Germinal (63 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

BOOK: Germinal
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Souvarine le escuchaba, estremeciéndose nerviosamente a cada momento. Y de pronto, cuando hubo acabado de hablar, lo cogió de un brazo y empujándolo hacia su casa:

—Vuélvete enseguida —le dijo—: no quiero que vayas a trabajar. Catalina se había acercado, y Souvarine la conoció enseguida.

Esteban protestaba, diciendo que no reconocía a nadie el derecho de juzgar su conducta ni el de darle consejos. Los ojos del maquinista iban de la muchacha a su amigo, al mismo tiempo que retrocedía un poco, haciendo un gesto enérgico y abandonándolos.

Cuando el corazón de un hombre pertenecía a una mujer, aquél estaba perdido; lo mismo daba dejarlo morir. Quizá en aquel instante se reprodujo en su imaginación la escena de la muerte de su querida allá en Moscú, aquel lazo carnal cortado por la mano del verdugo, y que lo había hecho libre para disponer de su vida y de la vida de los demás.

El maquinista dijo simplemente:

—Ve a donde quieras.

Esteban, aturdido, buscaba una frase amistosa para no separarse así.

—¿De manera que te vas?

—Pues dame la mano, amigo mío. Buen viaje, y no me guardes rencor.

El otro le alargó su mano, que estaba helada. ¡Ni amigo, ni mujer!

—Adiós para siempre esta vez…

—Sí, adiós.

Y Souvarine, inmóvil en la oscuridad, siguió con la vista a Esteban y a Catalina, que entraron en la Voreux.

III

A las cuatro empezaron a bajar los obreros. Dansaert, instalado en la oficina del marcador, en el departamento de las luces, inscribía en un libro el nombre de cada obrero que iba presentándosela, y hacía que le diesen una linterna. Los admitía a todos sin hacer ninguna observación, cumpliendo fielmente la promesa de la Compañía; pero cuando vio por el ventanillo a Esteban y a Catalina, dio un salto en la silla y se puso muy colorado; se quedó con la boca abierta para decirles que se marchasen; pero se contuvo, y se contentó con el triunfo que aquello significaba. ¡Hola, hola! ¡Con que el fuerte de los fuertes se rendía! ¡El terrible cabecilla de Montsou iba a pedirles de comer! Esteban cogió en silencio la linterna y subió a la boca del pozo, acompañado de la muchacha.

Pero allí era precisamente donde Catalina temía las malas palabras y las recriminaciones de los compañeros. Al entrar en el cuarto de la máquina, vio a Chaval en un grupo de otros veinte, esperando a que hubiese un ascensor vacío. Ya se adelantaba hacia ella, cuando se detuvo al ver a Esteban. Entonces empezó a burlarse y a encogerse de hombros despectivamente. ¿A él qué le importaba?, desde el momento que el otro tomaba lo que él no quería, no debía enfadarse. Allá se las hubiera el señorito, si le gustaba ser plato de segunda mesa; y, a pesar de aquellas apariencias de desdén, se sentía atacado por un acceso de celos mal disimulado. Los demás compañeros guardaban silencio, con los ojos bajos y mirando de reojo a los recién llegados; pero sin meterse con ellos. Luego, abatidos, resignados, se volvían a mirar la boca del pozo, con sus linternas en la mano, tiritando en medio de las corrientes de aire que penetraban por todos lados.

Al fin, el ascensor se colocó en su sitio, y se dio orden de embarcar. Esteban y Catalina tomaron sitio en un departamento, donde ya estaba Pierron y otros dos. En la vagoneta contigua, Chaval decía a Mouque, en voz muy alta, que había hecho mal la Dirección no aprovechando la oportunidad de deshacerse de algunos ganapanes que tenían la culpa de todo lo malo que pasaba; pero el pobre viejo, vuelto a la resignación de su triste vida, no se enfadaba ya pensando en la muerte de sus hijos, y contestaba a Chaval con palabras conciliadoras.

Se desprendió el ascensor, y empezó el descenso en medio de la oscuridad más completa. De pronto, cuando se hallaban en la tercera parte del camino, se sintió un rozamiento espantoso. Sonaron todos los hierros, las maderas crujieron, y las personas cayeron unas encima de otras.

—¡Maldita sea!… —exclamó Esteban—. ¿Quieren aplastarnos? Nos quedaremos aquí todos. Y luego dirán que se arregló el revestimiento.

Pero el ascensor salvó el obstáculo, y siguió descendiendo bajo una lluvia torrencial tan fuerte, que los obreros horrorizados, ponían oído al estruendo producido por el agua. Parecía imposible que se hubieran abierto de aquel modo las junturas de las maderas.

Preguntaron a Pierron, que trabajaba hacía ya días, el cual no quiso dejar que se notara su espanto, que alguien habría tomado como una censura a la Dirección, y respondió

—¡Oh! ¡No hay peligro! Todos los días pasa lo mismo. Sin duda es que no han tenido tiempo de afirmar los tornillos.

El torrente bramaba por encima de sus cabezas, y cuando llegaron al último piso de la mina se encontraban bajo una terrible tromba de agua. A ningún capataz se le habría ocurrido subir por las escalas para darse cuenta de lo que pasaba, creyendo que la bomba bastaría, hasta que por la noche reconocieran los carpinteros las paredes del pozo.

Abajo, en las galerías, la reorganización de los trabajos daba bastante que hacer, porque antes de que los cortadores de arcilla emprendieran sus tareas en las canteras dispuso el ingeniero que, durante los cinco primeros días, todo el mundo se dedicara a ciertos trabajos de consolidación que eran absolutamente indispensables. Pues por todos lados se temían desprendimientos, y las galerías habían sufrido tanto que en algunos puntos se necesitaba apuntalar en distancias de más de cien metros. De modo que cuando la gente llegaba al fondo, iba formando cuadrillas de diez hombres, al mando de un capataz, y se ponían a trabajar en los sitios que más se necesitaba. Cuando terminó el descenso, se vio que habían bajado trescientos y pico de mineros; esto es, la mitad aproximadamente de los que trabajaban en tiempos normales.

Chaval fue destinado a la cuadrilla de que formaban parte Catalina y Esteban; no por casualidad, sino porque él había tenido buen cuidado de quedarse el último escondido detrás de los compañeros, de manera que le agrupasen donde él quería. La cuadrilla fue destinada a trabajar en el fondo de la galería Norte, a unos tres kilómetros de distancia, donde había ocurrido un desprendimiento de consideración. Para quitar las rocas desprendidas se las atacó con palas y picos. Esteban y Chaval y otros despejaban el terreno, mientras Catalina, con la ayuda de dos aprendices, llenaban las espuertas de escombros y las llevaban hasta el plano inclinado. Se hablaba poco, porque el capataz no los perdía de vista ni un momento. Sin embargo, los dos enamorados de Catalina estuvieron a punto de llegar a las manos por causa de ella. Su antiguo amante, aunque diciendo que ya no la quería para nada, la pellizcaba de cuando en cuando de tal modo, que Esteban le amenazó con darle una paliza si no la dejaba en paz. Afortunadamente los compañeros los separaron.

A eso de las ocho, Dansaert dio una vuelta por allí, para ver cómo iban los trabajos. Parecía muy malhumorado, y desahogó su furia con el capataz de la cuadrilla: el trabajo iba muy despacio y muy mal; se necesitaba más actividad y mejor voluntad; aquello no podía ser.

—Me voy —añadió—; y luego vendré con el señor ingeniero.

El capataz mayor estaba esperando a Négrel desde el amanecer, y no se explicaba aquel retraso.

Transcurrió una hora más. El capataz de la cuadrilla había suspendido la limpieza de los escombros, para ocupar a toda su gente en consolidar el techo de la galería; así es que Catalina y los dos chiquillos, en vez de llevar espuertas de tierra, iban dando a los hombres la madera necesaria para que éstos apuntalaran.

Allí, al final de la galería, la cuadrilla estaba como de avanzada, perdida en una extremidad de la mina, e incomunicada con las demás canteras y galerías. Tres o cuatro veces los obreros volvieron la cabeza, creyendo oír el ruido de rápidas carreras. ¿Qué sería? Cualquiera hubiese dicho que los compañeros se iban, abandonando el trabajo; pero como aquellos rumores desaparecían pronto y el silencio continuaba, ellos siguieron trabajando, ensordecidos también por el martilleo. Por fin dejaron aquello, y volvieron al arrastre de escombros.

Pero al primer viaje, Catalina, asustada, volvió diciendo que no había nadie en el plano inclinado.

—He llamado y no me contestan. Todos se han ido.

El pánico y la sorpresa fueron tales, que los diez tiraron las herramientas y echaron a correr. La idea de quedar abandonados en el fondo del pozo de subida los enloquecía. No llevaban consigo más que la linterna.

Y corrían todos en fila; los hombres, la joven, los chiquillos, y hasta el mismo capataz, que perdía la cabeza viendo que llamaba a gritos desesperados sin que le contestasen en la inmensidad de aquellas desiertas galerías. ¿Qué sucedía para que no encontrase a nadie? ¿Qué terrible accidente les había arrebatado a todos sus compañeros? El pánico aumentaba ante aquella ignorancia del verdadero peligro, ante aquella amenaza de perder la vida, que ninguno se podía explicar.

Cuando llegaban cerca del pozo, un torrente desbordado les cortó el paso. En un momento se vieron con agua hasta las rodillas; ya no podían correr; hendían penosamente las aguas, pensando no sin razón, que la pérdida de un solo minuto podía costarles la vida.

—¡Maldita sea!… Se ha roto el revestimiento, y todo se lo lleva el diablo. Bien decía yo que nos quedaríamos aquí todos.

Desde que bajara aquella mañana, Pierron, muy alarmado, veía aumentar el diluvio que caía por los pozos. Sin dejar de cargar las vagonetas con otros dos compañeros, levantaba a menudo la cabeza, y la cara se le mojaba completamente, y los oídos le zumbaban a causa del terrible estrépito que se oía más arriba. Pero, sobre todo se alarmó al ver que abajo se había formado un charco inmenso, porque aquello indicaba claramente que las bombas no podían sacar toda el agua necesaria. Entonces dio cuenta de todo a Dansaert, el cual se enfurecía, contestando que era preciso aguardar la llegada del ingeniero. Otras dos veces insistió en lo mismo, sin conseguir más respuesta que encogimientos de hombros y señales de mal humor. ¿Qué había de hacer él si el agua aumentaba?

Entonces apareció Mouque con el caballo Batallador. Tenía que sujetarlo fuertemente de las bridas, porque el caballo se encabritaba bruscamente, a pesar de sus años, y relinchaba, mirando al pozo.

—¿Qué hay, filósofo? ¿Qué te pasa?… ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué llueve? Vamos, vamos: ¿a ti qué te importa?

Pero como el animal se resistía tuvo que llevárselo a la fuerza.

Casi en el instante mismo en que Mouque desaparecía con el caballo por una de las galerías laterales, se oyó un estrépito espantoso, indescriptible, que procedía del pozo. Era que una pieza del maderamen del revestimiento se acababa de desprender, y caía desde una altura de ochenta y tantos metros, tropezando con las paredes del pozo; Pierron y los otros dos cargadores tuvieron tiempo de hacerse a un lado, y el enorme tablón no causó más desperfectos que el destrozo de una vagoneta. Inmediatamente después, casi de un modo simultáneo, el agua empezó a caer a mares. Dansaert quiso subir a ver lo que pasaba; pero en el mismo instante se desprendió otra piedra, y ante la tremenda catástrofe que se preparaba, dejó de titubear, comunicó rápidamente las órdenes para que todo el mundo subiese, y encargó a los capataces que recogiesen a la gente que estaba trabajando en las canteras.

La escena que entonces se produjo no es para ser descrita. De todas las galerías de la mina acudían grupos de obreros a todo correr, empujándose, atropellándose, pisoteándose unos a otros en su precipitación por ser cada cual el primero que llegase al asalto del ascensor. Todos querían subir los primeros. Algunos que concibieron la idea de salvarse por el pozo de las escalas, tuvieron que bajar enseguida diciendo que por allí estaba ya el paso interceptado. ¡Qué escenas a cada viaje del ascensor! Ya aquél se había hecho; pero ¿quién sabe si podía volver a pasar por entre los obstáculos que interceptaban el pozo? Porque indudablemente, allá arriba continuaba el desastre, puesto que se oía una serie incesante de sordas detonaciones, producidas por el maderamen que se desengranaba y rompía a impulsos de la terrible inundación. Pronto una de las jaulas estuvo inútil, y la otra rozaba de tal modo con los obstáculos que seguramente el cable se rompería de un momento a otro. Y aún quedaba por salir un centenar de hombres, un centenar de hombres ensangrentados, furiosos, con el agua hasta el pecho y en grave peligro de ahogarse. Las maderas desprendidas habían matado ya a dos; otro, que se había cogido al ascensor, cayó desde una altura de cincuenta metros y desapareció en el charco que se había formado al pie del pozo.

Dansaert, sin embargo, hacía enérgicos esfuerzos por restablecer el orden. Armado de un pico, amenazaba romper la cabeza al primero que le desobedeciese, y quiso formarlos en fila, diciendo que los cargadores serían los últimos que salieran, después de colocar, como siempre, a sus compañeros en las vagonetas. Pero nadie le escuchaba; dos veces tuvo que impedir que Pierron, pálido de espanto y aturdido, se subiera, como intentaba, al ascensor. A cada viaje tenía que rechazarle de allí a puñetazo limpio.

Más poco a poco el pánico lo fue ganando a él también; un minuto más, y estaba perdido. Allí arriba se destrozaba todo; el maderamen crujía con estruendo sin igual; la boca del pozo era una terrible catarata. Estaban subiendo algunos obreros, cuando él, sin poderse dominar más, precipitóse a una de las jaulas del ascensor, sin oponerse ya a que Pierron hiciese otro tanto. La jaula empezó a subir.

En aquel momento la cuadrilla a que pertenecían Esteban y Chaval llegaba al pozo. Vieron desaparecer la jaula, y se precipitaron a ella; pero retrocedieron enseguida, huyendo del destrozo final del maderamen. El pozo estaba cegado; el ascensor no volvería a bajar más. Catalina gemía, Chaval se desgañitaba profiriendo improperios y juramentos. Estaban allí unos veinte hombres. ¿Los abandonarían así los canallas de sus jefes? El tío Mouque, que volvía llevando a Batallador de la rienda, se quedó estupefacto, con los ojos desmesuradamente abiertos, ante los rápidos y terribles progresos de la inundación. El agua les llegaba al pecho. Esteban, con los dientes apretados, sin decir palabra, cogió a Catalina en brazos. Y todos bramaban, contemplando tercamente, con verdadera terquedad de imbéciles aquel pozo por donde caía todo un río, y por donde ya era inútil esperar ninguna clase de auxilio.

Cuando Dansaert llegó arriba, vio a Négrel, el cual acudía presuroso en aquel instante. Toda la mañana la señora Hennebeau le había tenido entretenido mirando varios catálogos, a fin de elegir las cosas que había de comprar para su boda; por esto se había retrasado; eran las diez. —¡Eh!, ¿qué pasa? —gritó desde lejos.

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