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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (27 page)

BOOK: Graceling
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Una noche, sentados junto al fuego y guarecidos de la lluvia bajo la cubierta de ramas que Katsa había preparado, ella le pidió que le enseñara los anillos. Po puso las manos encima de las de Katsa, que los contó: seis anillos de oro, lisos y de distinto grosor, en la mano derecha; y en la izquierda, uno liso de oro; una sortija fina con una piedra gris engastada en el centro, alrededor de todo el aro; otra ancha y maciza con una gema blanca, brillante y puntiaguda que debía de ser con la que la había arañado aquella noche, junto al campo de tiro con arco; y otro anillo de oro, liso como el primero, pero grabado alrededor con un motivo que Katsa identificó como el de las señales que Po llevaba en los brazos. Fue esa joya la que le hizo pensar si los anillos tendrían algún significado.

—Sí, así es —afirmó él—. Cada anillo que lleva puesto un lenita significa algo. Este del dibujo grabado es el anillo propio del séptimo hijo del rey; el anillo de mi castillo y de mi principado. Mi herencia.

¿Tus hermanos tienen un anillo diferente y marcas en los brazos distintas de las tuyas?

—En efecto. Katsa jugueteó con el anillo grande y macizo de la gema blanca punzante.

Éste es el anillo de un rey.

—Sí, es por mi padre. Y éste —indicó el pequeño con la línea gris que se extendía por toda la parte central— por mi madre; y el liso es por mi abuelo.

¿No fue rey nunca?

—No, verás... El rey fue su hermano mayor, y cuando éste murió, él habría subido al trono de haberlo querido, pero su hijo (mi padre) era joven, fuerte y ambicioso. Y como mi abuelo era mayor y no gozaba de buena salud, no tuvo inconveniente en abdicar en favor de su hijo.

¿Y qué me dices de la madre de tu padre y de los padres de tu madre? ¿Llevas anillos por ellos?

—No; están muertos. No llegué a conocerlos.

Katsa le asió la mano derecha y continuó formulando preguntas:

¿Y éstos? Te faltan dedos para los anillos de esta mano.

—Éstos son por mis hermanos, uno por cada uno de ellos. El más grueso es por el mayor y el más fino, por el más joven de los seis.

¿Significa eso que todos tus hermanos llevan un anillo más fino incluso por ti?

—Eso es, y mi madre y mi abuelo también lo llevan, así como mi padre.

¿Y el tuyo es el más pequeño porque eres el benjamín?

—Es la tradición, Katsa. Pero el anillo que llevan por mí es distinto a los demás; tiene engastadas dos piedras semipreciosas pequeñas: una venturina dorada y otra piedra plateada.

Igual que tus ojos.

—Sí.

¿Un anillo especial que recuerda tu don?

—Los lenitas honran a los que han sido tocados por la gracia.

Bien, pues, era toda una novedad para ella. Katsa no sabía que alguien honrara a los dotados por la gracia.

¿No llevas anillos por las esposas de tus hermanos o por sus hijos?

—No, afortunadamente. Pero llevaré uno por mi esposa y, si tengo hijos, me pondré uno por cada uno de ellos. Mi madre tiene cuatro hermanos, cuatro hermanas, siete hijos, padres y esposo. Lleva diecinueve anillos.

Eso es absurdo. No podrá utilizar los dedos.

—Yo no tengo ninguna dificultad para usar los míos —contestó Po, y, llevándose las manos de Katsa a los labios, le besó los nudillos.

A mí no me pillarías con tantos anillos.

Po se echó a reír, le volvió las manos y le besó las palmas y las muñecas.

—A ti no te pillaría haciendo nada que no quisieras hacer.

He ahí en lo que se estaba convirtiendo rápidamente uno de los aspectos que más le gustaban de la gracia del lenita: se enteraba, sin que tuviera que decírselo, de lo que sí quería hacer ella. Po se arrodilló a su lado con una sonrisa que parecía anunciar una travesura. Le acarició el costado y después la estrechó contra él mientras le rozaba el cuello con los labios. Katsa se quedó sin aliento, olvidó la réplica que había estado a punto de articular y disfrutó del frío dorado de los anillos de Po en la cara, en el cuerpo y en todas las partes en las que la tocó.

* * *

—Crees que es el propio Leck quien hace esos cortes a los animales, ¿verdad? —le preguntó Katsa un día mientras cabalgaban.

Po se giró hacia atrás para mirarla, y repuso:

—Sé que es una acusación detestable, pero sí, es lo que creo. Y también cavilo sobre la enfermedad a la que se refirió aquel hombre.

—Sospechas que está exterminando personas. —Po se encogió de hombros y no contestó—. ¿Tú crees que la reina Cinérea se habrá encerrado en sus aposentos para no estar con él, porque se ha imaginado que es un graceling?

—Eso mismo me he preguntado yo.

—Pero ¿cómo se lo pudo imaginar? ¿No tendría que estar sometida por completo a su embrujo?

—No tengo la menor idea. A lo mejor Leck abusó en exceso de su don, y ella tuvo un momento de lucidez. —Levantó una rama que se interponía en su camino y pasó por debajo—. Quizá su gracia tiene un límite.

O quizá no había ninguna gracia. A lo mejor sólo era una idea ridícula que se les había ocurrido en un intento desesperado de explicar lo inexplicable.

Pero murieron los reyes y nadie alzó la voz para protestar.

Y un rey secuestró a un anciano príncipe y nadie sospechó de él.

Un rey tuerto.

Era una gracia. Y si no lo era, con seguridad se trataba de algo sobrenatural.

Como el camino se hizo más angosto y lo invadía la maleza, iban más rato a pie que a caballo. Todos los árboles, de hojas anaranjadas, amarillas, rojizas, púrpuras y ocres, parecían cambiar de color al mismo tiempo. Sólo faltaban un par de días para llegar a la posada en la que dejarían los caballos y, a continuación, iniciarían el empinado ascenso a las montañas, con sus pertenencias cargadas a la espalda. Po dijo que encontrarían nieve, pero muy pocos viajeros. Así pues, tendrían que ir con cuidado y estar atentos a las tormentas.

—Pero no estás preocupada, ¿verdad, Katsa?

—No... no mucho.

—Porque tú nunca tienes frío, eres capaz de tumbar a un oso sólo con las manos y, además, encender una lumbre en mitad de una ventisca utilizando carámbanos en vez de leña.

No pensaba reírle la gracia, pero no logró evitar una sonrisa. Habían acampado para pasar la noche, y Katsa estaba pescando; siempre que pescaba, Po le tomaba el pelo porque no lo hacía con sedal, como habría sido lo lógico, sino que se quitaba las botas, se remangaba el pantalón y se metía en el agua; entonces atrapaba cualquier pez que se pusiera a su alcance y se lo lanzaba a Po, que sentándose en la orilla se reiría de ella al tiempo que destripaba y descamaba la cena.

—Hay pocas personas con las manos más veloces que un pez en el agua —comentó él. Katsa atrapó un destello rosáceo plateado que le pasó, centelleante, entre los tobillos, y después le arrojó el pescado a Po.

—Tampoco hay muchas personas que sepan que un caballo tiene clavada una piedra en el casco, aunque el animal no de señales de ello. Puede que yo sea capaz de matar lo que necesito para comer con la misma facilidad con que mato hombres, pero al menos no me pongo a charlar con los caballos.

—Yo no charlo con los caballos. Pero he empezado a captar si quieren que nos detengamos. Y una vez que lo hemos hecho, suele ser muy sencillo descubrir si les sucede algo.

—Bueno, en cualquier caso, me parece que no estás en condiciones de que te extrañe la singularidad de mi gracia.

Po se reclinó apoyándose en los codos, y replicó:

—Tu gracia no me parece rara, pero sí creo que no es lo que tú piensas que es.

Katsa atrapó una forma oscura que se movía como un rayo en el agua y también se la arrojó.

—¿Qué es, entonces?

—Bueno, eso no lo sé, pero una habilidad extraordinaria para matar no representa todo lo que eres capaz de hacer. Por ejemplo, el hecho de no cansarte nunca, ni tener frío, ni hambre.

—Me canso.

—Hay más cosas, como tu facilidad innata para prender fuego en medio de un aguacero.

—Lo que ocurre es que tengo más paciencia que otros.

—Sí, claro —resopló Po—. La paciencia me ha parecido siempre una de tus cualidades más sobresalientes.

Esquivó el pescado que iba derecho contra su cabeza y volvió a sentarse sin parar de reír.

—Los ojos te resplandecen, ahí de pie en el agua, mientras el sol se pone delante de ti —dijo—. Eres preciosa.

Déjalo
, pensó.

—Y tú eres tonto —añadió en voz alta.

—Sal de ahí, gata montesa. Tenemos pescados de sobra.

Katsa vadeó hasta la orilla. Po la esperaba al borde del agua, la aupó en volandas y la soltó en el musgo. Recogieron la pesca y se acercaron a la lumbre.

—Me canso —repitió la joven—. Y siento frío y hambre.

—Si tú lo dices, de acuerdo. Pero compárate con otras personas.

Compararse con otras personas. Katsa se sentó y se secó los pies.

—¿Vamos a practicar hoy? —le preguntó Po.

Katsa asintió con la cabeza, distraída.

Po colocó los pescados encima de la lumbre y se lavó las manos mientras canturreaba y le echaba miradas centelleantes a Katsa, desde el otro lado del fuego. Ella se había quedado sentada, cavilando sobre sus conclusiones al compararse con otras personas.

Sentía frío; a veces. Pero no la afectaba tanto como a los demás. Y a veces también tenía hambre, pero podía aguantar mucho tiempo con poca comida, aparte de que el hambre no la debilitaba. No recordaba haber sentido auténtica debilidad por ningún motivo, nunca. Como tampoco se acordaba de haber estado enferma jamás. Repasó sus recuerdos y constató su primera impresión: ni siquiera había tosido alguna vez.

Se quedó contemplando las llamas. Se daba cuenta de que esas cosas se salían de lo normal. Pero había algo más.

Porque luchaba, cabalgaba, corría y se caía, pero rara vez le salían moretones o se arañaba; nunca se había roto un hueso, ni tenía dolores, como les pasaba a otras personas, ni siquiera cuando Po la golpeaba fuerte; era un dolor fácil de aguantar. Para ser sincera, tenía que admitir que no entendía muy bien a qué se refería la gente cuando se quejaba de dolor.

No se cansaba, como los demás, ni necesitaba dormir mucho tiempo; en realidad la mayoría de las noches tenía que esforzarse en conciliar el sueño, pero sólo porque sabía que debía descansar.

—Oye, Po, ¿tú puedes inducirte el sueño?

—¿Qué quieres decir?

—Que si al acostarte eres capaz de quedarte dormido en el momento que lo desees, de forma instantánea.

—No. Es la primera vez que oigo una suposición semejante. Po la escudriñó.

—Mmmm...

Él siguió observándola un poco más y, al parecer, decidió que era mejor dejarlo correr. Katsa apenas reparó en él. Nunca se le había pasado por la cabeza que el control que poseía sobre su sueño fuera inusual. Y no se trataba solamente de que pudiera obligarse a dormir, sino que era capaz de inducirse a dormir un rato determinado. Además, cada vez que se despertaba sabía siempre qué hora era. En cualquier momento del día, de hecho, lo sabía. Igual que siempre conocía con exactitud dónde se hallaba y hacia qué dirección miraba.

—¿Dónde está el norte? —le preguntó a Po.

Él alzó la vista otra vez, examinó la luz y señaló en una dirección que era más o menos al norte, pero no con exactitud. ¿Por qué lo sabía ella con tanta seguridad?

Jamás se extraviaba; nunca tuvo dificultades para encender un fuego o preparar un cobijo; cazaba con increíble facilidad, y veía y oía mucho mejor que cualquier persona que conocía.

Se puso de pie con brusquedad, salvó el tramo que había hasta la charca y se quedó contemplando el agua sin verla en realidad.

Las necesidades físicas que limitaban a otras personas no contaban para ella, del mismo modo que no la afectaban aquellas realidades que hacían sufrir a los demás. Por otra parte, sabía de forma instintiva cómo sobrevivir y progresar en cualquier lugar agreste y despoblado. Y tenía capacidad para matar a cualquiera al menor amago de amenaza para su vida. Katsa se sentó de golpe, dejándose caer.

¿Podría ser la supervivencia su gracia?

Pero en cuanto se formuló la pregunta, lo negó. No era más que una asesina; siempre lo había sido, sin más. Mató a un primo lejano delante de toda la corte de Randa, a un hombre que en realidad no le habría hecho daño. Lo asesinó sin pensar, sin vacilar, igual que estuvo a punto de matar a su tío.

Pero no lo hizo. Y, en cambio, halló la forma de evitarlo y de seguir con vida.

Y tampoco mató a aquel primo a propósito. En aquel entonces sólo era una niña, con la gracia sin formarse. No lo golpeó con la intención de acabar con su vida, sino para protegerse, para que no la tocara. Había olvidado ese detalle, en algún momento, cuando la gente de la corte empezó a esquivarla y Randa la utilizó para sus propósitos llamándola su «pequeña asesina».

Su gracia no era matar. Su gracia era la supervivencia.

Entonces rompió a reír porque era casi como decir que su gracia equivalía a vida; y, por supuesto, eso era ridículo. Se puso de pie otra vez y regresó hacia la lumbre. Po la observó mientras se acercaba. No le preguntó qué pensaba, no se inmiscuyó; esperaría hasta que ella quisiera contárselo. Katsa se percató de que la observaba desde donde se hallaba; era evidente que sentía curiosidad.

—Me he estado comparando con otras personas —explicó.

—Entiendo —se limitó a responder él, con pies de plomo.

Katsa le quitó la piel a uno de los pescados cocinados, y cortó un trozo. Se lo comió mientras reflexionaba.

—Oye, Po, si te dijera que mi gracia no fuera matar, sino la supervivencia... —Él enarcó las cejas, como invitándola a continuar—. ¿Te sorprendería?

—No. —Hizo una mueca—. Me parece mucho más razonable.

—Pero... Sería como decir que mi gracia es vida.

—Sí.

—Es absurdo.

—¿Tú crees? A mí no me lo parece. Has salvado muchas vidas con tu gracia.

—No tantas como he lastimado —adujo.

—Puede ser, pero dispones de toda la vida para inclinar la balanza. Vivirás mucho tiempo.

Ah, así que dedicaría lo que le quedaba de vida a inclinar la balanza... Katsa separó la carne laminada de la espina de otro pescado, la cortó y se la comió sin que se le borrara la sonrisa que le había causado su conclusión.

Capítulo 22

L
os árboles se replegaron súbitamente y las montañas surgieron ante ellos de golpe; y con las montañas, la población en la que dejarían los caballos. En aquel lugar los edificios eran de piedra o construidos con la dura madera emeridia, pero fue el telón de fondo de la villa lo que dejó a Katsa sin aliento. Conocía las colinas de Elestia, pero nunca había visto montañas ni contemplado árboles plateados que ascendían hacia el cielo —rectos como flechas—, ni rocas nevadas que llegaban aún más arriba formando picos increíblemente altos que brillaban con tonos dorados bajo el sol.

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