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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (10 page)

BOOK: Guerra y paz
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—Yo conozco la razón —dijo ella con aspecto significativo y también a media voz—. La reputación del conde Kiril Vladímirovich es de todos sabida... Ha perdido ya la cuenta de los hijos que tiene, pero Pierre es el más querido de todos.

—¡Qué guapo era —dijo la condesa—, incluso el año pasado! Nunca he visto hombre más apuesto.

—Ahora ha cambiado mucho —dijo la princesa Anna Mijáilovna—. Pues lo que quería decirles —continuó ella—, el príncipe Vasili es el heredero directo por parte de su mujer de todos los bienes, pero a Pierre su padre le quiere mucho, se ha encargado de su educación y ha escrito al emperador... Así que nadie sabe, en caso de que muera (está tan mal que puede ser en cualquier momento, incluso Lorrain ha venido de San Petersburgo), quién será el beneficiario de su inmensa fortuna, Pierre o el príncipe Vasili. Cuarenta mil almas
[2]
y varios millones. Lo sé muy bien porque el propio príncipe Vasili lo ha dicho. Además Kiril Vladímirovich es tío segundo mío por parte de madre y es el padrino de Borís —añadió ella, como sin darle importancia a este hecho.

—El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene en visita de inspección —dijo la visita.

—Sí, pero, entre nosotros —dijo la princesa—, eso solo es un pretexto; ha venido a ver al príncipe Kiril Vladímirovich, sabiendo que está muy enfermo.

—De todos modos, querida mía, es una broma excepcional —dijo el príncipe, y dándose cuenta de que la visita no le escuchaba se volvió a las señoritas—. Menudo aspecto el del policía, me lo puedo imaginar.

Y él, imitando la forma de batir los brazos del policía, se echó de nuevo a reír con una risa tan sonora y profunda que agitó todo su grueso cuerpo, tal y como se ríen las personas que han comido bien y, sobre todo, que han bebido.

XIV

C
OMENZARON
los silencios. La condesa miraba a las visitas sonriendo agradablemente, pero sin ocultar que no iba a enfadarse lo más mínimo si se levantaban y se iban. La hija de la visita ya se arreglaba el vestido mirando a su madre interrogativamente, cuando de pronto en la habitación contigua se oyeron unas carreras hacia la puerta de pies femeninos y masculinos y estruendo de sillas arrastradas y tiradas, y en la habitación entró corriendo una muchacha de trece años ocultando algo en su corta falda de muselina y se detuvo en la mitad de la habitación. Parecía estar sorprendida de lo lejos que había llegado sin querer en su alocada carrera. En ese preciso momento aparecieron en la puerta cuatro seres: dos jóvenes, el uno un estudiante con su cuello color carmesí, el otro un oficial de la guardia real, una muchacha de quince años y un muchacho gordo y colorado que llevaba una camisa infantil.

El conde se levantó de un salto y tambaleándose abrió los brazos en torno a la niña que corría.

—Querida, hay un momento para cada cosa —dijo la condesa a su hija, solo por intervenir de alguna manera, dado que en el acto se hizo evidente que su hija no la temía en absoluto—. Tú la malcrías aún más —añadió dirigiéndose a su marido.

—Hola, querida mía, te felicito —dijo la visita—. ¡Qué niña más encantadora! —añadió ella dirigiéndose lisonjeramente a la madre.

La muchacha era de ojos negros, con la boca grande, no muy bonita, pero muy vivaz con sus infantiles hombros desnudos, que se estremecían en su corpiño a causa de la carrera, con los rizos negros apelotonados hacia atrás, los brazos delgados y desnudos y las pequeñas y veloces piernecitas con los pantaloncitos de encaje y los zapatitos abiertos; estaba en esa edad encantadora cuando ya la muchacha no es una niña, pero la niña aún no es una muchacha. Escapándose de su padre, ella, rápida, graciosa, visiblemente no habituada a las visitas se volvió hacia su madre y sin hacer ningún caso de sus severas observaciones ocultó su sonrojada carita en los bordados de la mantilla materna y se echó a reír.

—¡Mamá! ¡A Borís... ja, ja! ¡Le hemos casado con la muñeca... ja, ja! Sí, Mimí... —decía entre risas—, y... él se ha fugado.

sacó de debajo de la falda y mostró una gran muñeca con la nariz negra y desgastada, con el cartón de la cabeza agrietado y la parte posterior de cabritilla, con los brazos y piernas destornillados en rodillas y codos, pero con todavía fresca y elegante sonrisa carmesí y con negrísimas cejas arqueadas.

La condesa hacía ya cinco años que conocía a esa Mimí, la fiel amiga de Natasha, regalo de su padrino.

—¿Ve?... —Y Natasha ya no podía hablar más (todo le parecía gracioso). Se echó sobre su madre y se puso a reír tan alto y tan fuerte que todos, incluso la afectada visita, se echaron a reír en contra de su voluntad. Incluso donde los criados se escuchó la risa. Sonriendo, el criado de la condesa intercambió miradas con el criado forastero de librea, que hasta entonces se sentaba en la mesa con aspecto sombrío.

—¡Bueno, vete, vete con tu monstruo! —dijo la madre rechazando a su hija con fingido enfado—. Es mi hija menor, un poco malcriada como puede ver —dijo dirigiéndose a la visita.

Natasha, levantando por un momento el rostro de la bordada pañoleta de la madre y mirándola desde abajo, en silencio, entre las lágrimas de risa, dijo:

—¡Qué vergüenza, mamá! —Y rápidamente, como si le diera miedo que la atraparan, volvió a ocultar el rostro.

La visita, forzada a admirar la escena familiar, juzgó necesario tomar parte en ella de alguna manera.

—Dime, querida —dijo dirigiéndose a Natasha—, ¿qué eres tú de esa Mimí? Es tu hija, ¿verdad?

A Natasha no le gustó la visita y el tono infantil que adoptaba.

—No, madame, no es mi hija, es una muñeca —dijo ella sonriendo audazmente, se levantó del regazo de su madre y se sentó cerca de su hermana, demostrando que ella también podía comportarse como si fuera mayor.

Entretanto toda esta joven generación: Borís, el oficial, hijo de la princesa Anna Mijáilovna; Nikolai, el estudiante, el hijo mayor del conde; Sonia, la sobrina de quince años del conde, y el pequeño Petrushka, el hijo pequeño, se encontraban como si al entrar en la sala hubieran caído de pronto en agua fría, y se esforzaban visiblemente por mantenerse dentro de los límites apropiados de la alegría y la animación, que aún respiraba en cada uno de sus rasgos. Estaba claro que allí, en las habitaciones de las que habían salido tan precipitadamente, tenían conversaciones más alegres que esta de los chismes de la ciudad, el tiempo y la condesa Apráxina.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, amigos de la infancia, tenían la misma edad y ambos eran guapos, aunque no se parecían en absoluto el uno al otro. Borís era un joven alto y rubio, con rasgos correctos y finos en su alargado rostro. Sus agradables ojos grises expresaban tranquilidad e interés, en las comisuras de su boca aún sin afeitar siempre era visible una sonrisa burlona y astuta, que no solo no le hacía más feo sino que le añadía, como la sal, una frescura a su expresión que hacía evidente que al hermoso rostro aún no le había afectado el vicio ni la pena. Nikolai no era muy alto, ancho y de constitución delgada y sólida. Su rostro era franco y tenía el cabello castaño claro con suaves ondas en torno a su abombada y ancha frente, una mirada entusiasta en sus protuberantes ojos castaños entornados, que siempre reflejaban la emoción del momento. Sobre el labio superior ya despuntaba un negro vello y todo su rostro emanaba ímpetu y entusiasmo. Los dos jóvenes, habiendo hecho una reverencia, se sentaron en la sala, Borís lo hizo suave y libremente; Nikolai por el contrario lo hizo casi con irritación infantil. Nikolai miraba, bien a los invitados, bien a la puerta, sin querer ocultar que allí se aburría y casi sin contestar a las preguntas que estos le hacían. Borís, al contrario, enseguida encontró un tema de conversación y contó tranquilamente, en tono de broma, que había conocido a la muñeca

Mimí cuando era una mozuela, sin tener aún la nariz rota y que los cinco años que habían pasado le habían dejado huella y que toda la cabeza se le había agrietado. Después preguntó a la dama por su salud. Todo lo que decía era claro y adecuado —ni sabio, ni necio—, pero la sonrisa que jugueteaba en las comisuras de sus labios mostraba que al hablar no le daba ningún valor a sus palabras y que solo lo hacía por cumplir.

—Mamá, ¿por qué habla como un mayor? No me gusta —dijo Natasha dirigiéndose a su madre, y señalando a Borís como una niña caprichosa. Borís le sonrió.

—A ti te gustaría solo jugar con él a las muñecas —le respondió la princesa Anna Mijáilovna, cogiéndola y zarandeándola de los desnudos hombros que se encogieron y ocultaron nerviosamente en el corsé bajo el roce de la mano de Anna Mijáilovna.

—Me aburro —susurró Natasha—. Mamá, la niñera quiere venir a visitarnos. ¿Puede? ¿Puede? —repitió ella, elevando la voz con la habilidad característica de las mujeres de pensar rápido para crear un engaño inocente—. ¡Di que sí, mamá! —gritó ella conteniendo apenas la risa y mirando a Borís, hizo una reverencia a las visitas y salió por la puerta y una vez atravesada esta echó a correr tan rápido, como pudieron soportar sus raudas piernecitas. Borís reflexionó.

—Me parece que usted también quiere salir, ¿verdad,
maman
? ¿Es necesario el coche? —dijo él enrojeciendo y dirigiéndose a su madre.

—Sí, ve, ve, manda que lo preparen —dijo ella sonriendo.

Borís salió en silencio por la puerta y fue en pos de Natasha; el niño gordezuelo que vestía una blusa los siguió con aire enfadado, como si le enojara que algún imprevisto le hubiera apartado de sus ocupaciones.

XV

D
E
los jóvenes, sin contar a la hija mayor de los condes, que era cuatro años mayor que su hermana y se consideraba ya una mujer y la hija de la visita, se quedaron en la sala Nikolai y Sonia la sobrina, que estaba sentada con una fingida sonrisa festiva que mucha gente adulta considera que debe adoptar ante conversaciones ajenas y no dejaba de mirar con ternura a su primo. Sonia era delgadita, una diminuta morena con mirada dulce, sombreada de largas pestañas, tenía una espesa trenza negra, que le daba dos vueltas a la cabeza, y la piel de la cara, y especialmente la de los brazos y cuello desnudos, delgados pero graciosos y musculosos, de un bonito color aceituna. Por la armonía de sus movimientos, la delicadeza y la gracia de sus pequeños miembros y sus maneras un poco artificiosas y comedidas recordaba involuntariamente a una hermosa gatita aún sin formar, que en el futuro se convertiría en una seductora gata. Evidentemente consideraba que era adecuado mostrar interés por las conversaciones ajenas con su sonrisa festiva, pero en contra de su voluntad sus ojos, por debajo de las largas y densas pestañas, miraban a su primo que partía al ejército con tal apasionada devoción de doncella que su sonrisa no podía engañar a nadie, y era evidente que la gatita se había sentado solamente para saltar aún más enérgicamente y ponerse a jugar con su primo tan pronto como hubieran salido de la sala.

—Sí, querida mía —dijo el viejo conde, dirigiéndose a la visita y señalando a su Nikolai—. Como su amigo Borís ha sido promovido a oficial, este por amistad no quiere separarse de él, deja la universidad y a su anciano padre y se va al ejército. Y eso cuando su puesto en los archivos ya estaba ultimado y todo. ¡¿He aquí la amistad?! —dijo el conde interrogativamente.

—Sí, dicen que ya se ha declarado la guerra —dijo la visita.

—Hace tiempo que comentan —dijo el conde indefinidamente—. De nuevo hablan, hablan y las cosas siguen igual. ¡He aquí la amistad! —repitió él—. Va a ser húsar.

La visita, no acertando que decir, bajó la cabeza.

—No es en absoluto por amistad —respondió Nikolai, encendiéndose y poniéndose a la defensiva, como si le estuvieran calumniando—. No es la amistad, es simplemente porque siento vocación por el servicio militar.

Miró a la hija de la visita y ella le devolvió la mirada aprobando con una sonrisa el proceder del joven.

—Hoy come con nosotros Schubert, el coronel del regimiento de húsares de Pavlograd. Ha estado aquí de permiso y se lo lleva consigo. ¿Qué se puede hacer? —dijo el conde encogiéndose de hombros y hablando en tono jocoso de algo que evidentemente le provocaba un profundo dolor.

Nikolai se encendió de pronto.

—Ya le he dicho, papá, que si no quiere que me vaya me quedaré. Sé que en ningún sitio voy a estar mejor que en el servicio militar, no valgo para diplomático, no sé esconder lo que siento —dijo él, gesticulando demasiado enérgicamente para sus palabras y mirando con coquetería de joven apuesto a Sonia y a la hija de la visita.

La gatita, con sus ojos clavados en él, parecía dispuesta a ponerse a jugar en cualquier momento y mostrar toda su naturaleza felina. La sonrisa de la hija de la visita continuaba siendo aprobatoria.

—Y puede ser que se pueda sacar algún provecho de mí —añadió él—, pero aquí no tengo aprovechamiento...

—¡Bueno, bueno, está bien! —dijo el viejo conde—. Enseguida se enciende. Ese Bonaparte hace a todos perder la cabeza; todos piensan que llegó de teniente a emperador. Dios quiera que... —añadió él, sin advertir la burlona sonrisa de la visita.

—Bueno, vete, vete, Nikolai, ya veo que tienes ganas de marcharte —dijo la condesa.

—Claro que no —respondió su hijo; pero sin embargo, un minuto más tarde se levantó, hizo una reverencia y salió de la habitación.

Sonia siguió todavía un rato sentada, sonriendo aún más y más fingidamente, y con esa misma sonrisa se levantó y se marchó.

—¡Qué transparentes son los secretos de esta juventud! —dijo la princesa Anna Mijáilovna señalando a Sonia y riéndose. Los invitados se echaron a reír.

—Sí —dijo la condesa, cuando el rayo de sol que había entrado en la sala junto con los jóvenes hubo desaparecido y como respondiendo a una pregunta que nadie le había hecho, pero que le preocupaba constantemente—. Cuántos sufrimientos, cuántas inquietudes —continuó ella—, hay que soportar para poder alegrarse ahora de ellos. Y lo cierto es que ahora dan más temores que alegrías. ¡Siempre se teme, siempre se teme! Esta edad es precisamente la más peligrosa para los muchachos y las muchachas.

—Todo depende de la educación —dijo la visita.

—Sí, tiene usted razón —continuó la condesa—. Hasta ahora he sido, gracias a Dios, amiga de mis hijos y gozo de su más absoluta confianza —dijo la condesa, repitiendo el error de muchos padres que creen que sus hijos no tienen secretos para ellos—. Sé que siempre seré la primera confidente de mis hijas y que si Nikólenka por su fogoso carácter cometiera alguna imprudencia (no se puede ser un joven sin cometer imprudencias), no sería en absoluto como esos señores de San Petersburgo.

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