Guerra y paz (106 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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—Bueno, querida princesa. He traído a mi cantarina, ya que era su deseo verla... Qué pena, es una pena que el príncipe siga enfermo —y tras decir unas cuantas más frases de rigor, se levantó—. Si me lo permite, princesa, dejare aquí a Natasha durante un cuarto de hora. Voy a dos pasos de aquí, a la calle Koniushennaya, a casa de Anna Dmítrievna. Después pasaré a recogerla...

Iliá Andréevich se había inventado esa diplomática argucia para dar rienda suelta a su hija con su futura cuñada. La princesa dijo que estaba muy contenta y rogó al príncipe que permaneciera más tiempo en casa de Anna Dmítrievna.

Mademoiselle Bourienne, a pesar de las inquietas miradas que le lanzaba la princesa María, no se retiraba de la sala y mantenía firme el hilo de la conversación sobre los placeres de Moscú y los teatros.

Natasha se ofendió y afligió. Y sin ella misma saberlo, con su calma y dignidad inspiró respeto y temor en la princesa María. A los cinco minutos de marcharse el conde, la puerta de la sala se abrió de golpe y apareció el príncipe en batín y con un gorro blanco de dormir.

—¡Ah, señorita! —dijo—. Señorita... la condesa Rostova, si no me equivoco... Le ruego que me disculpe... No sabía... Dios es testigo de que no sabía que nos había honrado con su visita. Le ruego que me disculpe —hablaba de un modo tan poco natural y tan desagradable, que la princesa María, con la mirada gacha, permaneció de pie sin atreverse a mirar ni a su padre ni a Natasha. Esta se levantó y volvió a tomar asiento, sin saber tampoco qué hacer. Solo mademoiselle Bourienne sonreía agradablemente.

—Le ruego que me excuse... Le ruego que me excuse —gruñó el viejo antes de retirarse.

Mademoiselle Bourienne fue la primera en reaccionar después de la aparición del viejo príncipe, comenzando a hablar sobre su indisposición. Pero al cabo de cinco minutos Tijón entró en la sala y anunció a la princesa María que su padre había ordenado que marchara de visita a casa de su tía. La princesa María, sonrojada hasta las lágrimas, mandó decirle que en aquel momento tenía invitados.

—Querida Amélie —dijo la princesa, volviéndose a mademoiselle Bourienne—. Vaya y diga a mi padrecito que hoy por la mañana no podré ir. Por favor —añadió con un tono que mademoiselle Bourienne conocía por infalible y con el que la princesa, al límite de su paciencia, dio a entender que ya no cedía más. Mademoiselle Bourienne salió de la sala y la princesa María, ya sola, cogió de la mano a Natasha y disponiéndose a hablar, suspiró profundamente.

—Princesa —dijo súbitamente Natasha, poniéndose de pie también—. No... Vaya usted... Vaya, princesa —dijo con lágrimas en los ojos—. Quería decirle que es mejor que lo dejemos... Es mejor... —Y comenzó a llorar.

—No llore, no llore, alma mía. —Y la princesa también empezó a sollozar al tiempo que la besaba. El anciano conde hizo acto de presencia en ese momento y las halló en esa situación. Tras recibir la promesa por parte de la princesa de devolverles la visita al día siguiente por la tarde, el conde cogió a su hija y abandonaron la casa.

XII

A
QUELLA
misma tarde, los Rostov fueron al teatro. Natasha se había mostrado silenciosa y ensimismada durante todo el día, vistiéndose para la ocasión sin experimentar ningún placer.

Aquella noche honraban a la preferida del público moscovita y el conde Iliá Andréevich, que había conseguido unas localidades, llevó a sus señoritas a ver el espectáculo. Natasha no marchó de buena gana, aunque de todos modos sabía que tenía que pasar el tiempo de alguna manera. Pero cuando una vez vestida, bajó para esperar a su padre y se miró en el espejo grande del salón y observó lo guapa que estaba, entristeció aún más. Pero su tristeza era dulce y afectuosa. «Dios mío, si él estuviese aquí yo ya no sería como antes, tonta y tímida, sino otra. Le abrazaría, me apretaría contra él, le obligaría a mirarme con sus ojos curiosos y aduladores y después le obligaría a reírse como reía entonces. Y sus ojos, ¡cómo veo esos ojos! —pensaba Natasha—. ¿Qué tengo yo que ver con su padre y con su hermana? Yo le amo a él y solo a él, a su rostro, a sus ojos y a su sonrisa viril e infantil. No, es mejor no pensar en él. Mejor olvidar, olvidarle por completo por el momento. Si no, no aguantaré esta espera. Ahora mismo voy a llorar —y se apartó del espejo para no prorrumpir en sollozos—. ¿Cómo puede Sonia amar a Nikolai de una manera tan regular y apacible, y esperar con tanta paciencia? No, ella es totalmente distinta...», pensó, mirando cómo entraba en la sala Sonia con un abanico.

Tras quitarse el abrigo, Natasha entró en el iluminado palco de platea mientras sonaba la música de su obertura preferida. Bajo esas brillantes luces y al son de ese compás, parecía aún más enamorada y triste. No pensaba en el príncipe Andréi, pero se sentía como si se hallara en su presencia; reblandecida y enternecida. Deseaba apretarse contra alguien, acariciarse y amar... Tomó asiento en la parte delantera, donde le indicó el acomodador, y apoyando su mano en las candilejas, comenzó a mirar al patio de butacas y a los palcos de enfrente. Su pequeña mano, enfundada en el guante, involuntaria e imperceptiblemente apretaba y soltaba convulsivamente el programa de la velada al ritmo de la obertura, arrugándolo. Natasha y Sonia, dos muchachas excepcionalmente hermosas que habían hecho aparición con el conocido en todo Moscú conde Iliá Andréevich, quien hacía tiempo que estaba ausente, atrajeron para sí toda la atención de los allí presentes. Además, todos conocían, aunque de manera vaga, su compromiso con el príncipe Andréi, uno de los mejores partidos. Sabían que desde entonces vivían en el campo, lo cual era una circunstancia que suscitaba un interés aún mayor hacia ella. La atención estaba concentrada sobre Natasha en particular, quien aquella noche y gracias a su triste y poético estado de ánimo, estaba especialmente bella. Sorprendía sobre todo por estar rebosante de vida y belleza además de por su indiferencia hacia todo lo que la rodeaba.

—Mira, aquellas parecen Alenina y su madre —dijo Sonia.

—¡Dios mío! Mijaíl Kirilych ha engordado aún más —observó el anciano conde—. ¡Mirad qué toca lleva nuestra Anna Mijáilovna! También están Borís y Julie. Ahora se nota que están prometidos.

Natasha volvió los ojos en la dirección que miraba su padre y vio a Julie, que muy escotada y luciendo un collar de brillantes en torno a su gordo y rojo cuello (muy empolvado, como Natasha sabía), estaba sentada con aspecto muy alegre junto a su madre. Detrás de ellas, con el oído pegado a los labios de Julie, se divisaba la bien peinada y hermosa cabeza de Borís, quien miró de reojo a los Rostov y sonrió diciendo alguna cosa.

«Hablan de nosotras. Seguramente está aplacando los celos por mí de su novia», pensó Natasha. Anna Mijáilovna estaba sentada detrás ataviada con una toca verde, sumisa a la voluntad de Dios y con el rostro feliz y festivo. En el palco reinaba esa atmósfera de noviazgo que tan bien conocía Natasha y tanto le gustaba. Tras un suspiro, comenzó a otear en busca de algún otro rostro conocido. En la parte delantera del patio de butacas, justo en el medio, apoyándose de espaldas con los codos sobre las candilejas, estaba Dólojov, con su larga melena de cabellos rizados extrañamente peinada hacia atrás. Vestía un traje persa y estaba a la vista de todos, sabiendo que atraía la atención de toda la sala, y se mostraba igual de desenvuelto que si estuviera en su propio cuarto. Junto a él se agolpaba la juventud más granada de Moscú, entre la que, evidentemente, él se llevaba la palma. Dólojov, después de su historia con Nikolai, había retirado el saludo a los Rostov. Alegre, miraba con insolencia directamente a los ojos de Natasha, que apartó despreciativamente su mirada. El conde Iliá Andréevich, riéndose, dio un pequeño empujón a Sonia y la mostró a su anterior adorador.

En el palco contiguo, a dos pasos del suyo, Natasha observó a una dama que estaba sentada de espaldas a ella. Su cuello y sus desnudos hombros eran arrebatadores, y lucía un vestido y un peinado que denotaban una elegancia de grado sumo. Natasha, a la que siempre le había encantado la belleza y elegancia de todos, especialmente en las mujeres, volvió unas cuantas veces su mirada hacia ese cuello adornado con un collar de perlas, esos hombros y ese peinado, pareciéndole que ya en algún lugar se había quedado prendada de esa belleza. La dama estaba sentada sola. Cuando la miraba por segunda vez, la dama se giró y hallando al conde Iliá Andréevich, inclinó la cabeza y sonrió. Era extraordinariamente bella, y Natasha recordó que ya la había visto y admirado anteriormente en algún otro sitio. Recordó que se trataba de la condesa Bezujova —la esposa de Pierre— cuando Iliá Andréevich, que conocía a todo el mundo, se volvió para intercambiar unas palabras con ella.

—¿Lleva en Moscú mucho tiempo, condesa? —preguntó—. Iré, iré a besar su mano. Yo he venido por unos asuntos y he traído conmigo a mis niñas. Dicen que Semiónova trabaja divinamente. ¿Y su marido?

La condesa Bezujova sonrió con su encantadora sonrisa y dijo:

—Quería venir. Encantada de verles —y se volvió.

—¡Qué guapa está! —susurró el conde.

—¡Una maravilla! —exclamó Natasha, a la que la belleza femenina le afectaba irresistiblemente.

Mientras aún sonaban los últimos acordes de la obertura, el director de orquesta dio unos toquecitos con la batuta. Los que estaban todavía de pie tomaron asiento, otros cuantos se dirigieron a sus butacas, y el telón se abrió.

En medio del escenario había unos paneles iguales. A los lados, unos cartones pintados de verde debían representar unos árboles, y por detrás de ellos, bajo las lámparas, aparecían unos hombres vestidos con levita y unas muchachas. Detrás había una ciudad muy mal dibujada, como todas las que se representan en los teatros y que no existen en la realidad. Por arriba se extendían unas telas, y unas señoritas con corpiño rojo y falda blanca permanecían sentadas sobre las tablas. Una de ellas, engalanada con un traje de seda blanco estaba sentada aparte, y todos estaban vestidos como siempre se viste en el teatro pero nunca en la realidad. Todos cantaban alguna canción. Después, la muchacha de blanco se acercó a una garita, y un hombre con pantalones de seda ceñidos (tenía las piernas gruesas), un penacho y un puñal, comenzó a mostrarle algo. Fue cogerla de la mano y rozar sus dedos, y aquel hombre empezó a cantar. Natasha, por muy extraño que resulte en el teatro, ya sabía lo que iba a pasar y no puso interés en lo que se estaba representando en la escena. En general, el teatro le gustaba poco, y en aquel momento, recién venida del campo y en el grave estado de ánimo en el que se encontraba, todo aquello le resultaba aburrido y poco interesante. En uno de los instantes más silenciosos de la obra, cuando el amante de los pantalones ceñidos toqueteaba los dedos de la muchacha del vestido blanco —evidentemente esperando el momento propicio del compás para empezar a cantar—, chirrió una puerta del patio de butacas y se oyó el ligero ruido de unas botas que atravesaban la alfombra en dirección al palco que ocupaban los Rostov.

Hélène se volvió y, sonriendo, inclinó la cabeza amigablemente. Natasha siguió sin querer la mirada de la condesa Bezujova. Se acercaba a ellos Anatole Kuraguin, aquel mismo apuesto caballero de la guardia real en el que Natasha se había fijado en el baile en San Petersburgo. Lucía ahora un uniforme de ayudante de campo, con charreteras y cordones. Caminaba con paso acelerado y estilo bravo y fanfarrón, que hubiera resultado ridículo de no ser tan guapo y de no tener en su magnífico rostro esa expresión de bondadosa satisfacción y alegría. No solo Natasha y Hélène se volvieron hacia él; también muchas otras damas y caballeros se giraban según avanzaba por la alfombra del pasillo, haciendo chirriar ligeramente sus botas y haciendo tintinear las espuelas y el sable.

A pesar de que la función ya había comenzado, no se apresuró en ocupar su localidad y, mirando sin embargo a su alrededor, tras advertir la presencia de Natasha —a la que había observado por dos veces—, se acercó a su hermana, sacudió la cabeza e inclinándose, le preguntó algo, señalando con los ojos a Natasha. «¿Quién es?» Por el movimiento de sus labios, Natasha oyó o leyó que decía: «¡Es encantadora!». Luego pasó a la primera fila y tomó asiento junto a Dólojov.

—Cuánto se parecen la condesa y su hermano —dijo el conde Iliá Andréevich—. ¡Son especie de la misma sangre! —dijo.

En el entreacto todos se levantaron de nuevo de su butaca, se mezclaron y comenzaron a salir. Borís acudió al palco de los Rostov y recibió con mucha sencillez y cortesía las felicitaciones y, con las cejas levantadas y la sonrisa distraída, transmitió a Natasha y Sonia el ruego de su prometida para que asistiesen a la boda. Unos cuantos caballeros más se acercaron al palco de los Rostov. El palco de Hélène estaba atestado de gente, y ella se hallaba rodeada de los hombres más inteligentes e ilustres. Natasha escuchaba a ratos las finas conversaciones.

Anatole Kuraguin, en quien Natasha estaba interesada todo lo que cualquier mujer pueda estar interesada en un hombre que tenga reputación de señorito y juerguista, permaneció de pie todo el entreacto en la fila delantera junto a las candilejas, mirando hacia el palco de los Rostov y hablando con Dólojov. Natasha era consciente de que hablaban de ella.

En medio de las filas de butacas, Natasha reparó en una figura grande y oronda con lentes, que de pie miraba ingenuamente hacia el palco. Se trataba de Pierre. Al encontrarse sus ojos con los de Natasha, la saludó moviendo la cabeza. En ese mismo instante, Natasha observó que Anatole se dirigía en dirección a Pierre, apartando a la multitud como si avanzara entre matojos. Se acercó a él y empezó a hablarle de alguna cosa mientras miraba al palco de los Rostov. «Apuesto a que seguramente le está pidiendo a Pierre que nos presente», pensó Natasha. Pero se equivocaba: Anatole salió solo del patio de butacas, volviendo de nuevo a él únicamente cuando ya todos estaban sentados. Al pasar junto a su palco, Anatole giró su hermosa cabeza hacia Natasha con desdén, y a ella le pareció que sonreía. Luego, oyó su voz en el palco de su hermana y cómo le susurraba algo.

En el segundo acto, la decoración representaba algún tipo de monumento, y un agujero en las telas simulaba ser la luna. Las pantallas de las lámparas se habían alzado, el bajo y el contrabajo comenzaban a sonar, y de derecha e izquierda entraron en escena muchas personas vestidas con capas negras que agitaban sus manos, en las que blandían algo parecido a puñales. Después llegaron corriendo otros que empezaron a arrastrar hacia fuera a la cantante de blanco, cosa que no lograron hacer de primeras. Cantó con ellos durante un buen rato, y luego se la llevaron. Entre bastidores dieron tres golpes a una cacerola. Todos se asustaron mucho y empezaron a entonar de rodillas una plegaria muy bella.

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