Authors: Groucho Marx
En el muelle, precisamente cerca del teatro, había un hombre que vendía bocadillos de carne asada. Tenía un pequeño puesto y en aquel puesto se veía una pierna de buey asada, aproximadamente del tamaño de una maleta. Actuábamos cuatro veces al día y, para entrar y salir del teatro, teníamos que pasar ocho veces ante aquel altar de carne de buey asada, cuatro veces para entrar y cuatro veces para salir.
El viernes estábamos tan ávidos de carne, que incluso nos mirábamos mutuamente con gula. Fuimos a hablar con el empresario y le pedimos que nos diera algún dinero como anticipo de nuestro salario.
—¡Ni cinco centavos! —replicó—. La última vez que hice un anticipo fue a «Los tres Simpson voladores». Dos de ellos se emborracharon y el que volaba fue a aterrizar en la cabeza de una señora situada en la quinta fila.
Así estábamos, pues: cuatro ruiseñores hambrientos, con tanto pescado dentro como el que había en el acuario de la población.
El torturante olor de carne asada nos volvía locos y la idea de otra comida de pescado constituía más de lo que podíamos aguantar. Parecía que únicamente existía una solución. Si queríamos conseguir algo de carne, teníamos que vender algo de valor. Sólo había un objeto entre nosotros cuatro que tuviera la posibilidad de convertirse en bocadillos de carne asada. Era mi pluma estilográfica. Durante cuatro años había conservado aquel regalo de
bar mitzvah
como un tesoro. No sé cuál era su valor, pero sentimentalmente representaba para mí una gran cosa. La idea de desprenderme de ella me entristecía de una forma indescriptible. Pero el aroma de aquella carne jugosa, junto con las súplicas y las amenazas de mis hermanos, me convencieron finalmente y, tras algún regateo, entregué la pluma por ocho bocadillos de carne asada.
A la semana siguiente ya no trabajábamos, de modo que nos quedamos en Atlantic City. En conjunto, gastamos en bocadillos de carne de buey asada casi veinte dólares de los cuarenta que habíamos recibido. Después de obtener mi paga, intenté comprar de nuevo la pluma, pero el vendedor de carne me dijo que la había perdido. Me contó que una mañana había ido al final del muelle para contemplar cómo izaban la red. Mientras se inclinaba hacia adelante, la pluma se le cayó al agua desapareciendo en las profundidades. Mi única esperanza es que algún calamar encontrara mi pluma, ya que juntos podrían haber sido muy felices. Por lo que a mí se refiere, tenía diecisiete años cuando la perdí. La vez siguiente que comí pescado tenía cuarenta.
* * *
No siempre se realizaba de este modo, pero una buena parte de los salarios de los espectáculos sencillos de variedades se basaban en el número de gente que intervenía en el espectáculo. Durante cuatro años habíamos sido «Los cuatro ruiseñores» y ya ganábamos doscientos dólares. Cuatro individuos, doscientos dólares. Seis individuos, trescientos dólares, y así sucesivamente. Esto proporcionó a mi madre una idea brillante. En aquella época mi madre tenía cincuenta años y una hermana suya había cumplido los cincuenta y cinco. Decidió que, si se unían a nuestro número, podríamos aumentar nuestro salario de doscientos dólares a trescientos. El hecho de que ni mi madre ni su hermana tuvieran el menor talento no preocupó a mi madre lo más mínimo. Dijo que conocía a mucha gente en el mundo del espectáculo que no tenía ningún talento. En aquel momento me estaba mirando. En aquella época mami viajaba con nosotros y me dijo que no sabía si su hermana Hannah estaría dispuesta, pero que se comunicaría con ella inmediatamente y quizá podría convencerla de que viniera. Por lo visto, no se requirieron muchos esfuerzos, porque Hannah llegó a la mañana siguiente con una maleta de cartón, una guitarra abollada y un vestido blanco de organdí que había llevado en la boda de su hija.
—Mami —dije yo—, si me perdonas la curiosidad, ¿qué pensáis hacer tú y tía Hannah en el número?
—Bueno —respondió—, lo primero que haremos será cambiar el nombre del número. En lugar de «Los cuatro ruiseñores» se llamará «Los seis mascotas». Esto añadirá cien dólares a nuestro salario.
—Pero, ¿qué vais a hacer en el número para justificar este incremento? —pregunté.
—Llevaremos dos guitarras —explicó—, y Hannah y yo cantaremos «Dos muchachitas vestidas de azul», a dúo. Haremos ver que somos dos chicas estudiantes. Nos vestiremos como dos jóvenes de verdad, con vestidos azules, y el público creerá que somos dos muchachitas. Estoy segura de que todo el mundo quedará encantado.
¡Chicas estudiantes! No quise recordar a mi madre que ella tenía cincuenta años y que su hermana había cumplido ya cincuenta y cinco.
—Mami —dije yo—, se trata de la guitarra. No sabía que hubieras aprendido a tocar la guitarra.
—¡Oh, sí! —replicó—. La última vez que estuviste de gira Harpo nos enseñó a mí y a Hannah las tres cuerdas básicas.
Aquel día quitamos apresuradamente el nombre de «Los cuatro ruiseñores» y amanecimos en el horizonte teatral como «Los seis mascotas». No había ningún cambio en el número, exceptuando el hecho de que en un momento dado aparecerían dos chicas jóvenes por ambos lados del escenario, armada cada una con una guitarra. Se instalarían en dos sillas colocadas en el centro del escenario e interpretarían la canción «Dos muchachitas vestidas de azul».
En la función inaugural, los cuatro chicos estábamos de pie entre bastidores, llenos de curiosidad y un tanto inquietos acerca de cuál podría ser la reacción del público. No queríamos que vacilara la confianza que tenían las «chicas», diciéndoles fríamente que aquello era particularmente desastroso. Tan sólo pedíamos que pudieran salir a escena y marcharse sin que el público advirtiera su presencia.
Antes de salir a escena, Mami y Hannah decidieron quitarse las gafas. Se dijeron una a la otra que, sin gafas, no sólo parecerían chicas estudiantes, sino que incluso podían ser tomadas por niñas.
Cuando llegaron al centro del escenario, fuese por el nerviosismo normal que experimenta cualquier debutante teatral o bien por el hecho de que apenas podían ver sin sus gafas, fueron a sentarse graciosamente en la misma silla. El frágil asiento, que no había sido diseñado para sostener el peso conjunto de dos robustas mujeres de mediana edad, hizo lo que cualquier otra silla habría hecho en circunstancias semejantes. Se derrumbó. Mami y Hannah cayeron al suelo con estrépito y las guitarras se escurrieron de sus manos. El aburrido pianista, que por lo visto ya estaba acostumbrado a esta clase de catástrofes de poca monta, empezó a tocar rápidamente «La bandera adornada de estrellas» mientras mami y Hannah, dominadas por el pánico, volvían hacia los bastidores.
A la mañana siguiente, mami anunció que su primera función la noche anterior había sido también su función de despedida. Luego nos besó a todos, nos dijo adiós y tomó el tren de vuelta a Nueva York.
Habiendo huido las dos mascotas, nos convertimos de nuevo en «Los cuatro ruiseñores», y los cien dólares de más a la semana que esperábamos conseguir no fueron más que otro sueño.
UN TROVADOR AMBULANTE: YO
No estoy seguro de cómo llegué a ser un comediante o un cómico. Quizá no soy un cómico. No vale la pena discutir este punto. En todo caso, me ha ido muy bien en la vida durante muchos años haciéndome pasar por un cómico. Cuando era chico, no recuerdo haber conmovido a nadie con mi ingenio. Soy un individuo muy cauto y no tengo el deseo ni los medios de analizar lo que hace que una persona divierta a otra. He leído muchos libros de famosos expertos que se dedican a explicar la base del humor e intentan describir lo que es divertido y lo que no lo es. Dudo que ningún comediante pueda honestamente explicar por qué él es divertido y por qué el vecino de la puerta de al lado no lo es.
Creo que todos los comediantes llegan a serlo por esfuerzo y por error. Ciertamente, esto era verdad en los viejos tiempos de las variedades y estoy seguro de que actualmente también es verdad. La mayoría de los grupos consistían en un actor serio y en otro cómico. El actor serio cantaba, bailaba o probablemente hacía ambas cosas. El actor cómico, por su parte, contaba unos cuantos chistes sacados de otros números y otros pocos de los periódicos y de las revistas cómicas. Entonces procedían a actuar en pequeños teatros de variedades, en clubs nocturnos y en cervecerías. Si el actor cómico poseía cierta inventiva, poco a poco iba descartando los chistes robados, como también los que ya habían pasado de moda, e intentaba contar algunos de su propia cosecha. Con el tiempo, si era algo bueno, iba emergiendo del tipo rutinario que empezó siendo e iba convirtiéndose en una personalidad distinta, creada por él mismo. Ésta ha sido tanto mi experiencia como la de mis hermanos y creo que ha sido la realidad de la mayoría de los otros comediantes.
Supongo que ni siquiera existe un centenar de comediantes profesionales de primera categoría, tanto hombres como mujeres, en el mundo entero. Constituyen un material mucho más escaso y mucho más valioso que todo el oro y todas las piedras preciosas que hay en el mundo. Sin embargo, al hacer reír, no creo que la gente comprenda realmente cuán esenciales somos para su salud. Si no fuera por el breve respiro que damos al mundo con nuestras estupideces, el mundo vería suicidios en masa, en cantidades que aventajarían comparativamente a la mortalidad de los conejos de raza «lemming».
Estoy seguro de que habrás oído la historia del hombre que, enfermo y desesperado, va a un psiquiatra y le cuenta al doctor que ha perdido su deseo de vivir y que está pensando seriamente en el suicidio. El doctor escucha este relato lleno de melancolía y luego explica al paciente que lo que necesita es reírse a gusto. Aconseja a aquel hombre desgraciado que vaya al circo aquella noche y que pase la velada riéndose con Grock, el payaso más gracioso del mundo. El doctor acaba diciendo:
—Después de que haya visto a Grock, estoy seguro de que estará mucho más contento.
El paciente se levanta, mira apesadumbrado al doctor, se vuelve y va tambaleándose hacia la puerta. Cuando está a punto de salir, el doctor le dice:
—A propósito, ¿cómo se llama usted?
El hombre se vuelve y mira al psiquiatra con ojos llenos de tristeza:
—Yo soy Grock.
* * *
Cuando un actor cómico interpreta un papel serio, siempre me produce una lánguida tristeza ver cómo los críticos arrojan sus sombreros al aire de un modo histérico, bailan por las calles y abruman al actor cómico con toda clase de felicitaciones. Siempre me ha intrigado saber por qué este hecho suscita semejante asombro y entusiasmo a los ojos de los críticos. Difícilmente puede encontrarse un actor cómico vivo que no sea capaz de llevar a cabo un trabajo de primera categoría en un papel dramático. Pero hay muy pocos actores dramáticos que puedan interpretar un papel cómico con cierta distinción. David Warfield, Ed Wynn, Walter Houston, Red Buttons, Danny Kaye, Danny Thomas, Jackie Gleason, Jack Benny, Louis Mann, Charles Chaplin, Buster Keaton y Eddie Cantor son todos actores cómicos de primera categoría que han interpretado papeles dramáticos y casi todos ellos coinciden en afirmar que, comparada con ser gracioso, una actuación dramática es como dos semanas de vacaciones en el campo.
Para convencerte de que esta idea no es exclusivamente mía, he aquí las palabras de S. N. Behrman, uno de nuestros mejores dramaturgos:
«Cualquier dramaturgo que haya pasado por la agonía de buscar actores aptos os dirá que el actor que puede interpretar una comedia es el individuo que vale. La intuición cómica llega a lo más íntimo de una situación humana con una precisión y una rapidez inalcanzables por parte de cualquier otro medio. Un gran actor cómico os tocará el corazón con una inflexión de voz tan diestra como la flexión de la muñeca de un maestro de esgrima.»
No obstante, los críticos siempre se sorprenden.
* * *
Cuando empezamos a actuar en el mundo del espectáculo, todos teníamos buena voz..., por lo menos para las variedades. En la época del cambio, las voces de Harpo y de Gummo se eclipsaron. La única buena que quedó fue la mía, pero luego también empezó a fallar. Pronto nos dimos cuenta de que, si queríamos sobrevivir tanto desde el punto de vista teatral como desde el punto de vista físico, nuestro número requería otra dimensión. Me hice con una peluca rubia. Era una vieja que mi madre había ya descartado. Con la peluca, más una cesta de ir al mercado con unas cuantas salchichas artificiales colgando por un lado, fingí ser un actor cómico alemán. Todos los actores cómicos que usaban acento alemán eran llamados comediantes holandeses. El acento fue una cosa fácil para mí. Vivíamos en Yorkville, un barrio alemán. Mi tío, Al Shean, era un comediante holandés y estábamos rodeados de cervecerías, repletas de alemanes. Se trataba de un tipo característico que el público reconocía y apreciaba.
El número no se basaba, desde luego, en ninguna gran idea. El argumento consistía en que yo, como aprendiz de carnicero que iba a entregar unas salchichas, preguntaba a Harpo y a Gummo (que iban vestidos de marineros) cómo podía ir a casa de la señora Schmidt. Mientras Gummo me indicaba una dirección, Harpo me robaba las salchichas. Admito que no era ninguna genialidad. Incluso estoy dispuesto a conceder que no estaba a la misma altura de
Front Page y
ni siquiera de
My Fair Lady
, pero se trataba de empezar por lo menos. Además, lo que todavía era más importante, aquel diálogo breve y familiar daba al público la ocasión de olvidar el número en el que acabábamos de cantar.
* * *
En aquella época, la posición que ocupaba un actor en la sociedad estaba entre la de una gitana que dice la buenaventura y la de un carterista. Cuando un espectáculo de cómicos ambulantes llegaba a una pequeña ciudad, las familias encerraban bajo llave a sus jóvenes hijas, pasaban los cerrojos de las puertas y escondían la vajilla de plata. Para darte una idea del nivel social del actor, te diré que un plantador sureño de Shreveport, en Louisiana, dijo una vez a uno de mis hermanos que le mataría si le volvía a ver hablando con su hija. Únicamente el hecho de que el plantador estuviera ocupado asistiendo a un linchamiento impidió que disparara sobre mi hermano.
Lo que se llama el atractivo de la escena no había llegado aún a los teatros y a las ciudades en que actuábamos. Para entrar en los camerinos de la mayor parte de teatros dedicados a las variedades, lo primero que tenías que hacer era buscar el callejón más sucio de la ciudad. En algún lugar de aquel callejón se encontraría la puerta que daba a la parte posterior del escenario. Luego tenías que bajar varios escalones mugrientos y penetrar en un sótano mal iluminado, húmedo y con frecuencia infestado de ratas, donde estaban instalados los camerinos.