Grotesco (42 page)

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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Grotesco
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Me miró directamente mientras lo decía. Me sonrojé.

—No puedo hacer eso.

—Sí, sí que puedes —contestó con dulzura—. A cambio, te daré bastante dinero, porque quieres ganar dinero, ¿verdad? Por eso has venido a esta ciudad, ¿no?

—Sí, claro, pero… Me pagan por trabajar.

—Pues supongo que a esto también podrás llamarlo trabajo.

La mujer se dio cuenta de que lo que acababa de decir había sido extraño, porque soltó una risa algo avergonzada. Por su forma de comportarse, no podía saber si provenía de una buena familia o no.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Si lo haces bien, te daré todo lo que quieras. ¿Qué te parece? Es un buen trato, ¿no?

Durante un momento fui incapaz de responder. Tenía el corazón dividido. Por un lado, no creía que jamás pudiera llegar a ser un gigoló, no importaba cuánto me pagaran, pero, por otro, estaba harto de trabajar en la construcción, y la idea de ganar dinero rápido era extremadamente tentadora. De hecho, más que tentadora, con lo que, al final, la balanza se inclinó por el dinero. Asentí lentamente. Lou-zhen sonrió y me llenó la taza de té.

La verdad es que hay que tener mucho valor para escribir esto. No estuve seguro de divulgar estos detalles en el informe escrito que presenté anteriormente al tribunal, señoría, pero ahora he tenido oportunidad de reflexionar sobre mi vida pasada y rezo por que usted leerá lo que he escrito aquí sin prejuicios ni desprecio.

De modo que así fue como permití que la rica y madura Lou-zhen me comprara. Sabía que sólo le interesaba mi cuerpo pero, aun así, a veces me decía que tal vez me amaba porque, aunque siempre me hablaba en un tono duro e insinuante, me adoraba como si fuera su perro preferido. La razón por la que me había escogido entre otros hombres, según me dijo, fue que mi cara era la que se acercaba más a su ideal, y también le había gustado el hecho de que me hubiera levantado para mirar por la ventana en vez de quedarme sentado viendo la televisión. Yo no lo noté, pero había dos falsos espejos en la habitación donde habíamos esperado, y Lou-zhen nos había estado observando.

Me ordenaron vivir en la suite de la mujer. Mientras estuve allí —en aquel hotel espléndido—, vi, oí y sentí cosas que nunca antes había experimentado: cosas como la comida occidental y los modales en la mesa, los desayunos en la cama o una piscina en la azotea. Yo, que me había criado en las montañas y no sabía nadar, me tumbaba al lado de la piscina para broncearme mientras observaba a Lou-zhen nadar de lado a lado con unas brazadas poderosas y suaves. En la piscina sólo se permitía la entrada a los miembros del club, que o bien eran chinos ricos, o bien extranjeros. Me atraían en especial las elegantes mujeres occidentales, y me avergonzaba que me vieran allí con la poco agraciada Lou-zhen.

Empecé a beber: cerveza y whisky, o brandy y vino. A Lou-zhen le encantaba ver vídeos de películas americanas. Rara vez veíamos programas de actualidad. Yo quería saber qué había ocurrido en la plaza de Tiananmen, y qué había pasado después, pero dado que Lou-zhen nunca compraba periódicos, no había forma de enterarse. Una vez dejó caer que, de joven, había estado en Estados Unidos. En aquel tiempo, los únicos que iban al extranjero o eran funcionarios del gobierno o estudiantes de intercambio, de modo que para mí era un misterio cómo había salido Lou-zhen del país. Sin embargo, nunca le pregunté nada. Cumplía con mi papel de amante joven a la perfección, viviendo a cuerpo de rey en aquel maravilloso ático del hotel Cisne Blanco, un lugar a la altura del cielo.

Puede que la habitación rozara el cielo, pero Lou-zhen era una persona desagradable. Si yo expresaba la más mínima opinión sobre cualquier cosa, ella se enfurecía y me lo prohibía con arrogancia y altivez. Llegó un momento en que valoré la idea de cortar mi relación con ella y huir a cualquier parte donde pudiera vivir mi vida, pero toda mi existencia se reducía entonces al ático y a la piscina en la planta veintiséis. No se me permitía deambular por el hotel libremente ni salir de él a mi antojo. Una semana después de acordar vivir con Lou-zhen ya me arrepentía de mi decisión.

Unos diez días después del incidente de la plaza de Tiananmen, ocurrió algo. Sonó el teléfono junto a la cama, y cuando Lou-zhen respondió, empalideció de forma extraña. Su tono de voz era tenso.

—Bueno, entonces, ¿qué debería hacer? Supongo que volver de inmediato.

Después de colgar todavía estaba inquieta. Se inclinó hacia mí e hizo como si me abrazara por detrás.

—Ha surgido un problema en Pekín.

—¿Tiene algo que ver contigo?

Lou-zhen se levantó y se llevó un cigarrillo a la boca.

—¡Deng Xiaoping ha tenido que hacerlo! —murmuró.

No dijo nada más. Sin embargo, aquello fue suficiente para que yo me diera cuenta de que el entorno de Lou-zhen era misterioso porque su padre debía de ser un miembro importante del Partido Comunista y, después de Tiananmen, sin duda debía de estar en una situación difícil.

Lou-zhen estuvo de un humor de perros el resto del día. Recibió más llamadas, que la dejaron deprimida, angustiada y enfadada. Yo me senté a ver una película de Hollywood hasta que ella me dijo:

—Tendré que volver a Pekín por un tiempo. Tú me esperarás aquí.

—¿No puedo ir contigo? Nunca he estado en Pekín.

—No, eso es imposible.

Lou-zhen negó enérgicamente con la cabeza.

—En ese caso, ¿podré moverme a mis anchas por el hotel?

—Supongo que no me queda otra elección. Pero asegúrate de que él siempre está contigo.

«Él» era su guardaespaldas, el tipo que me había llevado hasta Lou-zhen.

—Vayas a donde vayas, deberás decírmelo antes, y te prohíbo tontear con otras mujeres. Si me haces una jugarreta semejante, me aseguraré de que te encierren.

Con esa amenaza, Lou-zhen partió hacia Pekín. Se llevó consigo a Bai Jie, la mujer de los labios pintados de rojo. Bai Jie era su secretaria y vivía en el mismo piso del hotel. La mujer debía de detestarme, porque siempre que estábamos cerca apartaba la mirada con desprecio. El guardaespaldas y el conductor de la limusina no eran mucho mejores. Debían de imaginarse que Lou-zhen se cansaría de mí antes o después, así que siempre que ella no estaba cerca se comportaban de forma grosera conmigo.

Yo quería salir del hotel de alguna forma. El día después de que Lou-zhen y la secretaria se marcharon, me dediqué a explorar el establecimiento bajo la atenta mirada del guardaespaldas.

—¿Quién es el padre de Lou-zhen? —le pregunté en el ascensor.

La primera vez que lo había visto, cuando me llevó a aquel lugar, el hombre me daba miedo, pero para entonces mi actitud ya había cambiado por completo, algo que era obvio que a él no le gustaba. No respondió y apartó la mirada, así que decidí amenazarle con un chantaje.

—¿Sabes? Cuando vuelva Lou-zhen le diré sin tapujos que tú y su secretaria le sisáis cigarrillos y bebida y que luego las vendéis.

El guardaespaldas se quedó lívido.

—Si tanto quieres saberlo, te lo diré —contestó con el ceño fruncido—, pero un ignorante como tú tampoco va a reconocer el nombre.

—Prueba.

—Li Tou-min.

No pude creer lo que oía y a punto estuve de caerme al suelo por la sorpresa. Li Tou-min era el número dos del Partido Comunista Chino. Lou-zhen me había amenazado con enviarme a prisión si intentaba escapar, pero yo no me había dado cuenta de lo serio que era todo aquello. Me había enredado con una mujer muy peligrosa.

—¿Estás de broma?

Lo cogí de los hombros pero él se desembarazó de mí.

—Es la hija mayor de Li. Que las cosas marchen bien o mal para ti depende de cómo te comportes. Todos los que hubo antes que tú eran unos idiotas. Se vieron rodeados de toda esta vida lujosa y olvidaron que nosotros éramos los que los habíamos sacado del barro apestoso del campo. En esos momentos es cuando Lou-zhen puede ser realmente vil. Se asegura de que vuelvan a saber qué son exactamente.

—¿Me estás diciendo que estaré bien mientras vigile dónde piso?

El guardaespaldas no respondió, sólo sonrió. Me preparé para intentar golpearle allí mismo. Pero justo cuando me disponía a atacar, el ascensor dio una sacudida porque llegábamos a la planta baja, las puertas se abrieron y apareció ante mí un mundo por completo diferente.

Olvidé todo lo relacionado con Lou-zhen. Había familias que pululaban por el vestíbulo en camiseta, hombres de negocios se abrían camino a paso ligero, y también estaban los porteros con sus libreas marrones. Había estado escondido en la suite de Lou-zhen mucho tiempo, al menos hacía dos semanas desde la última vez que había estado fuera. Una mujer occidental con un vestido corto pasó por mi lado y me sonrió al cruzar mi mirada. ¡Qué grande era el mundo! Estaba completamente fascinado por todas las personas diferentes que veía caminar de un lado a otro del espacioso vestíbulo; personas que exudaban el lujo y la riqueza de la paz. Quería convertirme en uno de ellos, mejor dicho, estaba decidido a ser uno de ellos. Mi corazón, dominado por un deseo de riqueza y libertad, también sentía cierta amargura. Se apoderó de mí el deseo de escapar y, como si leyera mis pensamientos, el guardaespaldas me dijo con voz áspera al oído:

—Recuerda: vigila lo que haces. Tu ropa, tus zapatos, todo pertenece a Lou-zhen. Si huyes, ella te acusará de robo.

—Cabrón.

—Paleto de pueblo.

—Mira quién fue a hablar.

—Yo soy de Pekín.

Mientras intercambiábamos insultos, paseamos por el vestíbulo de un lado a otro sin un asomo de disgusto en nuestros semblantes.

Era cierto que el polo blanco, los vaqueros y los zapatos me los había dado Lou-zhen. El polo era de Fred Perry; los vaqueros, unos Levi’s, y las zapatillas, unas Nike de piel negra con la raya blanca. En aquella época, probablemente podías contar con los dedos de una mano los chinos en el mundo que podían permitirse llevar unas Nike. Cuando me dieron las que llevaba, estaba tan feliz que no cabía en mí. Todas las mañanas las tomaba entre mis manos como si fueran el regalo más precioso que jamás pudiera imaginar. Y, precisamente porque iba vestido de un modo tan impecable, las personas que me veían me miraban con respeto.

«Ah, puede que sea joven, pero lo que es seguro es que es rico.» Eso era lo que sin duda debían de decirse los porteros cuando miraban con envidia mis Nike. Hasta ese momento me había sentido abrumado por Lou-zhen. Respiraba aquel aire de su riqueza hasta que sentía que mis pulmones iban a explotar, porque la riqueza brilla más si está acompañada por la admiración. Si no hay nadie para apreciar tu riqueza, ésta pierde la mitad de su valor. Cuando me di cuenta de esto, supe que tenía que alejarme de Lou-zhen, debía escapar de sus garras.

Me senté en un sofá que había en una esquina del vestíbulo para disfrutar mejor de mi aspecto con aquella ropa cara. Justo delante del sofá había una ventana en la que podía verme reflejado y, cuando el guardaespaldas me vio admirando mi ropa, sonrió con placer.

—¡La ropa hace al hombre! ¿Sabías que esas prendas elegantes que llevas le sentaban igual de bien al tipo que estaba antes que tú?

Estaba consternado. ¿Aquella ropa era de segunda mano? Había dado por supuesto que era nueva.

—¿Qué le ocurrió al otro?

—Veamos… Aquel mierdecilla era de la provincia de Hei-longjiang. Lo pillamos sirviéndose del preciado té de Lou-zhen, y eso fue suficiente. El gilipollas que había antes venía de la región autónoma del interior de Mongolia. Se llevó el anillo de rubí de Lou-zhen a la piscina y perdió la piedra. Dijo que quería ver cómo era una joya bajo el agua. ¡No podía esperarse otra cosa de un paleto como ése! Ambos disfrutan ahora de la hospitalidad de la cárcel.

Al oír aquello me inundó una nueva oleada de terror. ¿Era ése el destino que me esperaba? Sólo habían pasado dos semanas desde que había ido a vivir con Lou-zhen, y ella estaba prendada de mí pero yo no la soportaba. Desde ese momento, en lo único que podía pensar era en alejarme de ella, y también en aprovecharme de todo cuanto pudiera.

Tendrán que perdonarme, pero no creo que aquello fuera robar. ¿Por qué? Porque no había recibido una compensación suficiente por el duro trabajo que había hecho. Al principio, Lou-zhen me había prometido un salario, pero no me pagaba más que veinte yuanes al día. Yo no creía que fuera justo porque, al fin y al cabo, me había prometido más. Pero, cuando se lo dije, contestó: «No, no. Te estoy pagando cien yuanes al día, pero cuando descuento la habitación y las comidas, es lo que queda. Por descontado, no te cobro ni los cigarrillos ni la bebida.»

El guardaespaldas me cogió del brazo.

—Es hora de volver.

Como no tenía otra opción, me puse de pie sintiéndome como un miserable prisionero. Un patético campesino secuestrado por la hija de un importante miembro del partido.

—Mira. —El guardaespaldas me dio un golpecito con el codo—. Mira al niño del cochecito.

Un hombre y una mujer blancos, seguramente un matrimonio norteamericano, cruzaban el vestíbulo con un cochecito para bebés. Se pararon frente a la fuente. Observé incrédulo a la familia, que estaba allí sonriendo, feliz. ¿Cómo podía alguien tener tanto dinero para llevar a toda su familia de vacaciones? El marido llevaba unas bermudas y una camiseta, y la mujer, una camisa a juego y unos tejanos. Eran una pareja blanca, sana y fuerte, pero el niño del cochecito —tan pequeño que apenas podía sentarse— era asiático. ¿Acaso aquellos extranjeros caritativos habían adoptado a aquel patético huérfano chino?

—¿Qué ocurre? —pregunté.

El guardaespaldas hizo un gesto en dirección al vestíbulo. Había parejas blancas por todas partes, igual que aquélla, empujando cochecitos de bebé, y en todos ellos había niños o niñas chinos vestidos con ropita inmaculada, recién comprada.

—Mediación para la adopción.

—¿Quién?

El guardaespaldas levantó la vista al techo.

—¿Lou-zhen tiene algo que ver con esto? Me dijo que era cantautora.

—Eso es lo que dice siempre pero, dime, ¿has oído alguna de sus canciones?

Cuando negué con la cabeza, el guardaespaldas dejó escapar un resoplido.

—Su trabajo real es el de intermediaria en adopciones. Administra una organización de caridad.

Yo dudaba de que hubiera mucha caridad en ello, porque a Lou-zhen le gustaba el lujo. No trabajaría a menos que le pagaran bien, aunque ignoro los detalles, así que no voy a hablar de algo que no me incumbe. De lo que quiero escribir no es de la adopción en sí misma sino, más bien, de esto otro: al ver a todos aquellos bebés no pude evitar sentirme celoso. Eran muy afortunados por poder viajar a Estados Unidos mientras todavía eran lo bastante pequeños para no enterarse de nada. Qué fácil les iba a resultar crecer como norteamericanos.

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