo y apilándolo en hacinas. Luego el ventarrón volvió a calmarse y una vez más los retazos de nube en forma de garra se extendieron en el cielo, amenazando lluvia. La gloria había terminado. El heno debía ser asegurado y llevado a la casa inmediatamente antes de que el tiempo volviese a empeorar; no eran momentos para pensar en moverse de la casa, cocinando y halagándose el estómago; no eran momentos siquiera para pensar en dormir. Era el momento de arrimar el hombro y ganar en ingenio a los elementos, porque se trataba de la guerra de independencia de Bjartur de Casa Estival. En cuanto terminaron de hacinar el heno, Bjartur puso manos a la obra en la tarea del agavillamiento. Ya estaba avanzada la tarde, la luz se esfumaba, el verano se iba. En la hora más oscura, Bjartur corrió a buscar la potranca para traer el heno a la casa, dejando a su esposa que descabezara un sueñecito detrás de una hacina. Finalmente encontró al animal entre una caballada de Rauósmyri y, antes de que le hubiese puesto encima la albarda y regresado, ya volvía a aclarar. Despertó a su esposa y comenzaron nuevamente a juntar el heno en el punto en que abandonaron la tarea. Comieron pescado frío y bebieron agua de un pantano. Las fajas de nubes se habían ensanchado y tendido por todo el cielo; el aguacero podía caer ya en cualquier momento. Sería preciso poner inmediatamente a resguardo el heno. Rosa debía conducir la potranca a la casa y volver en ella a toda velocidad. Se abrió paso entre los aguazales, conduciendo a la bestia con su carga, y luego, a horcajadas de la silla, regresó apresuradamente al prado para recoger la carga siguiente. La lluvia se contenía aún. Al acercarse la noche las nubes incluso se rasgaron aquí y allá y una luna nueva atisbó entre ellas. Era alentador poder ver una luna tan bruñida, de luz tan romántica, tan fabulosa después del incesante trabajo del día, que casi se podía ver a los elfos saliendo de sus grietas para contemplarla -los elfos son mucho más dichosos que los hombres-. Pero con el transcurso de las horas la luna fue perdiendo su fuerza estimulante, su seductor incentivo a la complacencia en ensueños diurnos. La sensación de paz encantada retrocedió ante el hambre y la fatiga. Ida y vuelta, sobre los marjales, se bamboleaba Rosa con el caballo. Ya no tenía sensación en las piernas; se caía una y otra vez. Cuando montaba al caballo, de regreso, la cabeza se le caía sobre el pecho y a veces se despertaba y sorprendía al animal pastando.

—Dormitar no servirá de nada cuando nuestra subsistencia está en juego —gruñía el pegujalero.

Ella no podía responder, porque la lengua se negaba a moverse. Vio que la luna rebrillaba en el agua de una zanjita y que en ella nadaban tres o cuatro falaropos, hundiendo rítmicamente la cabeza en el líquido, con gracia tranquila. ¡Adoradas avecillas, tan contentas a la luz de la luna, sin nada que hacer…! ¡Cuán bellas quedarían en una fuente! De pronto comenzó a haber más luz. Los pasos del caballo se tornaron más lentos, sus esfuerzos más laboriosos, la luna desapareció, descolorida, detrás de nubes oscuras, y el heno, quién sabe por qué, pareció haber perdido su fragancia de ayer, y Rosa ya no sabía si estaba mojada o seca, era como si el rostro del mundo hubiese sido borrado, la nariz y los ojos, y ya no quedaba otra sensación que una náusea ingobernable, un gusto amargo en su boca y un hedor en su nariz, y de tanto en tanto tenía que detenerse y apoyarse en la potranca mientras sufría arcadas y vomitaba bilis, luego se secaba el sudor frío de la frente y trataba de tragar el quemante amargor que sentía en la garganta, así era aquella guerra mundial; sí; y la luz aumentaba gradualmente y las nubes se hacían más y más oscuras, y una vez más condujo al animal hacia la casa, y ahora Bjartur estaba atareado en la última hacina, pronto conquistaría la victoria, pero ella no se alegraba, nunca se alegra el que gana una batalla en una guerra mundial, estaba completamente agotada. Pero cuando, arrodillándose junto a la orilla cubierta de musgo del arroyo que pasaba ante el pegujal, se inclinó para beber, con las manos acopadas, sintió como si tiernos brazos la envolvieran y la atrajeran dulcemente hacia un regazo de descanso, y en un instante se hundió, cada vez más profundamente, en aquel abrazo, por siempre jamás, como su abuela, que había muerto dichosa, dejando un colchón a su nieta, más y más profundamente, y vio que su imagen reflejada en el agua era disuelta por la corriente, y la tierra se alejaba flotando con ella, hacia el espacio, como el ángel que nos lleva cuando morimos, y una vez más sus sentidos se llenaron de la buena fragancia otoñal de la tierra, y finalmente la tierra pegó sus mejillas a las de ella, como una madre, mientras las aguas del mundo ondulaban en su oídos, hablándole de su amor. Luego no hubo nada más.

9. Un día en el bosque

Era domingo.

Había estado lloviendo desde hacía un tiempo cuando Bjartur la encontró, todavía dormida junto al arroyo. Estaba acostada allí, empapada hasta los huesos, con la mejilla apoyada en la orilla y un brazo bajo el cuerpo. Una gavilla de heno yacía de través en la corriente y la montura, con las cinchas rotas, estaba hecha pedazos sobre los guijarros. El caballo pastaba en el campo. La mujer miró en torno con ojos angustiados, como alguien a quien un bufón ha despertado de la muerte, y escuchó, con la espalda dolorida, los sarcasmos de su esposo. Luego, mientras éste se afanaba cubriendo el heno con césped, como protección provisional contra la lluvia, ella se arrastró hasta la casa y, demasiado aturdida como para calentar café, siguió durmiendo.

Poco antes de mediodía el tiempo mejoró y Bjartur entró presurosamente en la casa, jadeando, para pedir a su esposa que hiciera café. Una multitud pasaba cabalgando por los prados y algunos, a un galope de distancia de los demás, habían llegado a los llanos situados a corta distancia del pegujal.

—No llevan caballos de carga. Son unos cuantos estúpidos en una excursión, o algo por el estilo —dijo él—. Naturalmente, tenía que ocurrírseles hacerlo en un momento como éste.

—No puedo permitir que nadie me vea tal como estoy —protestó Rosa.

—Querrán beber una taza de café si vienen aquí, mujer. Te sientes bien con gente como ellos, ¿no es cierto?

Se inclinó sobre la mesa para observarlos a través de la ventana y reconoció a la gente y los caballos, cuando se acercaron más. Algunos eran hijos e hijas de agricultores acomodados de tierra adentro; otros eran labriegos que trabajaban en verano en Útirauðsmyri. También estaban las hijas del sacerdote e Ingólfur Arnarson Jónsson, el agricultor, jinete en su caballo tordo. Pero cuando Bjartur miró en la casa, la mujer había desaparecido.

Los jóvenes estaban probando sus caballos de silla, en tanto que las muchachas habían venido a recoger arándanos, que ahora maduraban en los marjales. A esta excursión la denominaban «un día en el bosque» y habían traído consigo algunas provisiones en morrales de cuero, con la intención de merendar en el «bosque». Ingólfur Arnarson no llegó hasta la casa; hizo que preguntasen a Bjartur si le molestaba que cazase por los aguazales y tratara de pescar en el lago. ¿Y no podrían las damas hacer un paseo junto a la montaña y ver si podían encontrar arándanos?

Bjartur estaba orgulloso de sus derechos de terrateniente y siempre le encantaba que se le pidiese permiso. Naturalmente, sugirió que las muchachas sabían mejor que nadie qué era lo que husmeaban cuando comenzaban a husmear, y no le molestaba que recogieran una baya o dos, pero no le sorprendería que no fuera eso lo que buscaran. Y si el hijo del alcalde quería contaminarse extrayendo las entrañas de los asquerosos peces del lago y quería además martirizar en un domingo a los inocentes pájaros que volaban sobre los pantanos sin hacer daño a nadie, bien, probablemente ello le impediría que cometiese peores desaguisados.

—Pero —añadió— le habría tenido en más alta opinión si hubiera llegado con su caballo hasta mi puerta y me hubiera mirado a la cara, porque no ha pasado mucho tiempo desde que yo solía ayudarle a abotonarse los calzones y, por lo que sé, siempre me he ganado lo que su padre me pagaba, de modo que me atrevo a mirar a la cara a cualquiera de esa pandilla, se atrevan ellos o no a hacer lo propio. Pero me pregunto qué demonios habrá sido de Rosa. Son tan puntillosas en cuanto a su aspecto, estas mujeres… se acercan a la puerta vestidas como están; sólo las ropas domingueras son lo suficientemente buenas para ello. Pero pasad, de todos modos, espero que aparecerá, más tarde o más temprano. Y bienvenidos a Casa Estival. Creo que debe de haber café a baldes, y quizás haya algún mugriento trozo de azúcar por alguna parte, siempre que lo encontremos.

El café, por supuesto, fue rechazado con agradecimiento, pero la mayoría de ellos quería echar una ojeada al interior porque, como provenían de granjas de la mejor clase, consideraban como una experiencia interesante la de pasar, agachados, por la puerta de la Casa Estival y sentir el olor a tierra que la oscuridad les lanzaba en espesa bocanada apenas franqueaban la puerta. Algunos de ellos subieron por la escalera, y ésta crujió. Otros se conformaron con atisbar por la ventana desde el caballo; no era necesario estirarse demasiado para hacerlo: la abertura no estaba situada a mayor altura que la de un hombre. Algunas de las jóvenes insistieron en sus preguntas acerca de Rosa, porque querían verla para salir con ella a recoger arándanos, de modo que todos los rincones y escondrijos fueron registrados y los gritos y los chillidos resonaron dentro y fuera de la casa, mientras Rosa trataba de aplastarse más aún contra la pared de tierra, bajo el establo del caballo, donde había buscado refugio con una oración al Redentor. Pero Bjartur se cansó muy pronto de todas esas tonterías y sacó con mano enérgica a su esposa del establo y le preguntó dónde estaban sus buenos modales y de qué tenía que avergonzarse, puesto que era una mujer legalmente casada.

—Y quiero café para mis invitados, aunque sea la última gota que tengamos en la casa. ¿Y qué clase de comportamiento de ermitaño es éste, que tienes que huir y esconderte de tus congéneres? Ve y da la bienvenida a tus huéspedes, mujer. —La hizo trepar la escalera, vestida como estaba con su delantal de lona y los hombros cubiertos por un harapo de chal, polvoriento y manchado de hierba, con hongos enredados en los flecos.— ¡Mirad, aquí está! —Y de pronto todos se mostraron serios y tendieron la mano para saludar.

No, gracias, no tenían ganas de café, pero las muchachas tomaron a Rosa de la mano y la sacaron afuera, la llevaron al arroyo. Se sentaron junto a ella y le dijeron que debía ser encantador tener tan cerca de la casa un arroyito pequeño, un arroyuelo tan amistoso. Le preguntaron cómo estaba y ella respondió que estaba bien. Y entonces le preguntaron por qué tenía la cara tan hinchada, y era por el dolor de muelas. Luego le preguntaron por qué le agradaba vivir en las ciénagas y ella se sorbió los mocos y mantuvo la vista fija en el suelo y dijo que suponía que, de todos modos, había mucha libertad. Le preguntaron si había visto al fantasma y ella dijo que no había fantasmas. Luego todos se alejaron en sus caballos.

Los jóvenes vagaron por el campo hasta que comenzó a escasear la luz. En la casa podían escucharse sus alegres voces que llegaban desde las laderas de las montañas, sus carcajadas y sus canciones. Pero también se oyeron disparos provenientes de los pantanos. El granjero descansaba ese día -últimamente había estado trabajando día y noche- y se encontraba en cama, dormido. Su esposa estaba sentada junto a la ventana, escuchando los disparos, mirando hacia las ciénagas y esperando con angustia cada nuevo disparo. Era como si supiera que cada bala que se disparara la heriría a ella y solamente a ella; que le pegaría en el corazón y sólo en el corazón. Pero Bjartur no estaba dormido profundamente y, cuando despertó de su adormilamiento, la miró por encima de las cejas y vio que con cada disparo daba un respingo.

—Supongo que no conocerás esos disparos, ¿eh? —preguntó

—¿Yo? —dijo su esposa poniéndose de pie, confundida—. No.

—Esa maldita familia jamás pudo mirar una cosa viviente sin sentir el deseo de obtener alguna ganancia de ella, de preferencia dándole muerte —dijo él. Luego volvió a dormirse.

Con el ocaso los excursionistas regresaron a la casa del pegujal, donde esperarían al cazador, que se proponía continuar cazando mientras hubiese luz. Las muchachas, que regresaban de las laderas de la montaña con cuencos llenos de arándanos hasta el borde, contribuyeron todas a llenar uno para Rosa.

—Bayas de tu propia montaña, muchacha —le dijeron cuando ella estaba a punto de rechazar el regalo. Se reunieron en grupitos y jugaron a distintos juegos en el campo, junto a Bjartur. La montaña devolvía sus risas. La noche estaba tranquila; la superficie del lago, tersa, con algunas moscas de agua rozándola; había luna nueva en el cielo y el valle estaba sosegado y libre. Bjartur se encontraba de un humor incierto e hizo entender que la siega del heno no había disminuido gran cosa los entusiasmos de los de tierra adentro.

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