Gothika (12 page)

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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
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Alejo llevaba unos simples vaqueros, una camisa blanca y un jersey verde.

—¿Por qué no? ¿Qué le ocurre a mi ropa?

—Porque me da vergüenza. Me ha costado lo mío ser aceptado en esos ambientes para que alguien como tú venga a arruinar mi reputación.

—Pues sí que sois abiertos y permisivos tú y tus amiguitos góticos.

Sólo llevaba un par de días en casa de Alejo y resultaba evidente que Darío no se sentía nada cómodo con su nuevo alojamiento.

Se había armado de valor para pedirle prestado dinero a su hermana. Estaba desesperado. ¿Qué iba a hacer sin trabajo y sin fuente alguna de ingresos? Sin embargo, cuando vio su cara entristecida supo que algo iba mal y se abstuvo de pedirle nada.

—¿Qué ocurre? —preguntó sentándose a su lado en el sofá.

—Ha llamado papá.

—¿Y qué ha pasado para que estés así? Yo no le dije que iba a venir aquí. No puede saberlo.

—Ya lo sé. Pero no es tonto y se lo huele. Mañana vendrán mamá y él a cenar.

—¿A qué hora? Me marcho y punto. Ya veré dónde me meto, no te preocupes.

—No es sólo por eso. Tarde o temprano se van a enterar de que estás viviendo aquí.

—Y no quieres problemas, ¿es eso?

—En parte sí. Ya sabes que no me gusta andar con mentiras, y menos a ellos.

—No quiero meterte en un marrón. Me voy y se acabó —dijo Darío levantándose del sofá.

—¡Espera! ¡No seas así! —exclamó Silvia agarrándole de la manga de la camisa—. Siéntate un momento.

Darío obedeció.

—Hay algo más. Se me ha ocurrido una idea. Bueno, en realidad, no ha sido a mí, sino a Alejo.

—Si ha sido a Alejo, sólo puede ser alguna gilipollez. Ya sé que no debo meterme donde nadie me llama, pero aprovecho para decirte que tu novio no me gusta un pelo.

—Ya me he dado cuenta, pero tú no lo conoces. Cuando lo hagas, estoy segura de que cambiarás de opinión.

—No tengo intención de conocerlo, aunque si le veo le saludaré por deferencia hacia ti.

Silvia encendió un cigarrillo, aspiró y echó el humo hacia un lado para no molestar a su hermano.

—Pues que sepas que se ha ofrecido para cederte su casa el tiempo que haga falta. Y, la verdad, sería una buena solución para todos. Así no tendríamos que andarnos con mentiras. Además, vive bastante cerca. Podríamos vernos a menudo.

Darío se quedó de piedra.

—Pues no lo entiendo. Se nota que tampoco él me aguanta.

—Puede que al principio fuera así, pero ha cambiado de opinión.

—Querrá ganar puntos delante de ti.

—No es por eso por lo que lo hace. En realidad, quiere hacer un trato contigo.

—¿Un trato?

—Él te hace un hueco en su casa y tú le llevas a conocer esos ambientes que frecuentas.

—¿Cómo? ¿Y para qué carajo quiere venir conmigo?

—Te dije que Alejo escribía, ¿verdad? Pues bien, cuando discutisteis sobre lo de los vampiros se le ocurrió una idea para una futura novela. Por eso quiere que le enseñes ese ambiente tan «alegre» que, inexplicablemente, tanto te apasiona.

—¿Ves? Ya sabía que iba a ser alguna gilipollez.

—No me parece mal trato.

—¡Ni de coña!

—¿Pero por qué?

—Lo primero es que un tío como él, en ese tipo de locales, iba a dar el cante que te cagas y lo segundo es que paso de rollos raros.

—No seas tonto, Dari —dijo en tono cariñoso—. ¿Qué tiene de malo que salgáis juntos unas cuantas noches? Charláis, os tomáis una copita, le presentas a gente de ese mundillo. En fin, lo mismo que harías si el primo Carlos viniera a Madrid.

—Que no, que no tiene ni punto de comparación. Paso de esa movida.

Pero al final Darío se dejó convencer.

—¿Sólo traes esa maleta? —le preguntó Alejo al abrir la puerta.

Silvia y su hermano se habían presentado sin avisar y su casa estaba desordenada.

—Sí. Cuando me fui no pude llevarme nada más —musitó Darío aún impactado por la decisión que acababa de tomar. «¿Cómo es posible que me haya dejado liar?»

—Cariño, ¡cómo tienes la casa! Parece una leonera —intervino Silvia.

—Lo sé, lo sé —contestó Alejo mientras quitaba de en medio unos calcetines sucios que en algún momento había abandonado sobre el sofá—. Tienes razón. Si hubiera sabido que ibais a venir, la habría recogido.

Junto a una mesa llena de papeles se podía ver un ordenador portátil, unas gafas, una libreta de notas y varias tazas de café vacías.

—¿Estabas trabajando en el libro de cocina?

Nunca le había visto emprender un proyecto con tanta desgana como aquel encargo. Por eso, al ver la pantalla del ordenador encendida sintió cierta satisfacción.

—¿No era sobre vampiros? —inquirió Darío extrañado.

Alejo se acercó a la mesa y cerró la tapa del ordenador de golpe.

—Sí. Pero antes tiene que acabar otro sobre cocina —se apresuró a contestar Silvia.

Alejo no quería que su novia viese lo que había estado haciendo en realidad. Para acceder a convencer a su hermano, le había puesto como condición que acabase el encargo de Montalvo. ¿Cómo iba a decirle que todavía no había escrito una sola línea?

Decidió cambiar de tema.

—Sólo te pondré una norma —explicó Alejo dirigiéndose a Darío—: limpia lo que manches.

Antes de marcharse, Silvia le dio algún dinero a su hermano. No podía quedarse, tenía que irse a casa para atender a sus padres.

Y ahí estaban los dos, Darío y Alejo, frente a frente.

—No quiero que te lleves una falsa impresión —comentó Darío rompiendo el hielo—. Me caes como una patada en los huevos.

—Me parece estupendo. El sentimiento es recíproco.

—Bien.

—Vale.

Después de aquella «profunda» conversación, el escritor condujo a su huésped hasta un pequeño cuarto en el que habitualmente guardaba sus libros y algunos papeles. Luego, cenaron en silencio salchichas con patatas fritas congeladas y, acabada la cena, el joven gótico se retiró a leer. Alejo miró de soslayo el título del libro que Darío llevaba en sus manos:
Los monstruos de la noche.

—Tendrás que prestármelo, ¿eh?

Darío no contestó; se limitó a asentir con la cabeza mientras desaparecía por el pasillo. Después, se metió en su nueva habitación y cerró la puerta para tener algo de intimidad. Desde que abandonara la casa de sus padres se le había olvidado lo que era eso.

Alejo permaneció en la sala de estar leyendo y tomando algunas notas. Pensó que aquel plan no iba a resultar sencillo. Si deseaba que Darío se abriese y le contase las cosas que quería saber, tendría que ganarse su confianza. Pero no imaginaba cómo podría conseguirlo.

16

Pasaban pocos minutos de las nueve de la mañana cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta de la casa. De él descendieron Pedro y Patrocinio. Esta última llevaba una cesta, tal como le había prometido a Analisa, con pan recién hecho, queso de oveja y una jarra de leche para el desayuno.

Como de costumbre, la doncella abrió la puerta con su llave y se dirigió a la cocina. Pedro la seguía unos pasos por detrás.

—¡Señorita, señorita —gritó la doncella—, ya estamos aquí!

No hubo contestación.

La casa estaba silenciosa y tranquila.

El cochero y la doncella se miraron extrañados.

—¿Se habrá quedado dormida? —se atrevió a preguntar Pedro.

—Quién sabe.

Decidieron esperar en la cocina a que la joven diera señales de vida. No era apropiado que el servicio entrara a su alcoba para despertarla. Por tanto, Patro se colocó el delantal y empezó a calentar la leche. Por su parte, Pedro se sentó en una silla junto al mostrador y se preparó un tentempié. Primero partió con su navaja una rebanada de pan y, después, un gran trozo de queso. Mientras comía, intercalaba los bocados con tragos largos de vino de una bota que siempre llevaba consigo. El frío era traicionero por aquellas fechas y le vendría bien para el viaje. Pero el tiempo transcurría y la señorita no se presentaba. Ya eran casi las diez y Pedro había empezado a impacientarse.

—¡Tantas prisas, tantas prisas y ya son casi las diez!

—En esta casa son así. Un día dicen una cosa y al siguiente hacen lo contrario.

—Los señores son todos iguales. A más alcurnia, menos consideración —criticó el cochero.

—¡Digo! ¡Pero aquí se llevan la palma! Nunca había trabajado para nadie tan extraño como la señora, que duerme de día y supongo yo que vivirá de noche.

—Pues a mí la señorita no me parece mala gente —comentó el cochero profiriendo un sonoro eructo después de engullir su desayuno—. Y digo yo, ¿no le habrá ocurrido algo? Ayer no tenía buena cara y, hasta donde sé, tuvo un vahído en el pueblo.

—Mala cara sí tenía, sí.

—¿Y por qué no vas a ver?

—¿Yo? ¡Estás loco si crees que voy a asomarme a su habitación!

—¿Y qué? ¿Vamos a esperarla aquí toda la mañana? Si está indispuesta no voy a perder todo el día.

—Pues si está indispuesta que llame, que para eso tiene la campanilla —sentenció Patro.

—Creo que deberías asomarte y picar a su puerta.

—¡Te digo que yo no voy!

—Iría yo mismo, pero la señorita podría molestarse. ¡Anda, ve! Sólo te acercas y llamas a la puerta, a ver si contesta.

Fue, aunque maldiciendo entre dientes.

Pasado un rato, Patro regresó con cara de preocupación.

—¡No contesta! ¿Qué hacemos?

—¿Has picado bien? A ver si no te ha oído.

—¡Que sí! Que tiene que haberme oído por fuerza.

—¿Y no has entrado?

—¿Yo? ¡Válgame Dios! Ahí no entro ni aunque me paguen el doble. Me da miedo. Desde que hemos llegado tengo esa misma cosa que se me puso en las tripas el día que apareció el cadáver de la Felisa. ¡Mira que si la señorita está muerta también!

—¡Qué va a estar muerta! ¡No seas ceniza! Alguien tendrá que entrar, digo yo.

—Pues vamos los dos —dijo Patro con un hilo de voz.

La mujer estaba realmente asustada.

Frente a la habitación de Analisa, volvieron a llamar con insistencia.

—Señorita, ¿se encuentra bien? —gritó Pedro.

Silencio.

—¡Señorita, por favor, si puede oírnos, abra la puerta!

Más silencio.

—Abre la puerta, Patro. Aquí ocurre algo raro.

—Abre tú, que a mí me da no sé qué.

No deseaba hacerlo, pero no le quedó más remedio. Pedro giró el picaporte y abrió la puerta con precaución. No sabía qué podrían encontrarse al otro lado. Aunque no quería que Patro lo notara, también él se sentía inquieto. Estaba convencido de que algo muy desagradable les aguardaba. Y no se equivocaba. Analisa estaba tendida en su cama... muerta. Tenía los ojos abiertos, el cabello revuelto y la garganta destrozada. Sobre su cuello se dibujaban dos heridas punzantes cubiertas de sangre coagulada. Sobre las sábanas había algunos pelos de color parduzco, cortos y fuertes, como los de un animal. No cabía duda de que había sido atacada por alguien o por algo. De sus labios manaba un hilo de sangre seca.

—¡Lo sabía! Sabía que iba a pasar algo malo. ¡Ha sido el mismo demonio! —gritó Patro.

Aquello fue demasiado para la doncella, que no halló mejor defensa que el desmayo. Como atraída por un imán, se precipitó contra el suelo sin que Pedro pudiera hacer nada por evitarlo. El cochero se encontró entonces solo ante una terrible papeleta. ¿A quién debía atender? ¿Al vivo o al muerto? Pensó que, por desgracia, poco o nada podía hacer por la joven que estaba sobre la cama, así que se dedicó a abanicar a la doncella con su sombrero. De pronto, reparó en la existencia de la señora de la casa: doña Emersinda. ¿Dónde estaría? ¿Tendría conocimiento de la extraña muerte de su sobrina?

Por fortuna para Pedro, Patrocinio no tardó en volver en sí. Cuando la doncella abrió los ojos y recordó el panorama que la había llevado a perder la consciencia, estuvo tentada de volver a desmayarse. Pero el cochero no se lo permitió. Notó que éste le daba un par de suaves bofetadas para impedir un nuevo desvanecimiento.

Una vez que Patro se hubo recuperado, los sirvientes decidieron que lo mejor sería ir a buscar a la señora. Al principio, Patro no fue partidaria. Decía que la señora era muy rara y que desde el principio de empezar a servir doña Emersinda había dejado muy claro que no debía ser molestada por la mañana. Por este motivo siempre encontró dificultades para llevar a cabo la limpieza de su habitación. Luego terminó por acostumbrarse y hasta daba gracias a Dios por no tener que cruzarse con ella a diario.

Se sorprendió mucho el día en que la señorita Analisa llegó y más lo hizo todavía cuando descubrió que la joven no se asemejaba en nada a su tía. De hecho, la recién llegada parecía saber aún menos sobre su tía que la propia doncella. De otro modo, no se explicaba cómo había accedido a venir a aquel lugar tan lejano de su residencia en Madrid sólo para cuidar de una mujer tan misteriosa como intratable.

En otros tiempos doña Emersinda era bien distinta. En el pueblo todavía se recordaba cómo hacía muchos años la señora había sido una mujer caritativa, sociable y bondadosa. Sin embargo, su carácter cambió de manera radical, sin que nadie en la zona pudiera explicarse los motivos, y aquellos años en los que doña Emersinda parecía feliz y cercana pasaron a la historia. En la actualidad, la gente murmuraba sobre sus extravagantes costumbres y sobre todo acerca de las extrañas muertes relacionadas, de algún modo, con su casa o con ella misma.

Su elevada posición socioeconómica le había permitido permanecer impune sin que nadie se atreviese a realizar una investigación que sirviera para aclarar si existía una relación directa entre la muerte de sus doncellas y doña Emersinda. A fin de cuentas, todas habían trabajado para ella y, sin embargo, la enigmática mujer ni siquiera había sido interrogada al respecto. Tal vez era cierto aquel dicho que afirmaba que el dinero es capaz de taparlo todo. Pero ahora era innegable que existía una razón más que poderosa para que alguien se aventurara a pedirle cuentas. Su sobrina había sido brutalmente asesinada y ella no podía quedar al margen de lo sucedido como en otras ocasiones.

No obstante, cuando, después de haber llamado a su puerta sin obtener respuesta, Pedro reunió las fuerzas necesarias para penetrar en la alcoba de la señora, descubrió que ella también estaba muerta. Pero, en su caso no encontraron signos visibles de que se hubiera producido una muerte violenta.

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