Groucho y yo (27 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Una noche, aproximadamente al cabo de tres semanas, acababa de irme a la cama cuando se produjo un terrible estampido y la casa se estremeció como si la hubiera sacudido un terremoto. Me puse rápidamente la parte inferior de mi pijama (ahora ya sabes cómo duermo... ¡y luego hablan de las cándidas autobiografías!), corrí escaleras abajo y me reuní con el resto de mi familia que se dirigía alocadamente hacia la puerta principal de la casa.

En la calle no había nadie.

—Es raro —pensé—. Debe de tratarse de un terremoto privado. Por lo visto, mi casa es la única del barrio que ha sido afectada.

Permanecimos fuera, temblando de frío y de miedo, ya que temíamos que pudiera producirse otra vez el terremoto. Cuando despuntó el día, nos volvimos con gran nerviosismo a nuestras camas. Alrededor del mediodía llegó mi padre.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Parece que todos estéis enfermos. ¿Ha ocurrido algo?

—Papi —dije—, a las tres de la madrugada un terremoto ha sacudido nuestra casa y ya no hemos podido dormir más.

—¿Un terremoto? ¡Hum! Lo que todos vosotros necesitáis es un buen trago de mi vino —contestó—. Por esta razón estoy aquí. Hoy se han cumplido las tres semanas y el vino está ya listo.

Tendría que haber venido el día anterior. Lo que nosotros habíamos creído que era un terremoto no era más que la explosión del vino de mi padre. Vidrios rotos y tapones cubrían completamente la bodega y el vino corría por el suelo como si se tratara de la celebración de la venida del año nuevo en un restaurante caro. Junto a todos aquellos residuos, una docena de ratas estaban durmiendo el sueño de la muerte. Al principio creí que estaban borrachas, pero en el grupo no se oía ningún hipo, de manera que llegué a la conclusión de que eran entendidas en vinos y de que no se interesaban demasiado por la cosecha de mi padre.

Nunca llegué a beber aquel vino. Sin embargo, durante los ocho años que vivimos en la casa de Great Neck nunca más volvimos a ver una rata. Aunque no tengo modo de saberlo, actualmente me siento inclinado a creer que el ingrediente secreto que había en el saco misterioso de mi padre constituía el primer paso hacia la bomba de hidrógeno.

Capítulo XVIII

LO LLAMAN EL ESTADO DORADO

Al final de nuestros ocho años sin ratas en Great Neck, mi esposa, los niños y yo nos trasladamos a California con un extenso surtido de familiares Marx, de varias estaturas, formas y sexos.
Animales locos
, tras dos años de representarse en Broadway, había llegado a su término. La razón de nuestra expedición familiar en busca de oro hacia el Oeste fue un contrato cinematográfico que constituyó un bálsamo para las heridas sufridas en el 29.

Nos amontonamos a bordo del Santa Fe y nos dirigimos a hacer una tentativa en el mundo del cine. Era el año 1931. Cuando nos apeamos del tren en Los Ángeles, el aire estaba perfumado por los efluvios aromáticos de los naranjos y de los limoneros en flor. La emigración hacia California no había empezado todavía y Hollywood poseía aún un ambiente tranquilo y una paz campesina.

El cine hablado acababa de introducirse en la industria cinematográfica y había espantado tremendamente a la mayor parte de sus miembros. Gilbert, Garbo, Charlie Ray, Tom Mix, William S. Hart, Fairbanks y Pickford, con unos cuantos más, constituían la realeza del cine. Los impuestos eran aún nominales y los reyes y las reinas de Hollywood vivían de un modo más lujoso que la mayoría de las familias reales en Europa. La mayor parte de ellos despilfarraban el dinero de tal forma, que uno llegaba a pensar que se lo fabricaban ellos mismos en la bodega. Utilizaban bañeras de oro macizo, tenían Rolls Royces conducidos por chóferes, bebían champán para desayunar y tomaban caviar cada quince minutos. Era la clase de mundo que actualmente sólo existe en las páginas de las revistas cinematográficas y para los hijos de unos cuantos dictadores de América Latina.

Había mucho talento en los veinte actores principales, pero el resto iba tirando gracias sobre todo a sus rostros y a sus figuras. Algunas de las muchachas conocían a los productores mucho mejor que sus esposas. Con el tiempo, muchas de ellas pasaron a ser esposas y las ex esposas se convirtieron en agentes o funcionarios de bienes raíces.

Era un país nuevo y fabuloso que no tenía paralelo desde los tiempos ardientes y deslumbrantes de Roma. Las fiestas eran fantásticas, como también la mayor parte de los invitados. Ninguna fiesta era considerada como un éxito a menos que cierto número de supervivientes fueran arrojados a la piscina con sus trajes de noche, y no me refiero precisamente a los pijamas.

La estrella de cine actual es de una raza diferente. Está tan bien aislada con respecto a las desgracias financieras como la fundación Rockefeller. Tiene un agente, un experto en impuestos, un abogado y un administrador. Sí se porta bien, se le permite gastar hasta cincuenta dólares a la semana. Muchas de ellas tienen dinero invertido en petróleo, en ganado y en bienes raíces. Conozco a dos estrellas que tienen un rancho de ovejas en Australia. Uno de mis amigos posee una bolera y, cuando acaba de rodar una película y está esperando el comienzo de otra, se pasa las noches plantando bolos.

Quizá sea que yo tenga ideas anticuadas, pero actualmente Hollywood es una de las comunidades más serias y más dignas que existen en los Estados Unidos. Los pocos personajes que se apartan del buen camino, lo hacen escapándose a Las Vegas, a Nueva York o a Europa. A medianoche casi todo el mundo está en la cama, para estar listo y dispuesto a actuar ante las cámaras a la mañana siguiente o bien para hablar con su experto en impuestos a fin de que le informe sobre el truco más reciente para sacar beneficios de su capital. En Hollywood se procede exactamente igual que en Filadelfia. Hoy en día, Ben Franklin se encontraría allí como en casa.

* * *

Cuando llegamos a Hollywood por primera vez, casi todo el mundo viajaba aún en el Jefe. No se trataba de un indio. El Jefe era el tren más rápido del Santa Fe. Actualmente, exceptuando a unos pocos cobardes, casi todo el mundo va en avión. En aquellos tiempos, sin embargo, se necesitaban diecisiete horas para volar de Nueva York a Los Ángeles y, por una pequeña suma suplementaria, conseguías una litera y dos píldoras para dormir. Los aeroplanos eran «Ford» trimotores y a veces incluso alcanzaban la velocidad de doscientos kilómetros por hora, a menos que fallase algún motor. Cuando esto sucedía, normalmente la compañía admitía que el viaje había sido un fracaso.

Había un actor que era una de las primeras estrellas en uno de los estudios más importantes y que aparecía sobre todo en películas de aviación. Siempre era el héroe y siempre protagonizaba la figura de un piloto temerario que en el último rollo derribaba sin compasión docenas de aeroplanos enemigos. No había nadie en Hollywood que fuera tan valiente como él. La gente no lo sabía, pero nunca había volado en un aeroplano de verdad. Tenía un pánico mortal a estos aparatos y en la intimidad del estudio no hacía de ello ningún secreto. Cuando volaba en una película, se trataba siempre de un doble que llevaba a cabo el trabajo sucio. En los primeros planos, el público podía divisar el perfil ceñudo de nuestro héroe, mientras masticaba tranquilamente chiclé y ametrallaba desdeñosamente al huno o al astuto oriental, según fuera la guerra de que se trataba en la película.

Esta estrella tenía una dama en Nueva York, pero por desgracia esta dama tenía un marido en Europa que le había telegrafiado diciéndole que volvería muy pronto al lado de su amada. Al saber todo esto, la señora telefoneó inmediatamente a nuestro héroe y le dijo que, si quería estrecharla entre sus brazos, era mejor que olvidase aquellos cuatro días largos y aburridos en tren y tomara un avión. Ella le dijo:

—Mira, si te pasas todo el día volando en el estudio por dinero, también puedes volar sin duda una noche por amor.

La estrella no tuvo respuesta adecuada a esta observación y dudo de que tú la hubieras tenido.

La idea de que el marido de su amiga tenía la desfachatez de volar de Europa precisamente cuando estaba a punto de visitar a su esposa lo llenaba de rabia y de desesperación. La rabia acabó venciendo a la desesperación y le proporcionó el falso coraje que necesitaba para embarcarse en un vuelo tan azaroso como aquél.

Sucedió que yo viajaba en el mismo aeroplano, aunque (he de añadir con pesar) no por la misma razón. Así que el aeroplano despegó de Burbank, nuestro héroe empezó a gemir como un cachorro. El hecho de volar era relativamente peligroso en aquellos tiempos, pero las compañías aéreas eran muy astutas y habían puesto en cada aparato hermosas azafatas para que distrajeran a los pasajeros masculinos. Nuestro amigo se puso a mirar por la ventanilla y, a medida que el suelo se alejaba, gotas de sudor empezaron a deslizarse por su viscosa frente.

—¿Qué te pasa, Delaney? —le pregunté.

(A estas alturas ya sabrás por qué utilizo un seudónimo cualquiera.)

—¿Por qué miras constantemente por la ventanilla —proseguí diciendo— y te estremeces en tu asiento? No estarás asustado por el inmenso y desierto cielo azul, ¿verdad?

Me miró con ojos vidriosos. —¿Cuál es la primera parada? —Phoenix, Arizona —dije.

—Bueno —anunció—, no sé lo que piensas tú sobre esto, pero en Phoenix enviaré al infierno este cacharro.

Decidí que la mejor forma de tratar a aquel cobarde era llamar a la azafata, un verdadero bombón, y que lo distrajera con sus encantos. Mientras la chica intentaba calmarlo por el camino del diálogo y del flirteo que se acostumbraban en las líneas aéreas, yo procuraré ayudarla a base de avergonzarlo para que recuperara su hombría.

—He visto la última película que has hecho —dije—. Es aquella en la que derribas siete aviones enemigos. Sin duda, ¡eres muy valiente! Es un hecho que sabes moverte muy bien entre las nubes. Dime, ¿no te has asustado nunca?

Me miró a mí, miró a la azafata y luego preguntó:

—¿Cuánto falta para que aterricemos en Phoenix?

Tan pronto como nos dieron la orden de ponernos los cinturones de seguridad para el aterrizaje, la estrella recogió su equipaje de mano y empezó a encaminarse hacia la salida. La azafata y yo lo sujetamos. Estaba demasiado debilitado por el pánico para ofrecer mucha resistencia y, después de un leve forcejeo, pudimos colocarlo finalmente en su asiento. En el instante en que el aeroplano despegaba de nuevo, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Cuál es la siguiente parada?

—Nashville, Tennessee —respondí.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Cuatro horas aproximadamente —le dije, palmoteándole uno de sus hombros para tranquilizarle—, ¡a menos que nos estrellemos, por supuesto!

Palideció y dijo:

—Bueno, no creas que no podamos estrellarnos. En todo caso, Nashville es mi ciudad favorita. Tengo un montón de amigos allí y allí será donde me apearé. No habrá hombre ni mujer en este cepo mortal que pueda detenerme.

Cuando el aeroplano tomó tierra en Nashville, el actor agarró de nuevo sus cosas. Esta vez, sin embargo, cuando abrieron la portezuela, me puse de pie frente a él bloqueándole el paso. Entonces empecé a vocear su nombre (un nombre que era muy famoso).

—Si sales de aquí —dije gritando—, todos los periódicos que existen en América contarán mañana esta historia en primera página. Escucha, tonto: el mundo cree que eres un gran héroe y no puedes permitirte el lujo de que te consideren de un modo distinto. Si el público se entera de tu pánico cerval, quedarás profesionalmente muerto. Serás el hazmerreír de todo el mundo del espectáculo. Es posible que incluso tengas que ponerte a trabajar.

Al oír la palabra «trabajar», palideció todavía más. Habían pasado muchos años desde que se dedicaba a llenar de gasolina los depósitos de los coches en Essex.

—Prefiero volver a aquel puesto de gasolina que remontarme de nuevo en este montón de chatarra —vociferó, intentando desesperadamente apartarme para que le dejara el camino libre.

* * *

Estaba ya casi fuera del aparato, cuando la ayuda llegó en forma de la nueva azafata que sustituía a la anterior y que estaba subiendo por la escalerilla. La primera era guapa. Muy guapa. Pero esta segunda se encontraba casi más allá de cualquier descripción. Era un combinado de Garbo y de Elena de Troya. Estoy seguro de que aquella situación embarazosa constituía una vieja historia para ella, ya que inmediatamente tomó la iniciativa y empezó a emplear toda la sutileza, el encanto y el sexo que tenía —y tenía una gran cantidad de las tres cosas—, suficientes para todos los hombres que había en el aeroplano, incluyendo al piloto, al capitán y a dos individuos que acababa de dejar en el aeropuerto.

Nuestro héroe volvió con paso vacilante hasta su asiento, avergonzado de su cobarde comportamiento ante aquella muñeca fabulosa. Cuando el aeroplano despegó de nuevo, se volvió hacia mí y susurró débilmente: —Groucho, ¿cuál es la parada siguiente? —Washington, D. C. —respondí.

—Me apearé allí —dijo—. Saldré como si tal cosa y nadie se dará cuenta.

—Espera un momento —dije—. Has hecho ya todo este camino. Todos los demás pasajeros saben que tú te encuentras en el aeroplano. No me digas que no tienes valor suficiente para hacer el resto del viaje. ¡No hay más que dos horas desde Washington a Nueva York!

—Si fueran sólo dos minutos, para mí sería exactamente lo mismo —susurró con voz ronca—. ¿No ves que tengo los nervios destrozados? ¡Te digo que no puedo aguantar más! Llevo un revólver y mataré al primero que intente detenerme.

Al decir esto, puso sus ojos en mí con mirada escrutadora.

El aeroplano se estaba acercando ya a Washington. La azafata lo había intentado todo. Recurrió a encantos suyos que, hasta entonces, estoy seguro de que desconocía.

—Oiga, amigo —suplicó la chica—, no abandone el aparato, por favor. Será una mancha en mi historial. Le ruego que permanezca a bordo hasta que lleguemos a Nueva York.

Es posible que me equivoque, pero creo que oí que la chica añadía:

—Mire, si permanece en el aeroplano, tan pronto como dejemos Washington, subiré con usted a la litera.

Si me hubiera hecho a mí esta proposición, me habría quedado para siempre en el aeroplano o, por lo menos, hasta Siam. Sin embargo, ni este ofrecimiento increíblemente atractivo ni la colaboración de mi elocuencia produjeron efecto alguno en aquel «ducho aviador». Así que el aeroplano tomó tierra, recogió rápidamente su equipaje y estuvo fuera de allí mientras las hélices todavía giraban.

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