Entonces la joven, sacando la mitad del cuerpo, le dijo en voz baja:
—No ha venido todavía, y voy a acostarme… ¡Por Dios, vete!
Esteban se fue. El deshielo iba en aumento y por las canales de los tejados caía el agua con gran estrépito.
El minero se dirigió primeramente a Réquillart, enfermo de cansancio y de tristeza, sintiendo la necesidad de enterrarse en su vivienda subterránea. Luego se acordó de la Voreux, donde los belgas iban a trabajar al día siguiente, de los compañeros y amigos exasperados contra la tropa, y resueltos a no tolerar que nadie trabajase en las minas. Y entonces tomó el camino a la Voreux, siguiendo la orilla del canal.
Cuando llegaba al pie de la plataforma, aparecía la luna en el cielo, despejado de pronto; levantando la cabeza, contempló el cielo, por donde galopaban las nubes, fustigadas por el látigo del vendaval. Cuando se detuvo a contemplar el espectáculo de aquellos campos nevados, bajo el claror de la luna, se fijó de pronto en otro, que se veía allá en lo alto de la plataforma. Era el centinela, que, helado de frío, paseaba con el fusil al brazo, sin duda para soportar algo mejor la temperatura horrible de aquella noche.
Se veía brillar la hoja de la bayoneta por encima de su negra silueta, perfectamente destacada en el fondo blancuzco del suelo. Pero lo que más atrajo la atención de Esteban fue una sombra que se veía detrás de la caseta donde se refugiaba Buenamuerte en las noches de tempestad; una sombra en la cual reconoció a Juan. El centinela no le veía; aquel maldito muchacho estaba seguramente meditando alguna broma de mal género, cuando no alguna maldad, porque le había oído decir muchas veces que detestaba a los soldados, enviados allí para asesinarles. Esteban titubeó un momento entre llamarle o, no, con objeto de evitar una tontería. La luna se ocultó en aquel instante; Esteban le había visto disponiéndose a dar un salto; pero vio brillar la luna, y el chiquillo continuaba en la misma actitud. El centinela, a cada paso que daba volvía la espalda a la caseta, después de haber llegado hasta ella. De pronto, aprovechando el paso de una nube por delante de la luna, Juan, de un salto, se montó en los hombros del soldado, y le clavó en la garganta la navaja que usaba siempre. Como el corbatín de cuero resistía, el chiquillo tuvo que hacer fuerza con las dos manos y empujar la hoja con todo el peso de su cuerpo.
A menudo había matado así pollos y gallinas que robaba en los corrales; y tal práctica tenía, con tal rapidez obró, que en el silencio profundo de la noche no se oyó más que un leve quejido y el ruido del fusil al caer sobre la endurecida capa de nieve. La luna volvió a brillar en aquel instante.
Inmóvil de estupor, Esteban continuaba mirando. El grito que estaba a punto de dar quedó ahogado en su garganta. La plataforma estaba desierta. Subió rápidamente la colina que lo separaba del teatro de aquel crimen, y encontró a Juan acurrucado detrás del cadáver del militar que había caído boca arriba y con los brazos abiertos.
A la claridad de la luna, sobre el fondo blanco de la nieve, el pantalón colorado y la manta cenicienta se destacaban enérgicamente. La herida no manó ni una sola gota de sangre: el cuchillo se quedó clavado en la garganta hasta el mango.
El minero dio al muchacho un puñetazo brutal, furioso, que lo derribó al lado de su víctima.
—¿Por qué has hecho esto? —tartamudeó, lleno de indignación.
Juan se levantó del suelo y anduvo un poco a cuatro patas, tambaleándose todavía a efectos del golpe.
—¡Rayos y truenos! ¿Por qué has hecho esto?
—No lo sé. Tenía muchas ganas de hacerlo.
No hubo medio de obtener otra explicación. Hacía tres días que sentía el deseo de matar a un soldado. Por otra parte, ¿no eran los soldados los enemigos de los mineros? De los discursos violentos en el bosque, de los gritos de devastación y de muerte aullados por la muchedumbre, le quedaban unas cuantas palabras a manera de residuo, que repetía como un niño jugando a la revolución. Y no podía decir más; nadie le había instigado; la idea surgió en su mente, como surgían sus deseos de robar de cuando en cuando.
Esteban, aterrado ante aquella vegetación del crimen que se desarrollaba en el cerebro del chiquillo, le retiró de su lado, dándole un furioso puntapié, como si se tratara de un animal inconsciente. Temía que el cuerpo de guardia establecido en la Voreux hubiera oído el último quejido del centinela, y cada vez que las nubes permitían que la luna brillase, dirigía una mirada de ansiedad hacia la mina. Pero todo permaneció tranquilo. Entonces el minero se arrodilló en la nieve, palpó aquellas manos inertes, y aplicó el oído al corazón que, debajo de aquel capote militar, había dejado de latir. Del cuchillo sólo se veía el puño de hueso, que llevaba grabadas con letras negras esta palabra: "Amor".
Sus miradas fueron de la garganta a la cara, y de pronto reconoció al soldado; era Julio, el recluta con quien estuvo hablando unos cuantos días antes. Sin saber por qué, se sintió conmovido, como si se tratara de la desgracia de un amigo, al ver aquella cabeza rubia, aquella delicada fisonomía, aquella cara blanca como la de una mujer, cuyos ojos, enormemente abiertos, miraban al cielo con la misma fijeza que algunos días antes los viera mirar al horizonte, como si buscasen su pueblo natal. ¿Dónde estaría aquel pueblecillo, Plogof, de que le había hablado? Allá, muy lejos, muy lejos. Allí, sin duda, pensaban en el pobre soldado dos mujeres, la madre y la hermana bien ajenas de la desgracia que acababan de experimentar.
Pero era necesario que desapareciese el cadáver; Esteban pensó primero en tirarlo al canal; mas la certidumbre de que lo encontrarían le hizo desistir. Entonces su ansiedad fue inmensa. Los minutos pasaban. ¿Qué determinación tomar? De pronto tuvo una inspiración: si podía llevar el cadáver hasta Réquillart, allí lo enterraría fácilmente.
—Ven acá, Juan —dijo.
El chico desconfiaba.
—No; vas a pegarme. Además, tengo mucho que hacer. Buenas noches.
En efecto: había dado cita a Braulio y a Lidia para un escondite que había descubierto entre los montones de madera que había cerca de la Voreux destinada a las obras de apuntalamiento. Se trataba de pasar la noche allí con objeto de presenciar el espectáculo que se preparaba para el amanecer, si al fin se decidían los mineros a apedrear a los trabajadores recién llegados de Bélgica.
—Mira —contestó Esteban—, si no vienes inmediatamente llamo a los soldados y te cortarán la cabeza.
Juan se decidió; Esteban sacó su pañuelo, y lo ató fuertemente al cuello del cadáver, sin arrancarle el puñal, para que no saliese sangre; la nieve se estaba deshelando, en el suelo no habían quedado huellas sangrientas ni señales de lucha.
—¡Cógelo por las piernas!
Juan obedeció; Esteban agarró al muerto por los hombros, y los dos bajaron de la plataforma muy despacio, y procurando no hacer ruido. Felizmente la luna había vuelto a desaparecer. Pero al llegar abajo y tomar la orilla del canal, volvió a asomar en el cielo, y tan clara, que fue un milagro que no los vieran desde el cuerpo de guardia. Se apresuraban cuanto podían; pero el peso del cadáver era tal que tenían necesidad de dejarlo en el suelo cada cien metros para descansar. Al llegar a las ruinas de Réquillart, les asustó el ruido de unos pasos. No tuvieron tiempo más que para ocultarse detrás de unos matorrales, desde donde vieron pasar una patrulla. Un poco más allá encontraron un borracho, que los insultó, y siguió su camino haciendo eses. Al fin llegaron a la boca del pozo, sudando a mares, y tan excitados, que al mismo tiempo tiritaban como si tuviesen mucho frío.
Ya sabía Esteban que no había de ser fácil bajar el cadáver por donde él bajaba todos los días. En efecto: fue aquella una operación horrible, veinte veces interrumpida. Primero fue necesario que Juan empujase desde arriba el cuerpo, mientras él, cogiéndose a las raíces de los árboles que penetraban en la mina, lo bajaba como Dios le daba a entender, hasta que tropezó con la escala. De aquel modo lo condujo a su madriguera con un trabajo ímprobo, que no era para relatarlo. El fusil que llevaba en la mano le estorbaba mucho; pero no había más remedio que sufrir para conseguir su objeto. Aun cuando no había querido, sin duda para que el espectáculo fuese menos horrible, que Juan bajase antes para traer un cabo de vela encendido, al llegar al fondo del pozo dijo al muchacho que fuese por luz. Entre tanto se sentó en la oscuridad junto al cadáver. Esperaba la vuelta del chiquillo con febril impaciencia, y conteniendo a duras penas los terribles latidos de su corazón.
Cuando Juan apareció con la luz en la mano, Esteban le consultó acerca del sitio donde debía enterrarle, pues el muchacho conocía palmo a palmo sus dominios subterráneos. Echaron a andar, arrastrando el cadáver por entre un dédalo de galerías, y se detuvieron por fin a la distancia de un kilómetro aproximadamente. Era aquel sitio tan bajo de techo, que tenían necesidad de andar a cuatro patas por debajo de unas rocas apenas sostenidas por unos cuantos puntales de madera podrida, y, por lo tanto, amenazados a cada instante de quedar enterrados allí por efecto de un hundimiento. En aquel agujero, que parecía una chimenea, colocaron el cadáver, como si estuviese en un nicho; pusieron el fusil a su lado, y luego, a riesgo de quedar ellos allí también para siempre, acabaron de romper los puntales. Una piedra inmensa se vino abajo, tan rápidamente, que apenas tuvieron tiempo de huir. Cuando Esteban, que sentía la necesidad de mirar atrás, lo hizo, vio que el techo continuaba hundiéndose, aplastando poco a poco aquel cadáver bajo el peso enorme de la masa de roca.
Todo desapareció un momento después.
Juan, cuando llegaron a la cueva que habitaba Esteban, se halló tan fatigado, que se tendió sobre un montón de paja, murmurando entre dientes:
—¡Bah! ¡Que esperen aquellos tontos! ¡Yo voy a dormir una horita!
Esteban se sentó en un rincón, y apagó la luz, porque ya no quedaba más que un cabillo de vela.
También él estaba rendido, pero no tenía sueño; dolorosos pensamientos, terribles visiones, como las que se tienen en una pesadilla, le atormentaban horriblemente. Pronto se vio invadido por una sola consideración. ¿Por qué no habría él matado a Chaval, teniéndole aquella noche en el suelo cuando él le amenazaba con el puñal, y por qué aquel chiquillo acababa de asesinar a un hombre que ni siquiera sabía cómo se llamaba? Tales preguntas trastornaron sus creencias revolucionarias, su valor para matar, su noción del derecho a matar.
¿Se volvía cobarde, o era que le sublevaba, a la vista de aquella sangre inocente injustamente derramada, una duda espantosa? El chiquillo tendido en la paja roncaba tranquilamente, y Esteban estaba furioso al sentirlo allí cerca, durmiendo, como si nada hubiese hecho. De pronto se estremeció; acababa de sentir miedo. Le pareció que de las profundidades de la tierra había salido un gemido. El recuerdo del pobre soldado enterrado allí, con su fusil, le dio frío y le puso el cabello erizado. Tanto sufría y tanto le repugnaba verse junto al precoz asesino, que resolvió salir de la cueva. Arriba, en medio de los escombros ruinosos de Réquillart, respiró el aire libre con verdadera fruición. Puesto que no se sentía con fuerzas para matar, a él le tocaba morir, y aquella idea de su muerte, que se le ocurriera poco antes, iba echando raíces en su imaginación, que se acostumbraba a considerarla como su único consuelo.
Había que morir defendiendo la causa de la revolución; aquello lo terminaría todo, y, bien o mal, saldaría su cuenta consigo mismo y con sus compañeros, ahorrándose el trabajo de pensar más.
Si los mineros atacaban aquella mañana a los trabajadores belgas, él iría en primera línea, delante de todos, y no tendría tan mala suerte que no le matasen. Esto resuelto, se encaminó tranquilo a los alrededores de la Voreux. Daban las dos; gran ruido de voces salía del cuerpo de guardia del destacamento que ocupaba la mina. La desaparición del centinela había puesto en movimiento a la tropa; despertaron al capitán, y después de reconocer detenidamente el terreno, acabaron por creer en una deserción. Esteban, escondido allí cerca, pensaba en aquel capitán de quien el pobre soldado le había dicho que era republicano. Tal vez le convencieran para pasarse a la causa del pueblo. En tal caso, los soldados levantarían las culatas, y quizás aquella fuera la señal para la matanza de burgueses. Otra ilusión se apoderaba de él; ya no pensó en morir, y, durante algunas horas, permaneció inmóvil, metido en el fango hasta el tobillo, acariciando la esperanza de una victoria posible.
Hasta las cinco estuvo esperando la llegada de los obreros belgas. Entonces se dio cuenta de que la Compañía había tenido la precaución de hacerles dormir aquella noche en la Voreux. La bajada de mineros empezó puntualmente. Ya iba amaneciendo, cuando unos cuantos huelguistas del barrio de los Doscientos Cuarenta, que estaban al acecho, fueron a dar cuenta a sus amigos de lo que pasaba. Esteban fue quien les advirtió de lo que sucedía: entonces ellos echaron a correr, mientras el joven se quedaba allí esperando la llegada de todos los compañeros. Dieron las seis; aparecía la aurora; de pronto vio a lo lejos al padre Ranvier, que, con la sotana remangada y a paso ligero, atravesaba uno de los senderos próximos. Todos los lunes iba a decir misa a la capilla de un convento situado a poca distancia de la mina.
—Buenos días, amigo, —le gritó en voz alta al joven, después de contemplarle un momento.
Pero Esteban no contestó. A lo lejos, por otro sendero, acababa de ver pasar a una mujer, y figurándose que era Catalina, se precipitó a su encuentro, lleno de inquietud y de extrañeza.
La pobre muchacha estaba andando por el campo desde las doce de la noche. Cuando Chaval volvió a su casa y la encontró en la cama, la echó de allí a bofetadas y a puntapiés, diciéndole que se largara por la puerta si no quería salir por la ventana. Llorosa y temblando, casi desnuda y dolorida de tanto golpe, se encontró sin saber cómo en medio de la calle. Se sentó en una piedra enfrente de la casa, mirando a la fachada, con la esperanza vaga de que su amante la volviese a llamar, porque no era posible otra cosa. Sin duda la estaría atisbando desde la ventana, y le diría que subiese, al verla tan abandonada, pues no tenía a nadie que la recogiese.
Luego, al cabo de dos horas, se decidió a marcharse, porque no tenía fuerzas para resistir el frío por más tiempo. Salió del pueblo, volviendo sobre sus pasos, porque no se atrevía a llamar a la puerta de su amante. Al fin, tomó la carretera, con la idea vaga de encaminarse a casa de sus padres. Pero, cuando llegó al barrio de los obreros, sintió tanta vergüenza, que echó a correr como alma que lleva el diablo, temerosa de que la viera alguien en aquel sitio, en la hora en que todos debían de estar entregados al sueño. Desde entonces vagaba por el campo, temblando cuando oía cualquier ruido, creyendo que la iban a coger y se la iban a llevar a cierta casa de prostitución de Marchiennes, en la cual había pensado siempre con horror. Dos veces se encontró sin saber cómo en la Voreux; dos veces le horrorizó el ruido de voces que salían del cuerpo de guardia, y dos veces se alejó de allí, corriendo y mirando hacia atrás como si fuera perseguida. Aun cuando el sendero que conducía a las ruinas de Réquillart estaba siempre lleno de borrachos, se decidió a seguirlo, con la vaga esperanza de encontrar de nuevo al hombre a quien rechazara algunas horas antes.