Cuando Esteban entró, vieron que llevaba en un trapo una docena de patatas cocidas, pero frías ya.
—Esto es todo lo que he encontrado —dijo.
Y es que en casa de la Mouquette tampoco había pan, por lo cual le dio lo que tenía para comer ella, metiéndolo a la fuerza en aquel trapo, y besándole mil veces con cariñoso entusiasmo.
—Gracias —contestó a la mujer de Maheu, que le ofrecía su parte—: yo he comido allí.
Mentía, y no podía menos de contemplar, con aire sombrío a los niños que se abalanzaban a las patatas con verdadera ansia. El padre y la madre también se contenían para dejarles más parte; en cambio, el viejo tragaba cuanto podía. Fue necesario quitarle una patata para dársela a Alicia. En tres minutos la mesa quedó limpia. Miráronse unos a otros, porque todavía tenían mucha hambre.
Entonces Esteban dijo que había recibido noticias importantes. La Compañía, irritada por el tesón de los obreros, iba a despedir para siempre a los más comprometidos en la huelga. Decididamente se declaraba la guerra sin cuartel. Y otro rumor más grave circulaba: el de que había conseguido de muchos mineros que volviesen al trabajo; al día siguiente La Victoria y Feutry Cantel debían tener todas las brigadas completas, y en Mirou y en La Magdalena contaban ya con la tercera parte de los trabajadores.
Los Maheu se exaltaron.
—¡Maldita sea! —gritó el padre—. ¡Si hay traidores entre nosotros, es preciso darles su merecido!
Y puesto en pie, cediendo a la influencia de los sufrimientos físicos y morales:
—¡Vamos mañana por la noche al bosque! —gritó—. Puesto que nos prohiben que nos reunamos en la Alegría, en medio del bosque estaremos más cómodos.
Aquel grito había despertado al viejo Buenamuerte, que dormitaba después de atracarse de patatas.
Aquel era el antiguo grito de combate, la contraseña de los mineros de otro tiempo, cuando se reunían para organizar la resistencia contra los soldados del rey.
—¡Sí, sí, a Vandame! —dijo a su vez—. Yo soy de los que van, si se celebra la reunión allí. La mujer de Maheu hizo un gesto enérgico.
—¡Iremos todos! ¡Así se acabará con estas injusticias y con estas traiciones! —exclamó.
Esteban decidió que se diera cita a todos los barrios de obreros para el día siguiente por la noche. Pero la lumbre se había acabado como en casa de Levaque, y la vela se apagó bruscamente. Ya no había carbón ni petróleo, y fue necesario que subieran a acostarse a tientas y transidos de frío. Los dos chiquillos lloraban.
Juan, ya curado, podía andar; pero sus piernas habían quedado tan mal, que cojeaba de las dos y andaba como los patos, si bien no dejaba de correr con la misma habilidad y ligereza que antes.
Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, Juan estaba al acecho en el camino de Réquillart, acompañado de sus inseparables Braulio y Lidia. Se había emboscado detrás de una empalizada, enfrente de una tiendecilla de comestibles, colocada en el borde del sendero. Una vieja, casi ciega, tenía allí para vender tres o cuatro sacos de lentejas y algunas sardinas, todo negro de polvo; pero lo que Juan miraba con maliciosa atención e intenciones nada buenas, era una bacalada que había colgada en la puerta. Ya dos veces había enviado a Braulio para cogerla; pero las dos veces se lo había impedido algún transeúnte que se asomaba por el recodo del camino. ¡Qué demonio de importunos! ¡No podía uno dedicarse en paz a sus negocios!
Apareció un señor a caballo, y los tres chiquillos se ocultaron de nuevo detrás de la empalizada al reconocer al señor Hennebeau. A menudo, desde que comenzara la huelga, se le veía así por los caminos, paseando solo por en medio de los barrios que habitaban los obreros sublevados, haciendo alarde de valor, para cerciorarse por sí mismo de la situación.
Y jamás oyó silbar una piedra; no tropezaba sino con hombres que le saludaban de no muy buena gana, aunque respetuosamente, o con parejas amorosas que se reían de la política e iban a gozar placeres en la soledad del campo. Él, sin acortar el trote de su yegua, volviendo la cabeza para no interrumpir a nadie, pasaba por allí, sintiendo, sin saber por qué, que su corazón se henchía de deseos en aquel país del amor libre. Vio perfectamente a los chicos echados sobre Lidia, y sintió que los ojos se le humedecían a su pesar, mientras, recto en la silla, militarmente abrochado hasta el cuello, desaparecía por el otro lado del camino.
—¡Maldita suerte! —dijo Juan— No acabaremos nunca… ¡Anda, Braulio, tira de la cola!
Pero en aquel momento aparecieron dos hombres, y el chiquillo contuvo un juramento, cuando oyó la voz de su hermano Zacarías, contando a Mouque que le había quitado a su mujer una pieza de cuarenta sueldos que tenía cosida en la falda. Los dos, que iban riéndose, cogidos amigablemente del brazo, se detuvieron un momento, trazando planes para el otro día.
—¿Pero se van a estar ahí hasta la noche? —dijo Juan exasperado—. En cuanto oscurezca, la mujer descolgará la bacalada, y adiós mi dinero.
Pasó otro hombre en dirección a Réquillart. Zacarías se marchó con él: y al pasar por delante de la empalizada, el chiquillo les oyó hablar de la reunión en el bosque;— habían tenido que aplazarla hasta el día siguiente, para tener tiempo de avisar en todos los barrios.
—¿Habéis oído? —murmuró el niño, hablando con sus dos compañeros—. ¿Habéis oído? Mañana es el gran día. Iremos, ¿no es verdad? Nos escaparemos por la tarde.
Y como al fin, en aquel instante no había nadie en la carretera, ordenó a Braulio que fuese a robar la bacalada.
—¡Valiente! ¿Eh? Tira pronto de ella, y mucho cuidado, porque la vieja tiene una escoba en la mano. Felizmente, la noche estaba muy oscura. Braulio dio un salto, y se cogió a la bacalada, rompiendo la cuerdecilla que la sujetaba a un clavo, y enseguida echó a correr, seguido por Juan y Lidia, como alma que llevael diablo. La tendera, asombrada, salió de la tienda sin comprender lo que pasaba, y sin poder distinguir el grupo, que desapareció corriendo en la oscuridad.
Aquellos granujas acabaron por ser el terror de la zona. Poco a poco la habían ido invadiendo como una horda salvaje. Al principio se habían contentado con los alrededores de la Voreux, revolcándose en los montones de carbón, de donde salían completamente tiznados, y jugando al escondite entre los montones de tablones, por donde se perdían como en el fondo de un bosque virgen. Luego habían tomado por asalto la plataforma, y cada día ensanchaban el campo de sus operaciones; corrían los campos, comiendo raíces y frutos, bajaban a la orilla del canal a pescar peces, y viajaban hasta el bosque de Vandame. Pronto toda la inmensa llanura les pertenecía.
Y la verdadera causa que les hacía recorrer la zona desde Montsou a Marchiennes era la afición al merodeo. Juan era el capitán en todas aquellas expediciones; dirigía su tropa sobre tal o cual presa, devastando las plantaciones de cebollas, y las huertas, y los jardines. En aquellos alrededores se empezaba a hablar de los mineros en huelga y de una partida de ladrones bien organizada. Un día obligó a Lidia a que robase a su misma madre, haciendo que le llevase dos docenas de las cosquillas que vendía, y la niña a pesar de haber recibido una paliza soberbia, no le había descubierto, porque temblaba ante la autoridad absoluta. Y lo malo era que él se quedaba con la mejor parte. Braulio tenía también que entregarle el botín, y se daba por muy contento cuando el capitán no le abofeteaba y guardaba para sí la parte que le correspondía a él.
Hacía algún tiempo que Juan abusaba de su autoridad. Pegaba a Lidia como se pega a una mujer legítima, y se aprovechaba de la credulidad de Braulio para mezclarle en aventuras desagradables; era feliz, burlándose de aquel muchachote, más fuerte y robusto que él, que de un solo puñetazo le habría roto la cabeza. Los despreciaba a los dos; los trataba como a esclavos, y les decía que su querida era una princesa, ante la cual no eran dignos de presentarse. Y, en efecto, hacía ocho días que desaparecía bruscamente por la esquina de una calle o en el recodo de un camino, después de darles orden, con la cara feroz, de que se volvieran enseguida a su casa. Claro está que, antes, se guardaba el botín.
Lo mismo sucedió aquella noche.
—Dámela —dijo arrancando la bacalada de manos de su compañero, cuando los tres se detuvieron en un recodo de la carretera, cerca de Réquillart.
Braulio protestó.
—Quiero mi parte, ¿oyes? Porque yo la he cogido.
—¿Eh? ¿Cómo? —exclamó Juan—. Tendrás parte si te la doy; pero no será esta noche. Será mañana, si queda algo.
Pegó un empujón a Lidia, y los cuadró uno al lado del otro, como si fuesen soldados. Luego, pasando por detrás de ellos:
—Ahora os vais a estar ahí cinco minutos, sin volver la cara… y cuidado, porque si os volvéis os comerán las fieras… Enseguida os vais a casa, y cuidado con que Braulio te toque, Lidia, porque yo lo sabré, y habrá palos.
Y se desvaneció en la oscuridad, con tanto cuidado, que no se oyeron ni sus pisadas.
Los otros dos permanecieron inmóviles durante los cinco minutos que había mandado, sin atreverse a mirar hacia atrás, temerosos de recibir un bofetón misterioso. Poco a poco entre ellos dos había nacido un afecto entrañable, a causa del terror que ambos tenían a su capitán. Él siempre pensaba en abrazarla estrechándola fuertemente en sus brazos, como veía hacer a otros, y ella también hubiera querido que lo hiciese, porque tenía verdadero afán de ser acariciada con cariño, y no como lo hacía Juan. Pero cuando se marcharon, ni uno ni otro se atrevieron, aún cuando la noche estaba oscura, ni a darse siquiera un beso: caminaron uno junto a otro, conmovidos y desesperados a la vez, pero temerosos de que, si se tocaban, el capitán les daría una paliza.
A aquella misma hora Esteban entraba en Réquillart. El día antes la Mouquette le había suplicado que volviera y volvía, irritado consigo mismo, pero con cierta inclinación, a pesar suyo, hacia la moza, que le adoraba como si fuese un dios. Iba con el propósito de romper con ella. La vería y le explicaría que no debía perseguirle más, para no dar que hablar a las gentes. Los tiempos eran malos' y era poco honrado andar buscando placeres cuando todos los amigos, y ellos mismos, estaban muriéndose de hambre. No la encontró en su casa, y decidió esperarla entre las ruinas de la antigua mina.
Entre los escombros esparcidos por todas partes, se abría el pozo de entrada, medio obstruido: un madero puesto en pie que sostenía un pedazo del antiguo techo, tenía el aspecto de un aparato de suplicio, junto al oscuro agujero; dos árboles habían crecido allí, como si salieran del abismo que se abría en lo que fue pozo de bajada. Aquel rincón tenía un aspecto de salvaje abandono, de entrada a un precipicio, interceptada por maderas de desecho.
Por ahorrarse gastos superfluos, la Compañía estaba desde hace diez años queriendo cegar el pozo de la mina; pero esperaba para ello a instalar un ventilador en la Voreux, porque el foco de ventilación de los dos pozos, que comunicaban, estaba colocado al pie de Réquillart, cuyo antiguo pozo servía de chimenea.
Por prudencia, a fin de que se pudiera subir y bajar, había dado orden de que se tuvieran en buen estado las escalas hasta una profundidad de quinientos veinticinco metros; pero, a pesar de lo mandado, nadie se ocupaba en ello; las escalas se pudrían de humedad y ya en algunos peldaños era preciso, para bajar, cogerse a las raíces de uno de los árboles y dejarse ir a la ventura en la oscuridad.
Esteban esperaba pacientemente al pie de un árbol, cuando sintió un ligero ruido entre las ramas. Pensó sería una culebra que se escabullía, asustada. Pero la luz de un fósforo vino a sorprenderle, y se quedó estupefacto al ver que, a pocos pasos de distancia, Juan encendía una vela y desaparecía por la boca del pozo.
Se sintió presa de una curiosidad tan grande, que sin encomendarse a Dios ni al diablo, se metió por el mismo agujero: el chiquillo había desaparecido; una débil claridad, producida por la vela que aquel llevaba en la mano, le guiaba. Por un instante titubeó: pero luego se dejó caer como 'había hecho el otro, agarrándose a las raíces del árbol, y después de temer al bajar de un salto los quinientos metros de altura, acabó por sentir bajo sus pies un peldaño de la escalera.
Y empezó a bajar con cuidado. Juan no debía de haber oído nada, porque Esteban seguía viendo debajo de él la luz que descendía, mientras que la sombra del chiquillo danzaba por las paredes del pozo. La escala continuaba bajando; pero era dificilísimo el descenso, pues unas veces tropezaba con peldaños que resistían bien y otras con peldaños que, medio podridos, crujían bajo su peso; y a medida que bajaba, el calor iba haciéndose sofocante: un calor de horno que salía del foco de ventilación, poco activo por fortuna desde que comenzara la huelga, pues en tiempo de trabajo no se hubiera podido hacer aquella excursión sin exponerse a tostarse.
—¡Maldito granuja! —murmuraba Esteban medio sofocado—. ¿Dónde demonios irá?
Dos veces estuvo a punto de caerse. Sus pies resbalaban en los húmedos peldaños de madera. ¡Si al menos hubiese tenido una luz como el chiquillo! Pero sin ella se golpeaba contra las paredes a cada instante, guiado como iba solamente por la vela que el muchacho llevaba en la mano, y que iba desapareciendo rápidamente.
Habían bajado ya veinte escalas, y el descenso continuaba. Desde entonces se puso a contarlas: "Veintiuna, veintidós, veintitrés", y seguían bajando, bajando sin cesar.
Sentía en la cabeza un calor terrible, que iba aumentando por momentos. Al fin llegó a un empalme de escalas, y vio que el chiquillo echaba a correr por una galería.
Treinta escalas significaban unos doscientos diez metros de bajada.
—¿Irá ahora a pasearse por ahí? —pensó Esteban—. Seguro que va a calentarse en la cuadra.
Pero allí, a la izquierda, la galería que conducía al establo se hallaba cerrada por los escombros de un desprendimiento. Empezó otra excursión más difícil y más peligrosa. Multitud de murciélagos, asustados, revoloteaban en la semioscuridad, e iban a pegarse al techo de la galería.
Tuvo que apresurar el paso para no perder de vista la luz, andando por la galería tras el muchacho; solamente que por los sitios por donde éste pasaba con facilidad, gracias a su ligereza de serpiente, él no podía atravesarlos sin arañarse. Aquella galería, como todas las de la mina abandonada, se había estrechado considerablemente y seguía estrechándose todos los días a causa de los hundimientos; en algunos sitios se había convertido en un verdadero agujero, que pronto habría de cerrarse por sí mismo. En aquellas circunstancias, los pedazos de maderas rotas se convertían en un verdadero peligro, porque le amenazaban con desgarrarle las carnes, o con atravesarle de parte a parte, si tropezaba con uno de improviso. Así es que caminaba con precaución, de rodillas o arrastrándose boca abajo, y andando a tientas en la oscuridad. Bruscamente le sorprendió un grupo de ratas, que le corrieron por todo el cuerpo, de la nuca a los pies, en un arranque de pánico.