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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Gringo viejo (17 page)

BOOK: Gringo viejo
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—¿No entiendes? Yo quiero morir. Por eso vine aquí. A que me mataran.

Acurrucada en el pecho del viejo, Hamet olió la fresca loción de la camisa; levantó una mano cariñosa y acarició las mejillas limpias, flacas, recién afeitadas del viejo, libre al fin de las acostumbradas cerdas blancas. Era un viejo bien parecido. Le dio miedo, en seguida, saberlo limpio, rasurado, perfumado, como preparándose para una gran ceremonia. Pero los distrajo el barullo lejano del pueblo, Arroyo hablándole a la gente, moviéndose rápido y autoritario entre su pueblo; los gringos lo vieron de lejos pero lo vieron de cerca, cruel y tierno, justo e injusto, vigilante y laxo, resentido y seguro de sí, activo y holgazán, modesto y arrogante: un indolatino cabal. Lo vieron mientras ellos se abrazaban y olfateaban y engañaban recortados contra el sol poniente, lejos de las ciudades y los ríos que fueron suyos, avasallados por el sentido de la revelación que a veces se aparece, "como la cara de Dios en el desierto", dos o tres veces en la vida.

El viejo le decía rápidamente al oído:

—Yo no me mataré nunca a mí mismo, porque así murió mi hijo y no quiero repetir su dolor.

Le dijo que no tenía derecho de quejarse, mucho menos de pedir compasión ahora que la desgracia le había caído encima. No tenía derecho porque él se había burlado de la infelicidad de todos; él se había pasado la vida acusando a la gente de ser infeliz. El había rodeado a su familia de odios ajenos a ella.

—Quizás mis hijos fueron la prueba de que no odié al universo. Pero de todas maneras ellos me odiaron.

La mujer le escuchó pero sólo le dijo que valía la pena vivir y que ella se lo iba a demostrar; había una niñita en el pueblo, una niñita de dos años… Pero el gringo viejo empezó a apartarla de sí diciéndole que ya lo sabía, desde que entró a México sus sentidos habían despertado; sintió al cruzar las montañas y el desierto que podía oír y oler y gustar y ver como nunca antes, como si fuera otra vez muy joven, mejor que cuando era joven —sonrió— cuando la inexperiencia del mundo le impedía hacer comparaciones y ahora se sentía liberado de las sucias jefaturas de redacción y los salones de quinqué amarillento y los barecitos apestosos donde su hijo murió y su vida había estado encarcelada mientras todos los muertos de California levantaban los vasitos de whiskey brindando por el próximo terremoto y por la próxima desaparición de El Dorado en el mar, para siempre y para fortuna de la humanidad: liberado de Hearst, liberado de los jóvenes parricidas que fatalmente asedian a un escritor famoso como los buitres del campo mexicano y dejando para quienes lo admiraron no el recuerdo de un anciano decrépito, sino la sospecha de un jinete en el aire; "Quiero ser un cadáver bien parecido".

Los ojos azules le chispearon.

—Ser un gringo en México… eso es eutanasia.

Ahora aquí, rodeado de las montañas cobrizas y la tarde reverberante y translúcida y los olores de tortillas y chile y las guitarras lejanas mientras Arroyo era tragado por la jaula de espejos de su salón preservado de la extinción, él podía escuchar y gustar y oler casi sobrenaturalmente, como el ahorcado del puente de las lechuzas que en el instante de su muerte pudo al fin percibir las venas de cada hoja, más: a los insectos en cada hoja, más: los colores prismáticos de cada gota de rocío sobre un millón de hojas de hierba.

Su conciencia errante, cercana a la unidad final, le dijo que ésta era la gran compensación por los amores perdidos porque mereció perderlos; México, en cambio, le había dado la compensación de una vida: la vida de los sentidos despertada de su letargo por la cercanía de la muerte, la dignidad de la naturaleza como la última alegría de la vida: ¿iba ella a corromper todo esto con el ofrecimiento de un cuerpo que anoche le perteneció a Arroyo?

—Tuve una vanidad final —sonrió el gringo viejo—. Quería que la muerte me la diera el propio Pancho Villa.

Esto es lo que quise decir cuando escribí una carta de despedida a una amiga poeta diciéndole: no me volverás a ver; quizás termine hecho trizas ante un paredón mexicano. Es mejor que caerse por la escalera. Ruega por mí, amiga.

Se quedó mirando a los ojos grises de Harriet. Dejó que el minuto se desenvolviera en silencio, gravemente, para que los dos se sintieran con plenitud.

—Tengo miedo de enamorarme de ti —le dijo como si nunca hubiera dicho otra cosa en su vida. Ella había sido la respuesta final al loco sueño del artista con la conciencia dividida. Ella había visto los libros en la petaca abierta. Ella sabía que él vino a leer el Quijote pero no que lo quiso leer antes de morirse. Ella vio los papeles borroneados y los lápices rotos. Ella quizá sabía que nada es visto hasta que el escritor lo nombra. El lenguaje permite ver. Sin la palabra todos somos ciegos: besó a la mujer, la besó como amante, como hombre, no con la sensualidad de Arroyo, pero con una codicia compartida:

—¿No sabes que quise salvarte para salvar a mi propio padre de una segunda muerte? —dijo ella con la urgencia entrecortada de su propia revelación—, ¿no sabes que con Arroyo pude ser como mi padre, libre y sensual, pero contigo tengo un padre, no lo sabes?

Sí, dijo él, sí, como ella le dijo a Arroyo cuando Arroyo la hizo sentirse puta y a ella le encantó ser lo que despreciaba. Trató de apartarla de si, sólo para asegurarse de que había lágrimas en esos lindos ojos grises pero volvió a apretarla y cegarla para que él pudiera decir lo que tenía que decir ahora que creía saberlo todo y saberlo todo era saber que le faltaba saberlo todo: ella había cambiado para siempre, eso le decía el abrazo, el calor, la proximidad de esta linda mujer que pudo ser su mujer o su hija pero no fue nada de eso, sino que fue ella misma, por fin: él había sido el testigo privilegiado del momento en que un individuo, hombre o mujer, cambia para siempre, se agarra fatalmente al instante para el cual nació y luego lo deja ir, ya sin ambición, aunque con tristeza: ella había cambiado para siempre; su hija cambió entre los brazos y entre las piernas de su hijo, y nada inventado por él, ninguna burla, ninguna denuncia, ningún diccionario del diablo, pudo impedirlo. Sólo le quedaba aceptar el cambio de Harriet en el amor violento de Arroyo y exigirle algo a ella, en nombre del amor que no pudo ser, el amor entre el viejo que se disponía a morir y la joven que dejaba de serlo:

—Ahora dime tú la verdad, por lo que más quieras, no me dejes irme sin escuchar un secreto.

(Se sienta sola y recuerda. Mi amante. Mi hija.)

—No. Mi padre no murió ni se perdió en combate. Se aburrió de nosotras y se quedó a vivir con una negra en Cuba. Pero nosotras lo dimos por muerto y cobramos la pensión para vivir. A mí me escribió en secreto, para que entendiera. ¿Qué iba a entender, si lo que me hacía falta era sentir? El no lo dijo, pero lo matamos nosotras, mi madre y yo, para sobrevivir. Lo peor es que yo nunca supe si ella sabía lo mismo que yo o si cobraba el cheque mensual de buena fe. Te digo que no quería entender; quería sentir.

Sacar a la luz el alma de la piel y el tacto y el movimiento y hacerlos uno. Nadie la entendió. ¿La entendía él? El viejo asintió. Ella le juró que aunque sabía quién era él, nunca lo revelaría. Esa sería su manera de amarlo de ahora en adelante.

—Olvidaré tu nombre verdadero.

—Gracias —dijo simplemente el gringo viejo y añadió que lamentaba que ella hubiera venido a ofrecer vida y en cambio se quedara a atestiguar muerte.

—Quieres decir que vine a dar lecciones y en cambio voy a recibirlas —dijo ella secándose los ojos y las narices con su manga abombada, caminando otra vez el gringo viejo y ella siguiéndolo, fiel ahora, su vestal para siempre desde ahora, sacralizando estos minutos en los que ambos lograron unir su conciencia dividida en la del otro: antes de la dispersión final que adivinaban: el tiempo, México, la guerra, la memoria, la carne misma, les habían dado más tiempo del que les toca a la mayoría de los hombres y mujeres.

—Quizás —dijo el viejo—. Todos tratamos de ser virtuosos. Es nuestro pasatiempo nacional.

—Quieres que te diga que no me acosté con Arroyo para salvar tu vida y sentirme virtuosa, sino porque primero deseé su cuerpo y luego lo gocé.

—Si, me gustaría. Aunque nuestro otro pasatiempo nacional es decir la verdad, no guardarnos ningún secreto: para sentirnos virtuosos, claro está. El niño Washington no puede negar que tumbó a hachazos un cerezo. Creo que el niño Juárez sí puede ocultar que deseó a la preciosa hija del patrón.

—Me gustó —dijo Harriet sin oír al gringo viejo.

Dijo que le gustó su manera de querer (lo oyó atribuyéndose el gusto a sí mismo, a su viejo cuerpo): quería que lo supiera.

—También quiero que sepas que Tomás Arroyo no tenía derecho a mi cuerpo y que se lo haré pagar caro.

Harriet miró al gringo viejo como al gringo le hubiera gustado ser visto antes de morir. El gringo sintió que esa mirada completó la secuencia fragmentada de su imaginación de Harriet Winslow, abierta por los reflejos de los espejos del salón de baile que sólo eran el umbral de un camino al sueño, atomizado en mil instantes oníricos y ahora reunido de nuevo en las palabras que al gringo le decían que Harriet no admitía testigos vivientes de su sensualidad y que ella le daba al viejo el derecho de soñar con ella, pero no a Arroyo.

XVIII

Entonces Harriet Winslow vio al general Tomás Arroyo que venía de regreso a su vagón, con la cabeza inclinada hacia adelante como si mirara las puntas polvosas de sus botas, sin ojos para el viejo cuando el viejo soltó a Harriet y le dijo:

—Una vez escribí una cosa chistosa. Los eventos se han venido emparejando desde el principio del tiempo a fin de que yo muera aquí.

Habló con una mirada dura y brillante. Le murmuró que él había venido aquí a que lo mataran porque él no era capaz de matarse a sí mismo. Se sintió liberado al cruzar la frontera en Juárez, como si de verdad hubiera entrado a otro mundo. Ahora sí sabía que existía una frontera secreta dentro de cada uno y que ésta era la frontera más difícil de cruzar, porque cada uno espera encontrarse allí, solitario dentro de sí, y sólo descubre, más que nunca, que está en compañía de los demás.

Dudó por un instante y luego dijo:

—Esto es inesperado. Es atemorizante. Es doloroso. Y es bueno.

Se frotó la mejilla recién rasurada con un gesto de resignación viril y le preguntó a Harriet antes de irse: —¿Qué tal me veo esta noche?

Ella no contestó con palabras, sólo asintió para significarle que era un viejo muy bien parecido.

Arroyo les había dicho a sus hombres:

—Respeten al gringo. Esto es entre él y yo.

No, ella sólo recordó al gringo viejo antes de que entrara al vagón privado del general Arroyo, recordó que él sólo había escrito sobre la conciencia fragmentada y ella trató de entender esto a medida que Arroyo se le acercaba, ajeno al misterio de los dos gringos, con un fragmento de la conciencia de Harriet dentro de su cabeza, este general sabio y valiente porque no había comprendido nada del mundo fuera de su tierra, ostentoso y arrogante, que jugaba con las creencias de su pueblo y representaba su papel de gran dispensador de los bienes de este mundo: lo vio entero en esa luz del desierto, moribundos ambos, el desierto y la luz, aunque no el general; el caudillo árabe, mexicano y español seguido por su familia de criados, clientes y compañeros, aduladores y mercenarios, un hombre que la poseyó y fue testigo de su sensualidad, que estuvo presente en el encuentro secreto de su alma con los movimientos de su cuerpo, que miró el momento en que Harriet Winslow, que debió crecer rica en Nueva York pero creció pobre en Washington al amparo de una pensión y varias ausencias, cambió para siempre, y allá adentro en el vagón estaba el otro testigo de su transformación, el hombre que vino a que lo mataran, el viejo oficial de mapas de los Voluntarios de Indiana que conocía el valor de los papeles, los papeles que legitimaban la búsqueda del pobre general Arroyo: riqueza y venganza y sensualidad y orgullo y simple aceptación por parte de sus semejantes; la conciencia fragmentada de Harriet Winslow dio un salto en el vacío para meterse en la cabeza del general Tomás Arroyo que como ella no tenía padre, ambos muertos o ignorantes o lo que es lo mismo como si estuvieran los dos muertos y ambos ignoraran a sus hijos Harriet y Tomás: siempre la muerte y la ignorancia al cabo de todo, siempre la paz muda e insensible de la inexistencia y la inconsciencia al final.

Arroyo subía ya los escaños al vagón de ferrocarril cuando ella corrió hacia él, gritando: detente, detente, y la mujer con la cara de luna salió del otro extremo del carro y la detuvo a la fuerza cuando se escucharon los disparos, junto con el sonido furioso y atragantado de Arroyo, pero ni un solo murmullo del viejo que logró salir a la plataforma con los papeles quemados en la mano y detrás de él Arroyo balanceándose todavía con una furia que Harriet Winslow nunca había visto antes ni esperaba volver a ver jamás: testigo de la muerte como Arroyo fue testigo de la sensualidad de Harriet. Arroyo allí, con una pistola humeante en una mano y una caja vacía, plana y larga de palisandro astillado, en la otra.

Ella le había gritado a Arroyo, para detenerlo, que recordara, los dos se conocieron al amarse, los dos se despidieron de sus padres ausentes, pero también de su juventud: ella conscientemente, él por pura intuición: en nombre de su juventud perdida, le pidió que no matara al único padre que les quedaba a ambos: ella gritó por primera vez de placer con él, él gritó por primera vez con la mujer de la cara de luna, después de vivir tanto tiempo en el silencio impuesto por la hacienda a sus esclavos: cayó muerto el gringo viejo y Harriet Winslow quiso pensar que murió preguntándose, igual que ella ahora, si ésta era la noche en que el sol volvería a salir porque de ahora en adelante éste sería el tenor y ya no la oscuridad (ahora ella se sienta sola y recuerda); cayó muerto el gringo viejo y la tierra estaba siempre sola en medio del mar y el desierto estaba siempre solo en medio de la tierra: cayó muerto sobre el único océano de la tierra; cayó muerto el gringo viejo y las palabras se convirtieron en ceniza; cayó muerto el gringo viejo y los compañeros hablaron porque ahora los papeles con su historia ya no hablarían más por ellos: dirían que nosotros trabajamos mil años la tierra, antes de que llegaran los agrimensores y los abogados y el ejército a decirnos la tierra ya no es de ustedes, la tierra ya se subastó, pero quédense aquí para seguir viviendo, sirviendo a los nuevos dueños, o si no muéranse toditos de hambre; murió el gringo viejo y las palabras de los papeles se fueron volando por el desierto, diciendo nos gusta pelear, nos sentimos como muertos si no peleamos, ojalá que esta revolución nunca se acabe y si se acaba nos iremos a pelear en una nueva revolución, hasta caernos muertos de puritito cansancio en nuestras tumbas; cayó muerto el gringo viejo y las palabras quemadas se fueron volando lejos de la hacienda y el pueblito y la iglesia diciendo nunca conocimos a nadie fuera de esta comarca, no sabíamos que existía un mundo fuera de nuestros maizales, ahora conocemos a gente venida de todas partes, cantamos juntos las canciones, soñamos juntos los sueños y discutimos si éramos más felices solos en nuestros pueblos o ahora volando por aquí revueltos con tantos sueños y tantas canciones diferentes; cayó muerto el gringo viejo y se escuchó el canto de las palabras incendiadas, en fuga sobre el desierto habitado por los espectros de las lagunas, los ríos, los océanos: ahora todo es nuestro porque lo tomamos, las muchachas, la tropa, el dinero, los caballos; sólo queremos que todo siga así hasta morirnos; muerto el gringo con la espalda acribillada y las palabras devoradas por el viento álcali que él nunca volverá a respirar, ni las palabras a escuchar que dicen azotados si no estábamos de pie a las cuatro de la mañana para trabajar hasta que se pusiera el sol, azotados si nos hablábamos durante el trabajo, azotados si nos oían cogiendo, sólo no azotados cuando éramos críos y llorábamos o cuando éramos viejos y nos moríamos; cuando murió, el gringo viejo cayó de bruces sobre el polvo, las montañas se acercaron un paso y las nubes cercanas buscaron su espejo en la tierra, mirándose en las palabras de fuego, el peor patrón era el que decía querernos como un padre, insultándonos con su compasión, tratándonos como niños, como idiotas, como salvajes; nosotros no somos nada de eso; adentro en nuestras cabezas sabemos que no somos nada de eso; cuando el gringo viejo mordió el polvo en México se desató una lluvia de desierto como para aplacar la sangre y el polvo juntos y grandes sábanas de agua mojaron la mortaja de la tierra para que las palabras quemadas se volvieran agua diciendo las cosas estaban lejos, ahora están cerca y nosotros no sabemos si esto es bueno o malo; pero ahora todo está tan cerca de nosotros que hasta sentimos miedo, ahora todo puede tocarse: ¿ésa es la revolución?; cuando el gringo viejo se fue para siempre las montañas parecían arena petrificada y el cielo se nos estaba muriendo bajo la lluvia de las palabras que decían todo estaba lejos, pero Pancho Villa está cerca y es como nosotros, !todos somos Villa!

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