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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (47 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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[Se señala la cicatriz de la mejilla.]

Supongo que aquel día la única víctima real fueron mis calzoncillos. Entre los uniformes a prueba de mordiscos, el chaleco antibalas que habíamos empezado a llevar y el casco… Llevaba mucho tiempo sin utilizar una protección dura, y se me había olvidado lo incómoda que era cuando te acostumbras a lo blandíto.

¿
Es que los salvajes, las personas salvajes, sabían utilizar armas de fuego
?

No sabían como utilizar nada humano, por eso eran salvajes. No, el chaleco era para protegernos de la gente normal con la que nos encontrábamos. No me refiero a los rebeldes organizados, sino a los que iban en plan «Soy Leyenda». Siempre había un par de ellos en todas las ciudades, un tío o una tía que había logrado sobrevivir. Leí en alguna parte que los Estados Unidos era el país con mayor número de estos individuos, por nuestra naturaleza individualista o algo así. Llevaban mucho tiempo sin ver humanos de verdad, y, casi siempre, los primeros disparos eran accidentales o reflejos. A la mayoría lográbamos calmarlos; a esos los llamábamos RC, Robinson Crusoe…, era el término educado para los que se portaban bien.

Los otros, los «Soy Leyenda», estaban demasiado acostumbrados a ser los reyes. No sé de qué, de los emes, los
quislings
y los animales salvajes dementes, aunque supongo que, en su cabeza, creían estar viviendo la buena vida, y nosotros íbamos a arrebatársela. Así me derribaron a mí.

Estábamos cerca de la Torre Sears, en Chicago. Chicago nos regaló suficientes pesadillas para tres vidas enteras. Estábamos en pleno invierno, el viento se levantaba del lago con tanta fuerza que apenas podíamos permanecer en pie, y, de repente, sentí que el martillo de Thor me golpeaba en la cabeza. Un proyectil de un fusil de caza de gran potencia. Después de eso no volví a quejarme de los chalecos antibalas. La banda de la torre tenía su propio reino y no estaba dispuesta a entregárselo a nadie. Fue una de las pocas veces que utilizamos a toda la peña: SAW y granadas. También supuso el regreso de los Bradleys.

Una vez terminamos con Chicago, los jefes supieron que nos encontrábamos en un entorno con múltiples amenazas, y tuvimos que llevar puestas las protecciones rígidas, incluso en verano. Gracias, ciudad del viento. Todos los escuadrones recibieron unos folletos con la «pirámide de amenazas».

Estaba ordenada por probabilidad, no por letalidad. Los zetas estaban en el primer escalón, después los animales salvajes, los niños salvajes, los quislings y, en primer lugar, los «Soy Leyenda». Conozco a muchos tipos del grupo Sur que se quejaban de que siempre lo tenían más difícil porque, en nuestro caso, el invierno se encargaba de todo el nivel de amenaza de los zetas. Sí, claro, y lo reemplazaba por otro: ¡el invierno!

¿Qué dicen, que la bajada media de las temperaturas fue de diez grados, quince en algunas zonas?
[100]
Sí, lo teníamos fácil, metidos hasta el culo en nieve gris, sabiendo que, por cada cinco polos de zombi que rompieras, tendrías al menos otros cinco que se levantarían al fundirse el hielo. Al menos los del sur sabían que, una vez limpia la zona, estaba limpia, y no tenían que preocuparse por ataques desde la retaguardia. Barríamos cada zona tres veces, como mínimo. Utilizábamos de todo, desde palos y perros hasta radares terrestres de última generación, dale que te pego, y todo eso en pleno invierno. Perdimos más hombres por culpa de la congelación que por lo demás, y, encima, sabías, sabías de verdad, que cada primavera estarías en plan: «Mierda, otra vez». Es decir, incluso en la actualidad, con todos los barridos y grupos de voluntarios civiles, la primavera es como antes el invierno: la naturaleza nos hace saber que se acabó lo bueno por el momento.

Hablame de la liberación de las zonas aisladas
.

Siempre eran duras, todas ellas. No olvides que esos lugares seguían sitiados, con cientos e incluso miles de monstruos a las puertas. La gente que estaba escondida en los fuertes gemelos de Comerica Park y Ford Field debían de tener un foso conjunto (así los llamábamos, fosos) de al menos un millón de emes. Fueron tres días de orgía de balas que hicieron que lo de Hope pareciese una escaramuza menor. Fue la única ocasión en la que llegué a pensar que nos superarían. Había una pila de cadáveres tan grande que temí que nos enterrase, literalmente, una avalancha de cuerpos. Ese tipo de batallas te dejaban tan hecho polvo, tan exhausto de mente y cuerpo que sólo querías dormir, nada más, ni comer, ni bañarte, ni siquiera follar: sólo querías buscarte un sitio calentito y seco, cerrar los ojos, y olvidarlo todo.

¿
Cómo reaccionaban los liberados
?

Había de todo. Las zonas militares tenían poca intensidad: muchas ceremonias formales, izada y bajada de banderas, «lo relevo, señor; gracias, señor», ese tipo de chorradas. También hubo algunos lloriqueos machotes, ya sabes, en plan: «No necesitábamos que nos rescatasen». Cosas por el estilo. Yo lo entendía, porque todos los soldados quieren ser los que aparecen cabalgando por la colina, no los que esperan en el fuerte. Sí, seguro que no necesitabas ayuda, colega.

A veces era cierto, como los pilotos de las afueras de Omaha. Eran un centro estratégico para lanzamientos aéreos, con vuelos regulares casi cada hora. En realidad, vivían mejor que nosotros: comida fresca, duchas calientes, camas blandas. Daba la impresión de que ellos nos rescataban a nosotros. Por otro lado, tenías a los cabezabuques de Rock Island, que se negaban a reconocer lo mal que lo habían pasado, pero a nosotros nos parecía bien. Después de tanto sufrimiento, se habían ganado el derecho a presumir de ello, como mínimo. Nunca conocí a ninguno en persona, aunque he oído las historias.

¿
Y las zonas civiles
?

Un tema completamente distinto. ¡Éramos los putos amos! Vitoreaban y gritaban, como se suponía que debía pasar en la guerra, igual que en las
pelis
en blanco y negro, con esos soldados estadounidenses entrando en París o donde fuera. Éramos estrellas de
rock
. Eché tantos… bueno…, si hay un montón de chavalines entre este lugar y la Ciudad de los Héroes que se parecen mucho a mí… [Se ríe.]

Pero hubo excepciones
.

Sí, supongo que sí. No siempre, pero, de vez en cuando, aparecía alguien, una cara enfadada en la multitud, que te gritaba: «¿Por qué coño habéis tardado tanto?», «¡Mi marido murió hace dos semanas!», «¡Mi madre murió esperándoos!», «¡Perdimos a la mitad de la gente el verano pasado!», «¿Dónde estabais cuando os necesitábamos?». Gente enseñando fotos, caras… Cuando entramos en Janesville, en Wisconsin, alguien llevaba un cartel con una foto de una niñita sonriente; debajo ponía: «¿Mejor tarde que nunca?». Lo apalearon los suyos; no deberían haberlo hecho. Es el tipo de cosas que veíamos, la mierda que te mantenía despierto después de pasar cinco noches sin dormir.

Muy de vez en cuando, de higos a brevas, entrábamos en una zona en la que no éramos bien recibidos. En Valley City, en Dakota del Norte, estaban en plan: «¡Que os jodan, soldados! ¡Nos disteis la espalda, no os necesitamos!».

¿
Era una zona secesionista
?

Oh, no, al menos ellos nos dejaron entrar. Los rebeldes sólo te recibían con disparos. Nunca me acerqué a esas zonas, porque los jefazos tenían unidades especiales para los rebeldes. Los vi una vez en la carretera, cuando iban de camino a Black Hills. Era la primera vez desde que había dejado las Rocosas que veía tanques; era una sensación desagradable, sabías cómo iba a acabar la cosa.

Se ha hablado mucho sobre los discutibles métodos de supervivencia de algunas zonas aisladas
.

Sí, ¿y? Pregúntales a ellos.

¿
Viste alguno
?

No, y no quise hacerlo. La gente intentaba contármelo, la gente a la que liberábamos. Estaban tan rotos por dentro que sólo querían quitarse ese peso de encima. ¿Sabes lo que les decía? Les decía: «Déjatelo dentro, tu guerra se ha acabado». No quería llevar más lastre en mi mochila, ¿sabes?

¿
Y después? ¿Hablaste con alguno de ellos
?

Sí, y leí mucho sobre los juicios.

¿
Cómo te hicieron sentir
?

Mierda, yo qué sé. ¿Quién soy yo para juzgarlos? No estaba allí, no tuve que enfrentarme a eso. Entonces no había tiempo para una conversación como ésta, ni para preguntas hipotéticas. Tenía un trabajo que hacer.

Sé que a los historiadores les gusta decir que el ejército de los Estados Unidos tuvo pocas bajas durante el avance, pocas comparadas con otros países, China o quizá los rusos; pocas si sólo se contaban las que causaron los zetas, porque había un millón de formas de palmarla en esa carretera, y dos tercios de ellas no estaban en esa pirámide que nos dieron.

Las enfermedades eran una importante, enfermedades que se suponían erradicadas allá por la Edad Media o algo así. Sí, nos tomábamos las pastillas, nos poníamos las inyecciones y, bueno, nos hacían reconocimientos regulares, pero había demasiada mierda por todas partes: en la tierra, en el agua, en la lluvia y en el aire que respirábamos. Cada vez que entrábamos en una ciudad o liberábamos una zona, al menos un tío se moría o era puesto en cuarentena. En Detroit perdimos un pelotón entero por culpa de la gripe española. Los jefazos se pusieron de los nervios con eso y dejaron el batallón en cuarentena durante dos semanas.

Después estaban las minas y las trampas explosivas que algunos civiles habían colocado durante nuestra huida al oeste. Por aquel entonces tenía sentido: sembrabas kilómetros y kilómetros de minas, y así los zetas volaban en pedazos. El único problema es que las minas no funcionan de ese modo: no hacen volar en pedazos un cuerpo humano, sino que le arrancan una pierna, un tobillo o las joyas de la familia. Se diseñaron para eso, no para matar, sino para herirlos y que el ejército tuviese que emplear sus preciados recursos en mantenerlos vivos y después enviarlos a casa en silla de ruedas, de manera que sus
papis
civiles pudieran pensar de vez en cuando en que quizá apoyar aquella guerra no era tan buena idea. Pero los zombis no tenían hogar, ni
papis
civiles; lo único que hacían las minas convencionales era crear un montón de monstruos mutilados que, si acaso, dificultaban tu tarea, porque lo mejor era tenerlos en pie para verlos bien, no arrastrándose entre las malas hierbas, esperando a que los pisaras, como si se hubiesen convertido también en minas. No se podía saber dónde estaban las minas; muchas de las unidades que las habían colocado durante la retirada no las habían marcado correctamente, habían perdido las coordenadas o, simplemente, no estaban vivas para decírselo a nadie. Además, estaban las cosas que dejaban los «Soy Leyenda», las estacas
punji
y los cartuchos de escopeta que se disparaban al tropezar con un cable.

Así fue como perdí a un compañero en un Wal-Mart de Rochester, en Nueva York. Había nacido en El Salvador, pero se había criado en California. ¿Alguna vez has oído hablar de los Boyle Heights Boyz? Eran unos pandilleros muy duros de Los Ángeles a los que deportaron a El Salvador porque, técnicamente, estaban aquí de forma ilegal. Mi compañero acabó allí justo antes de la guerra y se abrió paso hasta aquí, atravesando todo México durante los peores días del Pánico, a pie, armado con un machete. No le quedaban ni familia ni amigos, tan sólo su hogar adoptivo. Amaba mucho este país, me recordaba a mi abuelo, ya sabes, el tema de la inmigración. Todo eso para acabar con un calibre veinte en la cara, probablemente montado por un capullo que había dejado de respirar hacía años. Putas minas y trampas explosivas.

Por otro lado, teníamos accidentes. Muchos edificios habían quedado debilitados por el combate; si le añades años de abandono y varios metros de nieve… Los tejados se derrumbaban sin avisar, estructuras enteras que se caían, hechas pedazos. De ese modo perdí a alguien; avistó a un enemigo, un salvaje que corría hacia ella a través de un taller mecánico, le disparó, y ya está. No sé cuántos kilos de nieve y hielo hicieron caer el tejado. Ella era… éramos… íntimos, ya sabes. Nunca hicimos nada al respecto, supongo que creíamos que eso lo habría hecho «oficial». Puede que pensáramos que nos facilitaría las cosas si algo le pasaba a uno de los dos.

[Mira a las gradas y sonríe a su esposa.]

No funcionó.

[Se toma un momento y respira profundamente.]

Después estaban las bajas psicológicas. Suponían más víctimas que todo lo demás junto. A veces entrábamos a zonas con barricadas y no encontrábamos más que esqueletos roídos por las ratas. Me refiero a las zonas que no habían sido invadidas por los zetas, las que sucumbieron al hambre o las enfermedades, o, simplemente, a la sensación de que no merecía la pena ver un nuevo amanecer. Una vez entramos en una iglesia de Kansas en la que quedaba claro que los adultos habían matado primero a los niños. Un tío de nuestro pelotón, un
amish
, leía todas sus notas de suicidio y se las aprendía de memoria, después se hacía un cortecito, una muesca diminuta en alguna parte del cuerpo para «no olvidar». El puto loco tenía todo el cuerpo lleno de marcas, del cuello a los pies. Cuando el teniente se enteró… lo licenció a toda leche por no ser apto para el servicio.

La mayoría de los locos salieron más adelante, no por el estrés, no, sino por la falta de él. Todos sabíamos que acabaría pronto, y creo que mucha gente que había estado aguantando durante mucho tiempo oyó una vocecita que decía: «Oye, colega, ya está, ya puedes dejarlo».

Conocía a un tío, un mastodonte enorme que había sido profesional de la lucha libre antes de la guerra. Estábamos caminando por la autovía al lado de Pulaski, en Nueva York, cuando el viento nos trajo el olor de un camión grande tirado en el camino. Estaba cargado de botes de perfume, nada elegante, las típicas colonias baratas de cualquier centro comercial. Mi amigo se quedó paralizado y empezó a sollozar como un niño, no podía parar; era un gigante con dos mil enemigos muertos a sus espaldas, un ogro que una vez cogió a un eme y lo usó como porra en un combate mano a mano. Tuvimos que cogerlo entre cuatro para tumbarlo en una camilla. Supusimos que el perfume le había recordado a alguien, aunque nunca supimos a quién.

También me acuerdo de otro tío sin nada especial, cuarentón, medio calvo, con un poco de tripa, aunque no mucha por culpa de las circunstancias. El tipo de persona que podrías haber visto en un anuncio de pastillas para la acidez antes de la guerra. Estábamos en Hammond, en Indiana, reconociendo defensas para el sitio de Chicago. Él vio una casa al final de una calle vacía, completamente intacta, salvo por las ventanas tapadas con tablas y la puerta rota, y puso una cara extraña, una sonrisa. Nos teníamos que haber dado cuenta mucho antes de que rompiese la formación, antes de oír el disparo. Estaba sentado en el salón, en un viejo sillón reclinable desvencijado, con el SIR entre las piernas, todavía sonriendo. Le eché un vistazo a las fotos de la repisa de la chimenea: era su casa.

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