Grotesco (9 page)

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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Grotesco
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—¿No juegas al tenis? —me preguntó Mitsuru en la siguiente clase de gimnasia.

Durante el primer mes, pocas veteranas me habían dirigido la palabra. Cuando llegaba la clase de tenis, las que estaban en el equipo del colegio se ponían en medio de la pista como si ésta fuera de su propiedad. A las que no les gustaba el tenis, o no querían quemarse con el sol, holgazaneaban en los bancos y charlaban. Y aquellas alumnas que, como yo, no querían mezclarse con el grupo de los bancos, vagábamos junto a la valla, fingiendo esperar nuestro turno para jugar. ¿Qué hacía Kazue, me preguntáis? Peloteaba a un lado de la pista con otras de las chicas nuevas. Odiaba perder, y tenía una determinación obstinada en no dar por perdida ninguna pelota, de modo que corría de un lado a otro soltando gruñidos y gemidos. La chicas que estaban repantigadas en los bancos se entretenían haciendo comentarios burlones acerca de ella.

—No son muy buenas, la verdad —dije.

—Yo tampoco —repuso Mitsuru.

Tenía unas facciones delicadas pero las mejillas demasiado redondas y, a causa de sus grandes incisivos, su cara recordaba a la de un roedor. Los rizos ralos de su cabello castaño le caían sobre los hombros. Su cara, salpicada de pecas, era adorable. Mitsuru tenía un montón de amigos.

—¿En qué eres buena?

—En nada —respondí.

—Entonces, igual que yo. —Rasgó las cuerdas de la raqueta con sus finos dedos.

—Pero tú eres buena en los estudios. Has sacado la mejor nota en el examen, ¿no?

—Eso no quiere decir nada —repuso con indiferencia—. Para mí es como un pasatiempo. Me estoy preparando para ser doctora. —Se volvió para mirar a Kazue, que llevaba unas bermudas y los calcetines azul marino.

—¿Por qué le dejaste los calcetines? —inquirí.

—Yo también me lo pregunto. —Mitsuru ladeó la cabeza—. Supongo que no me gusta que humillen a la gente.

—¿Aquello fue una humillación?

Me acordé de lo tranquila que parecía Kazue cuando entró en la siguiente clase. Dudo que ella tuviera la más remota idea de que Mitsuru la hubiera salvado de una humillación por el mero hecho de dejarle un par de calcetines. Para nada. Incluso si todo el mundo hubiera sabido que los calcetines eran suyos, los habría mirado con la misma seriedad profunda y gesto desafiante. Después de todo, no eran más que unos calcetines.

La brisa agitaba ligeramente el cabello suave de Mitsuru, que despedía un leve perfume a champú.

—Por supuesto que fue una humillación. Esas chicas se ríen de las alumnas que no tienen dinero —repuso.

—Pero tendrás que admitir que hay que ser bastante estúpida para bordar un logo en unos calcetines —objeté, malhumorada; quería comprobar su reacción.

—Cierto. Pero ¿es que no puedes entender cómo se sentía? A nadie le gusta ser el hazmerreír de un grupito de niñas bien.

Al no estar muy segura de cómo rebatirme, Mitsuru empezó a escarbar en la tierra seca con la punta de su zapatilla. La alumna más lista de mi clase del Instituto Q para Chicas parecía preocupada por lo que acababa de decirle. Por un momento me sentí feliz, al tiempo, que comenzaba a percibir un creciente afecto por ella.

—Sí, lo que dices es verdad —proseguí—, pero no sabía que a ella le preocupara especialmente. Además, ¡de lo que todas se reían en el vestuario era de la idiotez de bordar un logo en un calcetín! No creo que hubiera ninguna intención malvada en ello.

—Cuando un grupo de personas se unen por un sobrentendido tácito y deciden actuar, eso pasa a ser una humillación.

—Sí, pero ¿por qué son siempre las que llevan más tiempo en el colegio las que confabulan contra las nuevas? ¿Por qué todo el mundo lo ignora? Y, al fin y al cabo, ¿no eres tú también una de ellas?

Mitsuru exhaló un largo suspiro.

—En eso tienes razón —asintió—. Me pregunto por qué todo el mundo se limita a ignorarlo.

Tamborileó los dedos contra sus dientes mientras reflexionaba sobre el asunto. Más tarde observé que siempre que Mitsuru hacía eso, es que estaba valorando si decir o no algo. Finalmente alzó la cabeza con una mirada decidida.

—No es tan sencillo, ¿sabes? Se debe a que sus respectivas circunstancias son diferentes; proceden de ambientes muy distintos y sus actitudes con respecto al valor de las cosas son completamente diferentes.

—Claro, eso es obvio —afirmé mirando a las chicas del club de tenis pasarse la brillante pelota amarilla de un lado a otro de la red. Las raquetas, la ropa, las zapatillas: todo lo habían comprado con su propio dinero, no era el equipamiento propio del colegio. Y era mucho más caro que cualquier cosa que yo hubiera tenido nunca.

—He aquí la sociedad de clases en todo su repugnante esplendor —continuó Mitsuru—. Debe de ser peor aquí que en cualquier otro lugar de Japón. La apariencia es lo primero. Por esta razón, las personas del círculo íntimo y las que orbitan alrededor nunca se mezclan.

—¿El círculo íntimo? ¿Qué es eso?

—Aquellas que empezaron en la escuela en primaria son las auténticas princesas azules, las hijas de los propietarios de grandes cárteles. No tendrán que trabajar ni un solo día de su vida. De hecho, tener un empleo sería vergonzante para ellas.

—¿Eso no te parece un poco antiguo? —Resoplé con desdén, pero Mitsuru continuó con mucha seriedad.

—Sí, estoy de acuerdo. Pero ésa es la actitud del círculo íntimo a la hora de valorar las cosas. Puede que no tengan los pies en la tierra, pero su posición es firme y arrastran a todas las demás consigo.

—Bueno, ¿y qué hay de las que están alrededor?

—Son hijas de hombres asalariados —contestó Mitsuru con un tono triste—. La hija de alguien que trabaja por un sueldo nunca podrá formar parte del círculo íntimo. Podrás ser lista o tener un talento considerable, pero eso no cambiará nada. Ni siquiera se le prestará atención. Si intenta mezclarse con ellas, será motivo de burla. Es más, aunque sea muy inteligente, si no es guay y además es fea, no es mucho más que basura en este lugar.

¿«Basura»? ¿Qué palabra era ésa? Yo no pertenecía a las clases altas que describía Mitsuru. Ni siquiera era la hija de un asalariado, cuya posición al menos estaba asegurada. Estaba claro que yo no formaba parte del círculo íntimo, pero tampoco podía identificarme con las que estaban en la órbita. Ni siquiera estaba segura de si encajaba en la categoría de nueva. Entonces, ¿era algo incluso inferior a la basura? ¿Mi destino en la vida era estar siempre al borde del cielo mirando el remolino deslumbrante de cuerpos celestiales al otro lado? Me sentía como si hubiera descubierto un placer nuevo e íntimo. Si reflexionaba sobre ello, probablemente descubriera que ése era mi destino.

—Hay una forma de entrar en el círculo íntimo, pero sólo una. —Mitsuru golpeteó nuevamente sus dientes con las uñas.

—Y, ¿cuál es?

—Si eres una belleza sin igual, entonces puede hacerse una excepción.

¿Podéis imaginaros lo que pensé en ese momento? Por supuesto. Pensé en Yuriko. ¿Qué pasaría si Yuriko fuera a ese instituto? Con su belleza monstruosa, ¿quién podría compararse a ella?

Mientras pensaba en mi hermana, Mitsuru me susurró al oído:

—He oído que vives en el distrito P. ¿Es eso cierto?

—Sí, vengo en tren desde la estación K.

—No hay ninguna otra alumna en el instituto que viva en el distrito P. Hace un par de años, sin embargo, me dijeron que había una que venía de uno de los barrios vecinos.

El lugar donde vivo pertenecía antes al mar. Es una zona maravillosa con las calles bien arregladas en la que vive gente vieja y extraña. Pero no se puede decir que sea un lugar muy conveniente en el que vivir, sobre todo para una estudiante que debía acudir a un instituto en el que se daba tanta importancia a la posición social.

—Vivo con mi abuelo en un bloque de pisos de protección oficial —le dije a Mitsuru, más que nada para provocarla—. Él es pensionista, ¿sabes?, y ha de trabajar haciendo chapuzas para llegar a fin de mes.

No añadí que estaba en libertad condicional, porque Mitsuru ya parecía bastante sorprendida. Se agachó para subirse los calcetines y murmuró con poca convicción:

—No me imaginaba que podía haber alguien así aquí.

—¿Ni siquiera entre las de fuera?

—¿Las de fuera? Tú eres como un alienígena, ¿sabes? Nadie se ríe de ti ni intenta molestarte. Haces tu vida sin preocuparte de todo lo demás.

—Bueno, me alivia oír eso.

Mitsuru me dirigió una amplia sonrisa mostrándome sus grandes incisivos.

—Vale, te diré la verdad, pero sólo voy a contártela a ti. La verdad es que mi casa también está en el distrito P —confesó—. Mi madre me prohibió que se lo dijera a nadie, y tiene alquilado un apartamento en el distrito de Minato únicamente para mí. Por descontado, fingimos que es nuestro. Mi madre va allí a diario para limpiar, cocinarme algo y hacer la colada.

—¿Por qué hacéis eso?

—Porque, de lo contrario, las demás me dejarían de lado.

—Entonces eres igual que ellas, atrapada en tu propia mentira.

Mitsuru pareció avergonzada.

—Tienes razón. Lo odio, y me odio a mí misma por seguir con esta farsa. Y también odio a mi madre por ello. Pero aquí, si no les sigues la corriente, acabas dando la nota, así que no hay elección.

Estaba convencida de que Mitsuru se equivocaba, pero no por seguir la corriente: si quería llegar hasta ese punto, ¿quién iba a decirle que no lo hiciera? Lo que quiero decir es que se equivocaba con respecto a lo que había dicho antes de Kazue. De hecho no puedo explicarlo, pero era algo parecido a lo que ocurre con el aceite y el agua. Kazue nunca se mezclaría con el círculo íntimo, pero no se daba cuenta de ello. Si las demás se metían con ella lo hacían porque no podían encasillarla. No se reían de ella por dónde hubiera nacido, o por cómo vivía o por sus valores. Por eso, lo que hacían no podía llamarse humillación, ¿no es cierto?

Mitsuru había sufrido esa clase de abusos, por eso los temía tanto. Alquilaba un apartamento en el distrito de clase alta de Minato y ocultaba el hecho de que su familia provenía del distrito P, por lo que era cómplice de las veteranas. Y entre ellas, Mitsuru era la que estaba más cerca de las alumnas del círculo íntimo.

—Y, ¿a qué se debe que seas tan buena estudiante?

—Pues —Mitsuru arrugó la frente como si estuviera cargando un gran peso— es cierto que al principio estaba decidida a no dejarme superar, pero al final llegué a disfrutar de los estudios. Y de hecho no había nada más que quisiera hacer. Nunca me han preocupado la moda y la estética como a las demás, y tampoco me interesan los chicos. No pertenezco a ningún club. Y tampoco tenía una intención especial en llegar a ser doctora, pero oí que el club de estudios médicos preliminares era al que iban los estudiantes más listos, así que imaginé que tal vez encontraría algo allí que satisficiera mis deseos.

Mitsuru era sincera. Al menos, hasta el momento yo no había conocido a nadie tan sincero como ella.

—Y esos deseos… ¿en qué consisten exactamente? —le pregunté.

Ella se estremeció y me clavó la mirada. Sus ojos, de color negro azabache, brillaban como los de una criatura indefensa.

—Quizá sea algo que siento en mi interior, como una especie de demonio.

¿Un demonio? Claro, todos tenemos nuestros propios demonios, supongo. Yo, en sus mismas circunstancias, tal vez habría vivido una vida bastante plena y tranquila sin notar que me acompaña ningún demonio en particular. Pero el hecho de haber crecido junto a Yuriko ha hecho que mi demonio haya alcanzado un tamaño considerable. Entendí por qué en mí vivía un demonio. Pero ¿en el caso de Mitsuru? ¿Cómo había llegado a albergar a uno en su interior?

—¿Me estás diciendo que tienes motivos siniestros o es sólo que no te gusta perder?

A Mitsuru pareció sorprenderle la pregunta.

—Pues
no lo sé
… —Confundida, miró al cielo.

—Eres la persona más decidida que conozco —le dije.

—¿De veras? —repuso, ruborizándose.

Decidí cambiar de tema.

—¿Tu padre es un asalariado? Quiero decir, ¿tú eres una de las que están en la órbita?

—Sí —asintió—. Se dedica al alquiler de inmuebles.

—Debe de ser un negocio bastante lucrativo.

—Recibió una buena cantidad de dinero en compensación por su negocio de pesca, así que creó una nueva empresa. Por entonces era el capitán, pero murió cuando yo era pequeña.

Aunque procedía de una familia de marineros, Mitsuru había aprendido a arrastrarse por la tierra como un pez pulmonado, capaz de respirar aire. Súbitamente, empecé a imaginarme a Mitsuru —su cuerpo blanco y delgado— arrastrándose por el barro viscoso. De repente quise que fuéramos buenas amigas, y decidí invitarla a mi casa.

—¿Te gustaría venir a visitarme alguna vez?

—¡Claro! —Mitsuru aceptó la invitación de buena gana—. ¿El domingo te va bien? Normalmente, todos los días después de clase voy a una sesión preliminar de medicina. Intento entrar en la Facultad de Medicina de Tokio.

¡La Universidad de Tokio! Acababa de aprender a reptar por el suelo y ya quería escalar una montaña. Y, por eso, dentro de mí nació el deseo de hacer de Mitsuru el objeto de todos mis estudios. Ella era una criatura que no podía haber sido creada por ese colegio, una criatura con una bondad que la hacía diferente del resto de nosotras. Y, aun así, en su corazón ocultaba un demonio más grande que el de todas las demás.

—¡Estoy segura de que lo conseguirás!

—Eso espero. Pero, aunque lo consiga, ¿luego, qué? Todavía quedarán muchas batallas que librar.

Mitsuru se disponía a añadir algo cuando una de las chicas que jugaban a tenis se volvió y la llamó:

—¡Mitsuru! ¿Quieres jugar por mí? Estoy cansada.

La observé mientras iba hacia la pista. Tenía una figura menuda y unas caderas altas, lo que confería a su cuerpo una simetría atractiva. Mientras agarraba la raqueta como si pesara mucho, intercambió algunas palabras con su amiga. Sus brazos y sus piernas eran tan blancos y esbeltos que parecía que nunca les hubiera dado el sol. Al sacar, la pelota botó en la misma línea de banda del campo de su oponente, y ésta la devolvió con un sonido seco y agradable. Aunque mi valoración no tenía ningún fundamento, pensé que Mitsuru era una jugadora incomparablemente buena. Era rápida con los pies y se movía bien en la pista. Seguro que cuando acabara el partido se sentiría avergonzada por el hecho de haber olvidado un poco su papel y haber mostrado, sin querer, algunas de sus habilidades. Mitsuru no era un bonsái. Su belleza no era la de un bonsái, que logra su propia gracia al desarrollarse en contra de las ataduras meticulosas que lo constriñen y lo oprimen. ¿Cómo describiría mi abuelo la belleza de Mitsuru?

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