Ha llegado el águila (47 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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La puerta se abrió de par en par y todos empezaron a salir, Laker Armsby a la cabeza. Casi todas las mujeres lloraban histéricamente y corrieron afuera. Betty Wilde salió la última junto con Graham, mientras Ritter Neumann ayudaba a caminar a su marido, que tenía aspecto de enfermo y de desconcierto total. Garvey volvió atrás rápidamente y le agarró por un brazo. Betty Wilde le dio la mano a Graham y miró a Ritter.

—No será nada, señora Wilde —le dijo el joven teniente—.

Siento mucho lo que sucedió allí dentro, se lo aseguro.

—Está bien —le dijo ella—. No fue culpa suya. ¿Me puede hacer un favor? ¿Me puede decir cómo se llama?

—Neumann. Ritter Neumann.

—Gracias —le dijo ella con sencillez—. Siento haberle dicho las cosas que le dije —miró a Steiner—. Y le quiero agradecer a usted y a sus hombres lo que hicieron por Graham.

—Es un muchacho muy valiente —dijo Steiner—. Ni siquiera vaciló. Saltó sin pensarlo dos veces. Eso supone mucho valor, y el valor siempre es importante.

El niño le clavó la mirada en los ojos.

—¿Por qué es usted alemán? —le preguntó—. ¿Por qué no está de nuestro lado?

Steiner se rió en voz alta.

—Por favor, lléveselo pronto —le dijo a Betty Wilde—, antes de que me corrompa por completo.

Ella tomó al niño de la mano y se marchó presurosa. Más allá del muro del cementerio se alcanzaba a ver a las mujeres que se desparramaban hacia el pueblo, colina abajo. En ese momento apareció un jeep
scout
desde el sendero del bosque y se detuvo con la ametralladora antiaérea encañonada contra la entrada de la iglesia.

Steiner movió la cabeza, sombríamente.

—Así pues, es el último acto, comandante. Que empiece la batalla, entonces.

Saludó y volvió hacia el pórtico, donde Devlin había permanecido de pie e inmóvil durante toda la conversación, sin decir una palabra.

—Creo que nunca le había visto tan silencioso durante tanto tiempo —le dijo Steiner.

—A decir verdad —sonrió Devlin—, no se me ha ocurrido absolutamente nada, salvo decir auxilio. ¿Puedo entrar a rezar?

Desde su punto de observación sobre la colina, Molly vio entrar a Devlin con Steiner y el corazón se le hundió como piedra. «Oh, Dios —pensó—, tengo que hacer algo.» Se puso de pie y en ese mismo momento una docena de rangers, conducidos por el gran sargento negro, atravesaron la carretera junto al bosque, lejos de la iglesia, sin que los alemanes les pudieran ver. Corrieron por detrás de la pared y entraron al jardín del presbiterio por la puerta trasera.

Pero no entraron al presbiterio. Se deslizaron por la pared hacia el cementerio, se acercaron a la iglesia por el sector de la torre y avanzaron hacia el pórtico. El sargento llevaba una cuerda enrollada sobre los hombros y Molly vio cómo saltaba sobre la pared superior del pórtico, cómo desde allí trepó en seguida tres metros más arriba hasta situarse bajo los arbotantes debajo de los ventanales. Una vez instalado allí, descolgó la cuerda y la ató arriba; los rangers empezaron a subir.

Molly, súbitamente decidida, completamente decidida, saltó sobre la silla y obligó al caballo a correr atravesando la colina; le hizo girar hacia el bosque situado detrás del presbiterio.

Hacía mucho frío dentro de la iglesia; era un lugar de sombras sólo iluminado por el tembloroso y tenue resplandor de las velas y de la luz roja del santuario. Solamente quedaban ocho: Devlin, Steiner y Ritter, Werner, Briegel, Altmann, Jansen, el cabo Becker y Preston.

Pero también, sin que lo supieran, estaba allí Arthur Seymour, el cual, olvidado en la huida general para salir de la iglesia, aún yacía junto a Sturm en la oscuridad de la capilla de la Virgen, atado de pies y manos. Se las había arreglado para sentarse contra la pared y contra las piedras frotaba la cuerda que le sujetaba las muñecas; no apartaba de Preston sus ojos enloquecidos.

Steiner trató de abrir la puerta de la torre y la de la sacristía.

Las dos parecían estar cerradas; miró al otro lado de las pesadas cortinas al pie de la torre; vio las largas cuerdas que desaparecían a través del suelo de madera diez metros más arriba, donde estaban las campanas que no tañían desde 1939. Se volvió y caminó junto al coro para hablarles:

—Bien, sólo les puedo ofrecer otra batalla.

—Es una situación absurda —dijo Preston—. ¿Cómo vamos a combatir? Tienen más hombres y están mejor armados. No podremos resistir más de diez minutos desde que empiecen a atacarnos.

—Es muy sencillo —dijo Steiner—. No tenemos otra posibilidad. Ya ha oído que los términos de la convención de Ginebra nos dejan en pésimas condiciones por haber usado uniformes británicos.

—Pero hemos luchado como soldados alemanes —insistió Preston—. Con uniformes alemanes. Usted mismo lo ha dicho.

—No tiene valor. No soportaría arriesgar mi vida por una cláusula, aunque pudiera contar con un excelente abogado. Prefiero una bala ahora que un pelotón de fusilamiento más tarde.

—No sé por qué se preocupa tanto, Preston —intervino Ritter—.

Sin duda, si se rinde le enviarán a la Torre de Londres. Me parece que los ingleses jamás han tenido demasiadas consideraciones con los traidores. Le colgarán tan alto que la multitud no le podrá hacer ningún daño.

Preston se dejó caer sobre un banco, con la cabeza entre las manos.

El órgano empezó a sonar. Hans Altmann, sentado en el coro, les dijo:

—Un preludio coral de Johann Sebastian Bach, muy apropiado para nuestra situación, pues está dedicado a los moribundos.

Su voz resonó en la nave acompañando a la música.
Ach wie nichtig, ach wie fluctig. Oh
, qué engañosos, qué veloces pasan nuestros días…

Uno de los ventanales de lo alto de la nave se hizo pedazos. Una descarga de ametralladora derribó a Altmann del alto sitial del coro.

Werner se volvió, se agachó y disparó su Sten. Un ranger cayó de cabeza por la ventana y quedó en el suelo entre dos bancos. En ese instante se rompieron varias ventanas y cayó fuego graneado dentro de la iglesia. Werner recibió un impacto en la cabeza mientras corría por el pasillo sur; cayó de bruces sin un grito. Alguien estaba disparando una Thompson allá arriba, barriendo la iglesia de un extremo a otro.

Steiner se arrastró hacia Werner, le puso de espaldas, continuó avanzando y trepó por los escalones para ver a Altmann. Luego regresó por el pasillo sur, protegiéndose bajo los bancos del fuego intermitente.

Devlin se arrastró y se unió a él.

—¿Cuál es la situación ahí arriba?

—Altmann y Briegel han muerto.

—Es una carnicería —dijo el irlandés—. No tenemos ninguna posibilidad. Ritter está herido en una pierna y Jansen ha muerto.

Steiner y Devlin se arrastraron hacia la parte trasera de la iglesia y se encontraron con Ritter, que se estaba vendando la pierna apoyado contra un banco. Preston y el cabo Becker estaban agazapados a su lado.

—¿Está bien, Ritter? —le preguntó Steiner.

—Nos quedamos sin vendas y ellos se quedarán sin condecoraciones por heridas recibidas en combate —contestó Ritter y sonrió, aunque resultaba evidente que sufría mucho.

Seguían disparando desde arriba. Steiner señaló la puerta de la sacristía, que apenas se alcanzaba a ver en la penumbra. Le dijo a Becker:

—Trate de forzar esa puerta. Aquí no podremos resistir mucho más.

Becker asintió y se deslizó silenciosamente en la sombra.

Disparó su Sten con silenciador y al clic metálico del arma respondió el del cerrojo, que se soltó; empujó con fuerza la puerta de la sacristía y éstase abrió.

Se interrumpió el fuego y Garvey gritó desde arriba:

—¿No tiene bastante todavía, coronel? Me parece que estamos haciendo una carnicería innecesaria, pero le aseguro que seguiremos si usted nos obliga.

Preston cedió entonces, se puso de pie de un salto y se adelantó a descubierto.

—¡Sí! ¡Salgo! ¡Ya tengo bastante!

—¡Bastardo! —gritó Becker y salió corriendo desde las sombras de la sacristía y golpeó a Preston con la culata de su arma en el cráneo.

La Thompson escupió una breve descarga que dio de lleno en la espalda de Becker y le lanzó de cabeza a través de las cortinas de la base de la torre. Se agarró de las cuerdas, moribundo, como tratando de aferrarse a la vida, y en lo alto se oyó el tañir de una de las campanas por primera vez en varios años. Volvió el silencio.

Garvey gritó:

—¡Le doy cinco minutos, coronel!

—Será mejor que nos apartemos de aquí —dijo Steiner a Devlin en voz baja—. En la sacristía nos podremos defender mejor.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Devlin.

Se oyó un leve crujido. Devlin aguzó la vista y vio que alguien estaba de pie a la entrada de la sacristía, en el umbral de la puerta rota.

—¿Liam? —susurró una voz conocida.

—Dios mío —exclamó Devlin—. Es Molly. ¿De dónde diablos ha salido?

Se arrastró por el suelo y se reunió con ella; regresó en seguida.

—¡Vamos! —dijo y le pasó el brazo por debajo de los hombros a Ritter—. La pequeña nos ha conseguido una escapatoria. Si este muchacho se pone de pie, podemos dejar esperando a esos otros allá arriba.

Se deslizaron en la sombra, llevando a Ritter entre ambos. En la sacristía, Molly les esperaba junto al panel secreto. Entraron al túnel. Molly cerró la puerta y les guió por la escalera.

Todo estaba muy silencioso cuando salieron al vestíbulo del presbiterio.

—¿Y ahora qué? —dijo Devlin—. No podemos ir muy lejos con Ritter en estas condiciones.

El coche del padre Vereker está en el patio de detrás —dijo Molly.

—Y yo tengo las llaves —dijo Steiner, que lo recordó en ese instante.

—No seáis idiotas —dijo Ritter—. En cuanto pongáis el motor en marcha, tendremos un montón de rangers encima.

Hay una salida al fondo —dijo Molly—. Y un camino por el campo, junto a las cercas. Podemos empujar este pequeño Morris unos doscientos metros. Y no pasará nada.

Habían llegado al extremo de la primera hondonada, a unos ciento cincuenta metros de distancia, cuando empezó otra vez el tiroteo en la iglesia. Sólo entonces puso Steiner el motor en marcha y, siguiendo las instrucciones de Molly, avanzaron por pequeños senderos a través de los campos hasta que llegaron a la carretera de la costa.

Poco después que se cerrara silenciosamente el panel que ocultaba el túnel secreto de la sacristía, hubo movimientos en la capilla de la Virgen. Arthur Seymour se puso de pie, con las manos libres. Se deslizó hacia el pasillo del ala norte sin producir ruido alguno. En la mano izquierda llevaba la cuerda con la que Preston le había atado los pies.

El interior de la iglesia estaba completamente oscuro. La única iluminación la constituían las velas del altar y la lámpara del sagrario. Se inclinó, comprobó satisfecho que Preston respiraba todavía, le cogió, le levantó y se lo puso sobre los hombros. Se volvió y se encaminó directamente al altar.

Garvey se empezaba a preocupar, arriba, apoyado en los ventanales. La oscuridad era tan completa abajo que no podía ver absolutamente nada. Hizo una seña para que le alcanzaran el teléfono de campaña y le habló a Kane, que estaba frente a la entrada, en el
scout
.

—Aquí está todo más silencioso que una tumba, mayor. No me gusta.

—Dispare otra vez. A ver qué sucede —le dijo Kane.

Garvey asomó el cañón de la Thompson por el ventanal y disparó. No hubo respuesta. El hombre que tenía a la derecha le cogió el brazo.

—Allí abajo, sargento, cerca del púlpito. ¿No se está moviendo algo?

Garvey se arriesgó. Encendió una linterna. El joven soldado, a su derecha, gritó horrorizado. Garvey movió la linterna rápidamente a lo largo del pasillo del ala sur, y dijo por teléfono:

—No sé lo que está sucediendo, mayor, pero me parece que debería entrar.

Un instante después una descarga de una ametralladora Thompson destrozó la cerradura de la puerta principal, la puerta se abrió y Kane, junto con doce rangers dispuestos a disparar, entró velozmente en el interior de la iglesia. Pero no había rastros de Steiner ni de Devlin. Sólo vieron a Arthur Seymour, de rodillas en el primer banco, a la luz temblorosa de las candelas, con la vista clavada en el rostro hinchado y deforme de Harvey Preston, que colgaba del cuello desde la viga central del altar.

Capítulo 19

El primer ministro había ocupado la biblioteca sobre la terraza posterior de Meltham House. Harry Kane salió de allí a las 7.30.

Corcoran le estaba esperando.

—¿Cómo está?

—Interesantísimo —le contestó Kane—. Quiere conocer todos los detalles de la batalla. Parece fascinado con Steiner.

—Todos lo estamos. Pero lo que me gustaría saber es dónde se encuentran ese condenado y el irlandés.

Deben de estar cerca de la casa donde vivía el irlandés, seguro.

Pero poco antes de volver aquí Garvey me informó por radio que cuando fueron a revisar la casa de Devlin encontraron a dos inspectores de la Sección Especial que le estaban esperando.

—Caramba —dijo Corcoran—. ¿Y cómo demonios le encontraron?

Parece que se trata de una investigación policial en curso. En todo caso es muy poco probable que regrese allí ahora. Garvey se ha quedado en la zona y ha establecido dos controles en la carretera de la costa. No podemos hacer mucho más hasta que no nos envíen más hombres.

—Van a llegar, hombre, van a llegar —dijo Corcoran—. Desde que sus muchachos pusieron de nuevo los teléfonos en funcionamiento he hablado varias veces con Londres. En un par de horas todo el norte de Norfolk estará bloqueado. Y por la mañana toda esta zona quedará bajo la ley marcial. Y continuará en esas condiciones hasta que encontremos a Steiner.

—En todo caso no tiene ninguna posibilidad de acercarse al primer ministro —afirmó Kane—. He apostado varios hombres en la puerta, en la terraza, y por lo menos una docena dispersos en el jardín, camuflados y con ametralladoras. Les he dado órdenes estrictas. Que disparen primero. Más tarde hablaremos si se produce algún accidente.

Se abrió la puerta y entró un joven cabo con un par de hojas mecanografiadas en la mano.

Tengo las listas definitivas, mayor. Si quiere usted verlas… Se marchó y Kane empezó a mirar la primera hoja.

—Han dejado que el padre Vereker y algunos de los habitantes del pueblo se ocupen de los cuerpos de los alemanes.

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