—Te he estado buscando toda la semana —le dijo—. ¿Dónde has estado?
—Por ahí —contestó él en tono alegre, limpiándose la grasa de las manos con un trapo viejo—. Por estos alrededores. Ya le dije que no tenía nada que hacer hasta la reunión de esta noche con Garvald, así que decidí echar un vistazo a la región.
—Eso he oído —le dijo Joanna, sombría—. En esa moto y con Molly Prior a cuestas. Te vieron en Holt en el baile del martes pasado.
—Una causa muy digna de tomar en cuenta —le contestó—.
Alas por la Victoria. En realidad su amigo Vereker se presentó a hacer un discurso apasionado sobre la ayuda de Dios para derrotar a los hunos. Lo encontré bastante irónico, en vista de que por todas partes en Alemania solía ver carteles con la leyenda «Dios con nosotros».
—Te dije que la dejaras tranquila.
—Lo intenté, pero fue imposible. En todo caso, ¿qué quiere usted? Estoy ocupado. Tengo ciertos problemas con el magneto y quiero que esta cosa funcione perfectamente para el viaje a Peterborough de esta noche.
—Han trasladado tropas a Meltham House —le dijo Joanna—.
Llegarán el martes por la noche.
Devlin frunció el ceño.
—Meltham House… ¿No es el sitio donde se entrenan las fuerzas especiales?
—Exactamente. Queda a unos trece kilómetros, por la costa, de Studley Constable.
—¿Y qué tropas?
—Rangers norteamericanos.
—Bueno. ¿Y qué problemas nos puede acarrear su presencia?
—Ninguno en realidad. Suelen estacionarse allí mismo. Hay una zona con grandes bosques, una zona pantanosa y una buena playa. Simplemente es un factor más que debemos tener en cuenta.
—Está bastante claro. Le informa usted a Radl en la próxima transmisión y misión cumplida. Y ahora debo continuar.
Se volvió, para irse al coche, y vaciló.
—No me gusta el asunto con ese señor Garvald.
—Ni a mí tampoco, pero no se preocupe, amor mío. Si la cosa se pone fea, no la haré esta noche. Será mañana.
Se subió al coche y se marchó. Devlin volvió a trabajar en la moto. Veinte minutos después apareció Molly a caballo, con un canasto colgando de la silla. Se bajó del animal y lo ató en la argolla que había en la pared sobre el canal.
—Te he traído un pastel de ternera.
—Quién lo ha hecho, ¿tú o tu madre?
Le tiró un palo por la cabeza y Devlin se agachó.
—Tendrás que esperar. Esta noche tengo que salir. Déjalo en el horno y me lo comeré cuando vuelva.
—¿Puedo ir contigo?
—No hay ninguna posibilidad. Es demasiado lejos. Y además es un negocio. Lo que me hace falta es una taza de té, mujer de la casa, o quizá dos, así que desaparece de aquí y prepara la tetera.
Le dio una palmada en el trasero, trató de aferrarla, pero ella le eludió, agarró el canasto y corrió hacia la casa. Devlin la dejó ir.
Molly entró al salón y dejó el canasto sobre la mesa. La maleta Gladstone estaba al otro extremo de la mesa y, al volverse para ir al horno, la golpeó involuntariamente con la mano izquierda y la maleta cayó al suelo. Se abrió y saltaron al suelo gran cantidad de billetes y el fusil-ametrallador Sten.
Se arrodilló, primero asombrada y en seguida helada, como si tuviera la sensación infinita de que nada volvería a ser igual entre ellos a partir de ese momento.
Sintió unos pasos cerca de la puerta. Devlin le dijo, muy tranquilo:
—¿Quieres ordenar eso ahora mismo, como una buena niña que eres?
Alzó la vista, pálida, pero le habló con energía:
—¿Qué es esto? ¿Qué significa todo esto?
—No es algo para niñas pequeñas.
—Pero tanto dinero…
Le mostraba un paquete de billetes de cinco libras. Devlin le quitó la maleta, ordenó el dinero y el arma y volvió a cerrar el doble fondo. Abrió después el mueble que había bajo la ventana, sacó un gran sobre y se lo pasó a ella.
—Talla diez. ¿Está bien?
Molly abrió el sobre, miró adentro e inmediatamente cambió de expresión.
—Medias de seda. De seda de verdad. Y son dos pares. ¿Cómo lo has conseguido?
—Oh, un hombre de una taberna de Fakenham. Todo se puede conseguir si sabes dónde buscarlo.
—Mercado negro —dijo Molly—. En eso estás metido, ¿verdad?
Sus ojos denotaron cierto alivio, y Devlin sonrió.
—Es lo que me corresponde. ¿Y ahora me podrías traer el té?
Quiero estar fuera a las seis y todavía no he acabado con la motocicleta.
Molly vacilaba, apretando las medias; se le acercó.
—Liam, no pasa nada malo, ¿verdad?
—¿Y por qué habría de pasar algo malo?
La besó brevemente, se volvió y salió. Maldecía su propia estupidez.
Y sin embargo, mientras caminaba hacia el establo, sabía en su corazón que el asunto era más serio. Por primera vez se había visto obligado a pensar en lo que le estaba haciendo a esa muchacha.
Dentro de poco más de una semana todo su mundo se iba a destrozar por completo. Eso era absolutamente inevitable y no podía hacer nada a excepción de abandonarla, como debía, para que sufriera la herida sola.
De súbito se sintió enfermo y dio una violenta patada a un cajón. «Oh, hijo de puta —se dijo—. Qué hijo de puta eres, Liam.»
Reuben Garvald abrió la mirilla de la puerta principal del taller del garaje Fogarty y miró afuera. La lluvia azotaba el quebrado pavimento del patio delantero donde las dos bombas de gasolina se oxidaban solitarias. Cerró precipitadamente la mirilla y volvió adentro.
El taller había sido un establo en otros tiempos y era sorprendentemente amplio. Había una escalera que llevaba a un altillo de madera. En una esquina podía distinguirse un viejo coche casi desarmado, pero quedaba espacio de sobra para el Bedford de tres toneladas y para la camioneta en que Garvald y su hermano habían viajado desde Birmingham. Ben Garvald se paseaba, impaciente, golpeándose las manos de vez en cuando. Tenía frío a pesar del grueso abrigo y de la bufanda.
—Por Cristo, qué humedad —decía—. ¿No hay señales todavía de ese pequeño irlandés?
—Sólo son las 8.45, Ben —dijo Reuben.
—No me interesa qué mierda de hora sea.
Garvald se volvió a un hombre joven, de gran tamaño, que estaba apoyado en el camión y leía un periódico.
—Trae mañana alguna estufa, Sammy, o te arrancaré las pelotas. ¿Comprendido?
Sammy, que llevaba el pelo negro muy largo y tenía una cara fría, de aspecto bastante peligroso, no se inmutó en absoluto.
—Okey
, señor Garvald, me ocuparé de eso.
—Mejor que lo soluciones, querido, o te mando de nuevo al ejército —le dijo Garvald y le acarició la cara—. Y no te gustaría, ¿eh?
Sacó un paquete de Gold Flake, tomó un cigarrillo y Sammy se lo encendió sonriendo imperturbable.
—Usted es una garantía, señor Garvald, una verdadera garantía. Reuben les llamó urgentemente desde la puerta.
—Acaba de entrar en el patio.
Garvald tiró a Sammy de la manga.
—Deja abierta la puerta para que entre ese bastardo.
Devlin entró seguido del viento y de la lluvia. Llevaba impermeable y pantalones de hule, un casco viejo de cuero y unas gafas protectoras que había comprado en una tienda de objetos usados en Fakenham. Tenía el rostro lívido. Apagó el motor y se quitó las gafas. Tenía grandes círculos rojos alrededor de los ojos.
—Una noche asquerosa para hacer el negocio, señor Garvald —le dijo y colocó la BSA sobre su soporte.
—Siempre es así, hijo —dijo amablemente Garvald—. Me alegro mucho de verle. —Le estrechó la mano—. Éste es Reuben, a quien ya conoce, y éste es Sammy Jackson, uno de mis muchachos. Ha venido conduciendo el Bedford.
Por el tono de Garvald parecía que Sammy le hubiera hecho un gran favor personal. Devlin respondió amablemente, exagerando su acento irlandés.
—Se lo agradezco mucho. Ha sido muy amable —le dijo y estrechó la mano a Sammy.
Jackson le miró despectivamente, pero con un esfuerzo logró esbozar una leve sonrisa.
—Muy bien, entonces —dijo Garvald—, tengo otras cosas que hacer y no creo que a usted le interese quedarse por aquí dando vueltas. Allí está su camión. ¿Qué le parece?
El Bedford parecía bastante decaído respecto a sus buenos tiempos. La pintura se había picado, pero los neumáticos no estaban tan mal y la lona tenía buen aspecto, parecía casi nueva. Devlin se subió atrás y miró los bidones, el compresor y la pistola para pintar que había pedido.
—Está todo, tal como lo quería —le dijo Garvald y le ofreció un cigarrillo—. Pruebe, si quiere, la gasolina.
—No hace falta. Me basta con su palabra.
Garvald no intentaría ninguna tontería al respecto, estaba seguro. Al cabo, quería que volviera al día siguiente. Fue adelante y levantó el capó. El motor parecía en buenas condiciones.
—Pruébelo —le dijo Garvald.
Lo encendió y apretó el acelerador. Se produjo un zumbido bastante saludable, tal como esperaba. Garvald tenía que estar muy interesado en averiguar en qué negocio andaba Devlin como para echar a perder las cosas a esas alturas.
Devlin bajó de un salto y volvió a mirar el camión. Se fijó en la licencia militar.
—¿Está bien? —preguntó Garvald.
—Supongo que sí —asintió lentamente Devlin—. Si bien se mira, parece haberlas pasado bastante mal y haber llegado aquí desde Tobruk.
—Es muy probable, muchacho —dijo Garvald y dio una patada a una rueda—. Pero estas cosas están hechas para eso.
—¿Me consiguió la licencia que le pedí?
—Por supuesto —dijo Garvald y chasqueó los dedos—. Trae ese formulario, Reuben.
Reuben lo sacó de la cartera y dijo, sombrío:
—¿Cuándo vamos a ver el color a su dinero?
—No seas mal educado, Reuben. El señor Murphy es muy solvente.
—No, tiene razón, es un negocio claro —dijo Devlin y sacó del bolsillo un sobre y se lo alargó a Reuben—. Encontrará setecientas cincuenta libras en billetes de cinco, tal como acordamos.
Se guardó en el bolsillo el formulario que le pasó Reuben después de mirarlo un instante.
—¿No lo va a llenar ahora mismo? —le preguntó Garvald.
Devlin se acarició la nariz y trató de aparentar una expresión de astucia.
—¿Y así sabrán ustedes a dónde voy? No me parece bien, señor Garvald.
Garvald rió, encantado. Le puso el brazo sobre los hombros a Devlin.
—Si alguien me ayuda a subir la moto atrás, estoy listo y me voy —dijo el irlandés.
Garvald le hizo una seña a Jackson. Éste bajó una vieja rampa por la parte trasera del camión y, con la ayuda de Devlin, subieron la BSA y la dejaron apoyada a un costado. Devlin cerró el camión por detrás y se volvió a Garvald.
—Bien. Hemos terminado por hoy. Será hasta mañana en este mismo sitio y a la misma hora.
—Un placer hacer negocios con usted, muchacho —le dijo Garvald y le alargó la mano otra vez—. Abre la puerta, Sammy.
Devlin saltó al volante y encendió el motor. Se asomó por la ventanilla.
—Una cosa, señor Garvald, ¿verdad que no me seguirá ahora la policía militar?
—¿Cómo le voy a hacer eso, muchacho? —sonrió Garvald.
Golpeó el costado del camión con la mano—. Hasta mañana por la noche. Repita el viaje. A la misma hora y en el mismo sitio, y le traeré otra botella de Bushmills.
Devlin salió a la noche y Sammy Jackson y Reuben cerraron las puertas. Desapareció la sonrisa de Garvald.
—Ahora está en manos de Freddy.
—¿Y si le pierde de vista? —preguntó Reuben.
—Entonces será mañana por la noche —le dijo Garvald acariciándole la cara—. ¿Dónde está el coñac que trajiste?
—¿Perderle? —preguntó Jackson—. ¿A ese renacuajo? Por Cristo, ni siquiera debe de ser capaz de encontrar el baño de los hombres si no se le indica con la mano.
Se rió estruendosamente.
Devlin, quinientos metros más adelante, advirtió las luces suaves detrás. Era el vehículo que había partido de un costado de la carretera un poco antes, en el momento en que él cruzaba con el camión. Tal como esperaba.
A la izquierda del camino distinguió un viejo molino en ruinas y frente a él, un terreno abierto. Apagó todas las luces, giró y entró despacio y sin luces hasta detenerse. El otro vehículo continuó derecho a mayor velocidad. Devlin saltó del camión, se fue a la parte trasera del Bedford y le quitó la bombilla a la luz de atrás. Volvió a subir, giró en redondo por la carretera y sólo volvió a encender las luces cuando regresaba a Norman Cross.
Quinientos metros más allá de Fogarty giró a la derecha y entró en un camino secundario, la B-660, que le llevó a través de Holme y le permitió, quince minutos después, detenerse en Doddington a reponer la bombilla. Volvió a la cabina, sacó la licencia y la llenó a la luz de una linterna. Tenía el sello oficial de una unidad estacionada cerca de Birmingham y la firma del comandante, un tal mayor Thrush. Garvald lo había previsto todo. Bueno, no todo. Devlin sonrió y llenó la línea que indicaba destino con una base de radar de la RAF en Sheringham, quince kilómetros más allá de Hobs End siguiendo la costa.
Se sentó tras el volante y continuó la marcha. Primero Swaffham y después Fakenham. Lo había planeado cuidadosamente en el mapa. Se reclinó en el asiento y avanzó despacio. Las luces no le permitían avanzar más rápido, tapadas como estaban. Pero eso no le importaba.
Tenía todo el tiempo del mundo. Encendió un cigarrillo y se preguntó qué estaría pensando Garvald.
Poco después de medianoche llegó al patio exterior de la granja en Hobs End. El viaje había resultado completamente tranquilo, pese a que había seguido casi siempre las carreteras principales. No se había cruzado más que con un puñado de vehículos en todo el trayecto. Llevó el Bedford hacia el viejo establo que estaba al borde del pantano, abrió las puertas azotado por la lluvia y entró el camión.
Sólo había un par de ventanas redondas a la altura del altillo.
Resultó fácil cerrarlas completamente. Encendió dos lámparas de parafina, bombeó el líquido hasta conseguir la cantidad de luz suficiente, salió afuera para verificar que no se viera nada, volvió a entrar y se quitó el impermeable.
Tardó media hora en descargar el camión. Bajó la BSA y el compresor gracias a la vieja rampa móvil. Dejó los bidones en un rincón y los cubrió con lonas. Luego lavó el camión y, una vez limpio, sacó los papeles y la cinta engomada que había comprado previamente y se dedicó a cubrir los cristales. Lo hizo todo metódicamente, muy concentrado. Terminó, volvió a la casa y se comió una porción del pastel de ternera y de la leche que le había traído Molly.