—Pero, por Dios, señora no estemos aquí: pasen al salón, y que enciendan las luces.
La cocinera llegaba en aquel momento exasperada, y los detuvo en el vestíbulo algunos minutos más. La pobre iba a manifestar que no aceptaba la responsabilidad de la comida, porque estaba esperando unas cosas de casa del pastelero de Marchiennes, que le debían haber llevado a las cinco. Indudablemente el mozo de la pastelería se habría quedado en el camino, asustado del motín. Quizás le habrían robado lo que llevaba. De todos modos ya estaba advertido el señor; prefería tirar la comida, a presentarla mal por causa de los revolucionarios.
—¡Un poco de paciencia! —dijo el señor Hennebeau—. No se ha perdido nada todavía; tal vez venga el pastelero un poco más tarde.
Y al volverse otra vez a la señora Grégoire, abriendo él mismo la puerta del salón, quedó muy sorprendido al ver sentado en el banco de la antesala a un hombre a quien no había visto hasta aquel momento. Al reconocerle, exclamó:
—¡Hola! ¿Es usted, Maigrat? ¿Pues qué pasa?
Maigrat se había puesto en pie, y entonces se vio su semblante descolorido, pálido, lívido de espanto. Había perdido su aspecto de hombre bonachón, y dijo que se había atrevido a entrar en casa del director para reclamarle ayuda y protección, si aquellos bandidos atacaban su almacén.
—Ya ve usted que yo mismo estoy amenazado —contestó el señor Hennebeau—, y que no tengo medios de defensa. Mejor habría hecho usted en quedarse en su casa para guardar la tienda.
—¡Oh! Lo he cerrado todo muy bien; y, además, he dejado allí a mi mujer.
El director se impacientó, sin disimular su desprecio. ¡Vaya una defensa que podría hacer aquella infeliz!
—Pues yo no puedo hacer nada. Defiéndase como pueda. Y le aconsejo que se vuelva enseguida a su casa, pues ya ve usted que están pidiendo otra vez pan… Oiga, oiga.
En efecto los gritos redoblaban, y Maigrat creyó oír su nombre. Entonces acabó de perder la cabeza. Era imposible volver a su casa, porque le matarían sin duda. Por otro lado, la idea de su ruina le volvía loco, y continuó con la cara pegada a la vidriera de la puerta, sudando, tembloroso, contemplando el desastre, mientras los Grégoire se decidían a entrar en el salón.
El señor Hennebeau afectaba hacer tranquilamente los honores de su casa. Pero en vano rogaba a sus convidados que se sentasen; la sala, cerrada, iluminada por dos quinqués, aun cuando no había anochecido, se llenaba de espanto a cada nueva acometida de los revoltosos. Allí dentro los bramidos de las turbas parecían más amenazadores por su misma vaguedad. Todos hablaban de aquella inconcebible revolución. El director se admiraba de no haber previsto nada; y tan mal montada tenía su policía, que se indignaba, sobre todo contra Rasseneur, cuya detestable influencia reconocía. Es verdad que pronto llegarían los gendarmes; porque era imposible que le abandonaran así. En cuanto a los señores Grégoire, no pensaban más que en su hija: ¡la pobre, que se asustaba tan pronto! Quizás al ver el peligro se habría vuelto a Marchiennes. Estuvieron esperando un cuarto de hora todavía, en medio del estruendo de las voces y de las pedradas. Aquella situación no era ya tolerable; el señor Hennebeau hablaba de salir a la calle, arrollar él solo a los grupos, y salir al encuentro del carruaje, cuando Hipólito se precipitó en el salón, gritando:
—¡Señor, señor, que matan a la señora!
Como Négrel había temido, el carruaje no pudo salir de Réquillart, a causa de las amenazas de los amotinados. Al ver esto, se decidieron a andar a pie los cien metros que los separaban de la casa, para entrar por la puertecilla del jardín; el jardinero los oiría y les abriría. Al principio, estos planes salieron a pedir de boca; ya estaban la señora de Hennebeau y las tres muchachas junto a la puerta, cuando una porción de mujeres se abalanzaron a ellas. Entonces todo se echó a perder. Nadie abrió la puerta: en vano Négrel había querido derribarla, y temiendo lo que iba a pasar, tomó el partido de coger a su tía y a sus amigas, y llegar a la entrada principal de la casa atravesando por entre los grupos. Pero aquella maniobra produjo una conmoción terrible en la muchedumbre: unos les impedían el paso, mientras otros, gritando desaforadamente, los perseguían, y otros ignoraban a qué atribuir la presencia de aquellos señores tan peripuestos, paseándose por entre los agitados grupos.
En aquel instante, la confusión fue tal, que se produjo uno de esos hechos que, después de pasados, no pueden explicarse. Lucía y Juana, que habían conseguido llegar a la entrada, penetraron en la casa con la protección de las criadas, que entreabrieron la puerta para dejarles paso; la señora de Hennebeau había conseguido llegar detrás de ellas; por fin entró Négrel, y corrió los cerrojos, creyendo que todos estaban a salvo. Pero Cecilia no había entrado: había desaparecido, poseída de tal miedo, que, en vez de seguir a los demás, cayó al huir en medio de los grupos amenazadores.
Enseguida se oyó gritar:
—¡Viva el socialismo! ¡Mueran los burgueses! ¡Mueran!
Algunos desde lejos creían que era la señora Hennebeau. Otros suponían que era una amiga de la mujer del director, a quien detestaban los obreros. Pero, de todos modos, importaba poco quien fuera; lo que producía exasperación era su vestido de seda, su abrigo de pieles y su sombrero adornado con plumas. Olía bien, llevaba reloj, y tenía un cutis finísimo, que jamás había tocado el carbón.
—¡Espera —gritó la Quemada—, que te vamos a desnudar!
—A nosotros nos roban eso los muy puercos —añadió la mujer de Levaque—. ¡Se abrigan con pieles, mientras los demás nos morimos de frío!… ¡Andad, andad: ponedla en cueros, para que aprenda a vivir!
Entonces la Mouquette fue la más exaltada.
—¡Sí, sí; y azotémosla luego!
Aquellas mujeres, en su salvaje rivalidad, se ahogaban, y alargaban el paso para llegar pronto, porque cada una de ellas deseaba llevarse algo de aquella señorita. Seguro que no estaba formada de distinto modo que las demás. Por el contrario: algunas que se cubrían con todos aquellos ringorrangos eran feísimas por dentro. La injusticia había durado mucho tiempo, y era necesario obligarlas a que se vistiesen como los obreros, y no permitirlas que gastaran un dineral en que les planchasen algunas enaguas.
La pobre Cecilia, en medio de aquellas fieras, tiritaba de miedo, sin poderse mover, y tartamudeando sin cesar la misma frase:
—¡Señoras, por Dios; señoras, no me hagan daño!
Pero de pronto dio un grito terrible. Dos manos frías acababan de cogerla por el cuello. Eran las del viejo Buenamuerte, al lado del cual la habían llevado los empujones de las turbas. Parecía borracho de hambre, idiotizado por la miseria, recién salido, de una manera brusca, de aquella resignación suya, que duraba medio siglo, sin que se comprendiese a qué acceso de venganza obedecía. Después de haber expuesto varias veces su vida para salvar la de algunos compañeros sin temor al grisú y a los hundimientos, cedía a influencias misteriosas, que no se explicaban; a una necesidad de hacer daño; a la fascinación de aquel cuello blanco y finísimo.
—¡No, no! —chillaban las mujeres—. ¡Ponedla en cueros! ¡Ponedla en cueros!
Cuando en la casa advirtieron la ausencia de Cecilia, Négrel y el señor Hennebeau abrieron nuevamente la puerta para lanzarse en auxilio de la pobre muchacha; pero la muchedumbre se apiñaba contra la puerta, y era muy difícil salir. Se había entablado una lucha terrible, que los Grégoire contemplaban asustados desde lo alto de la escalinata.
—¡Déjala, viejo! ¡Es la señorita de la Piolaine! — gritó bruscamente la mujer de Maheu, al reconocer a Cecilia.
Esteban, por su parte, horrorizado de tales represalias contra una niña, se esforzaba por arrebatarla a aquellos energúmenos. En aquel momento tuvo una inspiración, y blandiendo el hacha, que arrancara poco antes de manos de Levaque, gritó con fuerza:
—¡A casa de Maigrat!… ¡Allí hay pan! ¡Echemos abajo la tienda de Maigrat!
Y pegó un hachazo contra la ventana del almacén. Algunos le habían seguido, entre los cuales estaban Maheu y Levaque. Pero las mujeres se ensañaban contra Cecilia, que de las manos de Buenamuerte había caído en las garras de la Quemada. Lidia y Braulio, dirigidos por Juan, trataban, andando a cuatro patas, de meterse debajo de sus faldas, para ver las piernas de aquella señorita. Ya empezaban a desnudarla, ya se oía rasgar la tela del vestido, cuando apareció un hombre a caballo, atropellando briosamente a cuantos no se quitaban pronto de en medio.
—¡Ah!, ¡canallas, miserables, vais a matar a nuestras hijas ahora!
Era Deneulin que llegaba en aquel momento para comer en casa de Hennebeau. Manejando el caballo con gran habilidad, se abalanzó al grupo, cogió a Cecilia por la cintura, la subió hasta colocarla en el borde delantero de la silla, y atropelló de nuevo a los grupos, que se retiraban ante las brutales acometidas del caballo, que se había encabritado. Junto a la puerta del jardín continuaba la batalla. Pero él pasó arrollando a los amotinados. Aquel refuerzo inesperado libró a Négrel y a Hennebeau, que estaban en verdadero peligro; y mientras el joven ingeniero entraba en el hotel, sosteniendo a Cecilia, que estaba desmayada, Deneulin, que ayudaba a Hennebeau a defenderse, recibió una pedrada, que por poco le destroza el hombro.
—Eso es —gritó—; rompedme ahora los huesos, después de haberme roto las máquinas.
Y cerró rápidamente la puerta, contra la cual fueron a estrellarse cincuenta o sesenta piedras lanzadas con furia.
—¡Perros rabiosos! —dijo Deneulin—. Si me descuido, me rompen la cabeza… Y no puede uno quejarse; pues, ¿qué van a hacer, si los muy brutos no saben otra cosa?
En el salón, Grégoire y su mujer lloraban, contemplando cariñosamente a Cecilia que iba recobrando el conocimiento. No le habían hecho nada, ni siquiera un arañazo; no había perdido más que el velo del sombrero. Pero su susto aumentó al ver allí a Melania, su cocinera, que subía a decirles que habían querido demoler la Piolaine. Llena de miedo se apresuraba a ponerlo en conocimiento de sus amos. Había entrado por la puerta entreabierta en el momento de mayor tumulto sin que nadie notase su presencia; y en su interminable relato, aquella piedra de Juan que no había roto más que un cristal, uno sólo, se convertía en un verdadero bombardeo capaz de resentir todas las paredes. Los señores de Grégoire estaban aterrorizados al ver que querían matar a su hija y demoler su casa. ¡Luego era verdad que aquellos obreros les tenían odio porque vivían sin hacer nada y a costa de ellos!
La doncella Rosa, que había acudido con una toalla y un tarro de agua de colonia, repitió por tercera vez:
—Pues es muy raro todo esto, porque en realidad no son malos.
La señora de Hennebeau, sentada en un sillón, muy pálida, no lograba reponerse de su violenta emoción; y sólo pudo sonreír cuando oyó que todos felicitaban a Négrel. Parecía que no hubiera sido el señor Deneulin el salvador de Cecilia. Sobre todo, los padres de ésta daban calurosamente las gracias al joven, a quien ya consideraban como yerno suyo. El señor Hennebeau contemplaba aquella escena, yendo de su mujer al querido de ésta, a quien había pensado matar aquella mañana, y desde Négrel a la joven, destinada probablemente a desembarazarse pronto de su sobrino. No tenía prisa ninguna, porque le asustaba pensar dónde iría a parar su mujer: tal vez a caer en brazos de un lacayo.
—Y a vosotras, hijas mías —preguntó Deneulin a sus niñas—, ¿no os han roto nada?
Lucía y Juana tenían mucho miedo, pero, después de todo, estaban satisfechas de haber visto aquello, y, pasado el susto, reían de lo lindo.
—¡Caramba! —exclamó su padre—. ¡Vaya un día el de hoy!… Si queréis dote, tendréis que ganarlo vosotras mismas; eso si no llega el caso de que os veáis obligadas a mantenerme.
Aunque con voz insegura, estaba bromeando; pero no pudo contener las lágrimas cuando sus dos hijas se echaron a su cuello, besándole cariñosamente.
El señor Hennebeau había oído aquella confesión de ruina, y una idea repentina acudió a su mente. Vandame, sin duda, sería al cabo de los de Montsou; aquello era su desquite, que le haría reconquistar el perdido favor de la Compañía. En todos los desastres de su vida se refugiaba en la estricta obediencia de las órdenes recibidas, porque, educado militarmente, tal conducta le servía de consuelo en sus pesares domésticos. Poco a poco, todos fueron tranquilizándose, y el salón, iluminado por los dos quinqués, fue adquiriendo su aspecto normal. ¿Qué sucedería en la calle? Porque ya no se oía a las turbas, ni tiraban piedras a los balcones; sólo se percibían murmullos imponentes, pero lejanos. Todos quisieron saber a qué atenerse, y salieron al vestíbulo con el fin de dirigir una mirada a la calle, a través de la vidriera. Las señoras de Hennebeau y de Grégoire, y las tres jóvenes, subieron al piso principal y procuraron ver lo que sucedía, l través de las persianas.
—¿No veis a ese canalla de Rasseneur a la puerta de la taberna de enfrente? —dijo el señor Hennebeau a Deneulin—. Es menester a todo trance deshacerse de él.
Y sin embargo no era Rasseneur, sino Esteban, quien derribaba a fuerza de hachazos las puertas de la casa de Maigrat. Y seguía llamando a sus compañeros: ¿acaso lo que había allí dentro no era de los mineros? ¿Acaso no tenían el derecho de arrebatar lo que les pertenecía, a un ladrón que estaba explotándolos desde tiempo inmemorial, y que los mataba entonces de hambre, obedeciendo a órdenes de la Compañía? Poco a poco, todos fueron abandonando la casa del director, para acudir a la tienda antigua. El grito de: "pan, pan, pan" hendía nuevamente los aires. De seguro encontrarían pan detrás de aquella puerta. La rabia del hambre se apoderaba otra vez de ellos, como si bruscamente se hallaran sin fuerzas para esperar más, temerosos de caer desfallecidos en medio de la carretera. Tal era la aglomeración de gente, que Esteban temía herir a alguien, cada vez que levantaba el hacha para golpear la puerta.
Entre tanto, Maigrat, que había salido al vestíbulo del hotel, se refugió primero abajo, en la cocina; pero soñando con atentados abominables contra su casa, no pudo contener su impaciencia y acababa de subir al jardín para ver lo que sucedía, cuando vio que, en efecto, asaltaban la tienda con horrible clamor en medio del cual se distinguía su nombre. No, no era una pesadilla; estaba despierto: contemplaba desde allí todo el espectáculo del pillaje de su propiedad. Cada hachazo de Esteban se lo daban en el corazón. Ya estaba casi rota la puerta; un momento más, y se apoderaban de la tienda. Allá en su imaginación reconstruía exactamente las escenas que iban a tener efecto; veía a todos aquellos bandidos rompiéndolo, destrozándolo todo, apoderándose de cuanto encontraban a mano, comiendo y bebiendo cuanto allí tenía, y acabando por quemar la casa. No, no era posible resignarse de aquel modo a contemplar su ruina; no, antes morir. Desde que se hallaba en el jardín, estaba viendo en una ventana de su casa, de las que daban a la fachada de detrás, la silueta de su pobre mujer, pálida y temblorosa, mirando a la calle a través de los cristales: indudablemente esperaba resignada los golpes que sin duda iba a recibir. ¡La pobre estaba tan acostumbrada a padecer!