Authors: Groucho Marx
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Dicen que cualquier hombre tiene un libro en su interior. Esto es más o menos tan exacto como la mayoría de las generalizaciones. Tomemos, por ejemplo, esta frase: «Irse a la cama temprano, levantarse temprano, hace al hombre lo que sea.» Esto no es más que una burrada. A la mayor parte de la gente rica que conozco le gusta quedarse durmiendo hasta tarde y gritará: «¡Socorro, fuego!», si se la despierta antes de las tres de la tarde. Te ruego que me digas (esto lo he sacado de
Mujercitas)
quiénes son las personas que se levantan con el alba. Policías, bomberos, basureros, conductores de autobús, dependientes y otros de las clases sociales más bajas. No ves a Marilyn Monroe levantándose a las seis de la mañana. La verdad es que yo no veo a Marilyn levantándose a ninguna hora, lo cual lamento mucho. Estoy seguro de que, si pudieras escoger, preferirías contemplar a la señorita Monroe levantándose a las tres de la tarde que contemplar al basurero más eficiente de tu ciudad saltando de la cama a las seis.
Desgraciadamente, la tentación de escribir sobre uno mismo resulta irresistible, sobre todo cuando te ves impulsado a ello por un editor ladino que te ha sobornado astutamente para que lleves a cabo este trabajo con un miserable anticipo de cincuenta dólares y una caja de puros de pacotilla.
Todo empezó de una forma bastante inocente. Hace años, influido por los célebres diarios de Samuel Pepys, empecé yo también a llevar un diario. Dicho sea de paso, creo que los diarios de Peeps, de Peppies o de Pipes serían mucho más populares actualmente si existiera una pronunciación universal de su nombre. Muchas veces, en alguna elegante cena literaria, he tenido la tentación de hablar sobre los diarios de Pepys, pero siempre me he sentido inseguro acerca de la pronunciación correcta de su nombre. Por ejemplo, si dices «Peeps», la dama de tu izquierda dirá con toda seguridad: «Perdóneme, pero, ¿no se refiere usted a Pipes?», y el comensal de tu derecha afirmará: «Lo siento, pero los dos están equivocados. Es Peppies.» Si Peeps, Pipes o Peppies hubiera sido lo bastante astuto como para elegir un nombre como Joe Blow, cualquier escolar americano leería actualmente sus diarios en lugar de estar robando tapaderas de cubos por las calles.
En este momento de la cena, si eres inteligente, abandonas el tema literario y a Pepys y te sumerges en cualquier otro tema acerca del cual sepas algo, como los promedios conseguidos por George Sisler bateando y recorriendo el campo de béisbol. Una discusión sobre George Sisler provocará rápidamente el éxodo de los dos aburridos vejestorios entre los que te ha colocado expresamente tu anfitriona. Esto te proporciona la ocasión de sonreír tiernamente a aquella fulgurante y pequeña estrella que está al otro lado de la mesa, aquel ser a quien la naturaleza ha concedido con tanta generosidad las mejores cosas que hay en la vida.
No sé lo que la televisión y el amor libre han hecho por el negocio de la publicación de libros, pero uno de los mayores inconvenientes que existen para el lanzamiento de una obra literaria maestra (como lo será ésta indudablemente) es el lector clandestino.
Dejando a un lado el tema de Marilyn Monroe —y no creo que sea fácil—, me gustaría decir unas cuantas palabras desagradables sobre el miserable individuo conocido en los círculos libreros como el «ramoneador». Estoy seguro de que lo has visto en muchas librerías. Lee en
The New Yorker
, en
Atlantic Monthly
o en
The Saturday Review
la recensión de algún libro recién publicado que da la impresión de ser bastante apetecible. Animado por este resumen, entra casualmente en una librería, agarra un ejemplar del libro y, si es un experto en lectura rápida (o «peinador de olas», tal como es conocido en el ramo), se lo zampa casi por completo en cuarenta y cinco minutos. Luego se marcha tranquilamente por una puerta lateral, a fin de poder volver otro día y contribuir a la ruina de cualquier otro autor que se ha matado trabajando.
En el caso de que el propietario de la librería sea lo suficientemente estúpido como para preguntarle si puede servirle en algo, este reptil (sabiendo que está atrapado) será lo suficientemente astuto como para preguntar por
La historia de la muralla china
de Frangani o por
Un compendio universal de la confederación argina.
Un hombre no se lo piensa ni un segundo si se trata de pagar cuatro o cinco dólares por un par de pantalones, pero lo pensará durante largo tiempo antes de emplear la misma cantidad de dinero en un libro.
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Esta obra empezó como una autobiografía, pero antes de enterarme comprendí ya que no sería nada de eso. Resulta casi imposible escribir una autobiografía sincera. Quizá Proust, Gide y unos pocos más consiguieron hacerlo, pero la mayor parte de las autobiografías ponen buen cuidado en ocultar al autor ante el público. En casi todos los casos, lo que el público acaba comprando es un discreto volumen con los hechos hábilmente encubiertos, lleno de bazofia y de ambigüedad.
Exceptuando el caso de los escritores profesionales, la mayoría de estas confesiones insinceras ni siquiera han sido escritas por la persona cuyo nombre figura en la cubierta del libro. Letras mayúsculas proclamarán que se trata de La autobiografía de Charles W. Moonstruck, mientras que unas letras tan minúsculas como la cabeza de un alfiler susurran: «Tal como se la contó a Joe Flamingo.» Joe Flamingo, el auténtico escritor, es el ganapán que ha desperdiciado dos años de su vida por una remuneración miserable para redactar y embellecer las escasas y vacilantes palabras de Charles W. Moonstruck. Cuando el libro aparece finalmente impreso, Moonstruck recorre toda la ciudad preguntando a sus amigos (a los pocos que tiene): «¿Has leído mi libro...? ¿Sabes? Nunca había escrito anteriormente... ¡No tenía idea de que escribir fuera tan sencillo...! He de escribir otro libro muy pronto.»
Olvida que no ha escrito una sola palabra de esa epopeya tan poco singular, si exceptuamos el hecho de que contó a su «fantasma» dónde nació y cuándo (incluso mintiendo un poco acerca de este punto). Su doble literario tuvo que improvisar y crear por sí mismo las trescientas páginas inmortales.
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Por supuesto, ésta es la época de los «fantasmas». La mayor parte de la palabrería que emana de banqueros, políticos, actores, industriales y otros de las zonas altas está escrita por burros mal alimentados que emplean a la vez cuerpo y alma en escribir pliegos de tonterías para que corra la fama de unos individuos orgullosos. Nos guste o no, ésta es la clase de época en que vivimos.
En realidad, me estoy poniendo la soga al cuello con este ataque a los escritores fantasmas. Sé rematadamente bien que no soy Faulkner, ni Hemingway, ni Camus, ni Perelman... ni siquiera Kathleen Winsor. De hecho, ni siquiera tengo el mismo sexo de Kathleen. Sin embargo, cada palabra de este fárrago correoso y mal escrito ha sido sudada por mí.
El hecho que se mantiene en pie es que la mayor parte de las autobiografías no mantienen en pie la mayor parte de los hechos. El noventa por ciento de ellas es ficción en un noventa por ciento. Si se escribiera la auténtica verdad sobre la mayoría de los hombres públicos, no habría cárceles suficientes para ellos. Mentir se ha convertido en una de las mayores industrias de América.
Tomemos, por ejemplo, las relaciones que existen entre marido y mujer. Incluso cuando están celebrando sus bodas de oro y se han dicho mutuamente un millón de veces «te amo», tanto en público como en privado, sabes tan bien como yo que nunca se han dicho realmente la verdad, la verdad
real.
No me refiero a cosas superficiales como «¡Tu madre es una piojosa!» o «¿Por qué no compramos un coche de lujo en lugar de ese cacharro con el que sólo podemos ir a paso de caballo?» No; me refiero a los pensamientos secretos que pasan por sus mentes cuando se despiertan a medianoche y ven cosas imaginarias en la pared.
Si dos personas que han estado felizmente casadas durante cincuenta años han podido tener tanto éxito en el hecho de guardar para sí mismas sus pensamientos más íntimos, ¿cómo demonios se puede esperar que una autobiografía, que teóricamente va a ser leída por miles de personas, sea otra cosa que una larga retahíla de semifabricaciones? Los pensamientos privados que se infiltran en las mentes de los individuos permanecen en rincones recónditos, profundos y oscuros, y nunca salen a la superficie.
En la medida en que puedo recordarlos, la mayor parte de los incidentes que aquí relato son verdaderos, pero en realidad tú no me conoces mejor ahora que cuando has empezado a leer esta alocada aventura. No digo que esto sea una desgracia. Mi opinión es que hay que felicitarte abiertamente. Lo que quiero decir es que no tienes la menor idea de lo que sucede en mi interior. Recuerda concretamente que «cualquier hombre es una isla dentro de sí mismo». (Es posible que ésta no sea la cita exacta, pero no tengo tiempo para comprobarlo. Van a darme un masaje a las tres y además me estoy quedando sin papel.)
Supongo que una persona podría escribir una autobiografía concorde con los hechos, honrada y sincera, pero para ir sobre seguro tendría que publicarse póstumamente. Yo, por lo menos, creo que podría escribir un libro sensacional, si estuviera dispuesto a revelar mis pensamientos más íntimos y mis sentimientos acerca de la vida en general y de mí en particular. Pero, ¿qué provecho iba a sacar de un libro póstumo? Aunque se convirtiera en un
best seller
y fuera escogido más tarde para ser condensado en el
Reader's Digest
, no sacaría nada de ello. De esta manera, hasta que no se invente algún medio que le
permita
a uno llevarse algo consigo, lo que vas a obtener aquí es un simple simulacro de Groucho. Sería mejor para ti dedicarte concretamente a leer el diccionario o bien a podar árboles frutales.
¿QUIÉN NECESITA DINERO? (NOSOTROS LO NECESITÁBAMOS)
Quita o pon unos cuantos años, nací por allá el cambio de siglo. No voy a decir qué siglo. Cada uno es libre de hacerse su opinión.
Teníamos un piso en una casa atestada de gente en nuestro Shangri-la de Yorkville, en la parte alta de Nueva York, en el East Side. Además de los cinco hermanos —Chico Harpo, Groucho, Gummo y Zeppo, por orden de edad—, estaban allí mi madre y mi padre (de hecho, estuvieron allí antes que nosotros), el padre y la madre de mi madre, una hermana adoptiva y un constante raudal de parientes pobres que afluían noche y día por nuestra casa.
Venían en busca de risas, venían en busca de alimentos y venían en busca de un consejo. No sé quién pagaba la comida. Debían de ser los comerciantes locales, porque nos mudábamos de un distrito a otro de Yorkville tan a menudo como una caravana de gitanos. En aquellos días podías trasladar todas tus propiedades por diez pavos y resultaba mucho más barato que pagar las facturas. En todo caso, siempre parecía que había suficiente para alimentar a todo el mundo.
Cualquiera que fuese el motivo por el que vinieran visitas a nuestra casa, siempre venían a ver a mi madre, nunca a mi padre. Ella les aconsejaba sobre sus vidas amorosas, sobre dónde podían encontrar empleo y cómo podían mantenerse alejados de cualquier apuro. Cuando necesitaban dinero, ella se lo prestaba. Siempre ha sido una fuente de asombro para mí cómo lo conseguía, pero en todas las ocasiones salía del paso. Apañaba matrimonios que se estaban hundiendo y lograba convencer al casero, al tendero, al carnicero y a cualquier otro a quien debiéramos dinero. Sus maniobras constituían un triunfo de habilidad, de estafa y de imaginación.
* * *
Mi papi era sastre y de vez en cuando hasta ganaba dieciocho dólares a la semana. Con todo, no era un sastre normal. El récord que estableció de ser el sastre más inepto que jamás produjo Yorkville no ha sido nunca superado. En este terreno podrían incluirse también algunas zonas de Brooklyn y del mismo Bronx.
La idea de que papi era un sastre constituía una opinión que únicamente era defendida por él. Sus clientes lo conocían como «el mal entallado Sam». Era el único sastre de quien he oído decir que rechazara emplear la cinta métrica. Él sostenía que una cinta métrica podía estar muy bien para un enterrador, pero no para un sastre que tuviera el ojo infalible de un águila. Insistía en que una cinta métrica era una simple muestra de vacilación y un absurdo completo, añadiendo que si un sastre tenía que medir a un hombre nunca podría ser un sastre de primera categoría. Mi papi alardeaba de que él podía sacar las medidas de un hombre con sólo mirarlo y hacerle un traje perfecto. Los resultados de sus apreciaciones eran tan precisos como las predicciones de Chamberlain acerca de Hitler.
Todos nuestros vecinos eran clientes de papi. Era fácil reconocerlos por la calle, ya que todos andaban con una pierna del pantalón más corta que la otra, una manga más larga que la otra o el cuello del abrigo sin decidirse por qué lado asentarse. El resultado inevitable era que mi padre nunca tenía dos veces al mismo cliente. Esto significaba que tenía que estar constantemente a la búsqueda de un nuevo negocio y, a medida que nuestro vecindario se iba poblando de gente vestida con trajes mal entallados, tenía que buscar sectores donde no lo hubiera precedido su reputación. Recorrió diversos sitios a lo largo y a lo ancho: trabajó en Hoboken, en Passaic, en Nyack e incluso más lejos. Cuando aumentaba su reputación, se veía obligado a alejarse más y más de su base hogareña a fin de cazar nuevas víctimas. Muchas semanas sus gastos de locomoción eran mayores que sus ingresos. Además, sus callos y juanetes, atendidos por uno de mis tíos favoritos, el talentudo doctor Krinkler, eran mayores que ambas cosas.
Cómo se las arreglaba mi madre constituye un misterio que supera cualquier explicación. Alexander Hamilton puede haber sido el mejor secretario de la tesorería, pero me habría gustado verle desempeñando el trabajo de mi madre con la misma habilidad con que ella lo desempeñaba.
Resulta sorprendente cómo un hombre puede ser eficiente en un campo y cómo puede ser incompetente en otro. Mi padre habría sido un cocinero de primera. Normalmente preparaba la comida para todos nosotros. Cualquiera ha conocido unas cuantas personas como él. Podía coger dos huevos, un poco de pan seco, unos cuantos vegetales surtidos y un trozo de carne barata, y convertir todo esto en algo digno de los dioses, suponiendo que aún quede alguno.
Como la mayor parte de las mujeres, mi madre detestaba cocinar y se habría apartado varias millas de su camino con tal de evitar la cocina. Con todo, la habilidad culinaria de mi padre permitió a mi madre inclinar a su favor en años posteriores algunos contratos bastante interesantes. Cuando nuestra pieza vodevilesca estaba aún en sus comienzos, uno de los trucos más agudos de mamá consistía en invitar a los agentes teatrales a una de las comidas preparadas por papi. Después de comer sus viandas, los agentes se habían ablandado tanto, que mamá podía negociar con ellos según los términos que a ella le convenían.