En ese momento, a lo largo del borde occidental del planeta, muy lejano, apareció una débil línea luminosa, que mientras yo seguía remontándome, se tiñó aquí y allá de anaranjados y rojos. Evidentemente yo viajaba no sólo hacia arriba sino también hacia el Este, y la curva me llevaba a la luz del día. Pronto apareció el Sol, devorando con su brillo el gran creciente del alba. Seguí subiendo, y el Sol y el planeta se apartaron, y el hilo del alba creció hasta ser una nublada franja de luz solar, y luego aún más, como una luna que va formándose, hasta iluminar la mitad del planeta. Entre las áreas del día y la noche, un cinturón de sombra, de tintes cálidos, ancho como un subcontinente, marcaba ahora el área del alba. Yo continué elevándome y viajando hacia el Este y vi que las tierras iban hacia el Oeste junto con la luz, hasta que estuve sobre el Pacifico en pleno mediodía.
La Tierra se me aparecía ahora como un gran orbe brillante, cien veces mayor que la luna llena. La imagen del Sol se reflejaba en el océano como una centelleante mancha de luz. La circunferencia del planeta era un anillo indefinido de niebla luminosa que se borraba gradualmente hasta confundirse con la negrura del espacio. Parte del hemisferio norte, inclinado de algún modo hacia mí, era una extensión de nieve y nubes. Pude distinguir los contornos de Japón y China; sus vagos castaños y verdes mellaban los vagos azules y grises del océano. Cerca del ecuador, donde el aire era más claro, el océano parecía oscurecerse. Había un menudo torbellino de nubes brillantes que era quizá la superficie superior de un huracán. Las Filipinas y Nueva Guinea tenían formas muy precisas. Australia se perdía en las neblinas del Sur.
El espectáculo era extrañamente conmovedor. La admiración y el asombro borraban toda ansiedad personal; la pura belleza de nuestro planeta me sorprendía. Era una perla enorme, montada en ébano estrellado. Era nácar, era ópalo. No, era algo más hermoso que ninguna joya, de dibujados colores, sutiles, etéreos. Tenía la delicadeza, y el brillo, la complejidad y la armonía de una cosa viva. Era raro que yo sintiese desde tan lejos, como nunca había sentido antes, la presencia vital de la Tierra; una criatura viva, pero dormida, que anhelaba oscuramente despertar.
Ninguna forma visible de esta joya celestial y viva revelaba la presencia del hombre.
Allá abajo, ocultos, estaban algunos de los centros más poblados del mundo. Allá abajo vastas regiones industriales ennegrecían el aire con humo. Y, sin embargo, aquel tropel de vida y aquellas empresas tan importantes para el hombre no habían dejado ninguna marca notable en el planeta. Desde esta altura, la Tierra no hubiera parecido muy diferente antes de la aparición del hombre. Ningún ángel visitante, ningún explorador de otro planeta, hubiera podido sospechar que en este orbe suave proliferaban las alimañas, unas bestias incipientemente angélicas que se torturaban a sí mismas y dominaban el mundo.
M
ientras contemplaba así mi planeta natal, yo seguía remontándome en el espacio. La Tierra era cada vez más pequeña, y al moverme hacia el Este me pareció verla girar.
Todos sus accidentes iban hacia el Oeste, hasta que al fin el crepúsculo vespertino y el Atlántico aparecieron en el borde occidental, y luego la noche. Pocos minutos más tarde, me pareció, el planeta se había convertido en una inmensa media luna. Pronto fue un borroso y delgado creciente, junto al afilado creciente de su satélite.
Comprendí asombrado que yo debía de estar viajando a una velocidad fantástica e imposible. Tan rápido era mi progreso que yo creía atravesar una constante granizada de meteoros. Eran invisibles hasta que los tenía casi delante; pues brillaban sólo cuando reflejaban la luz del Sol, un breve instante, como vetas de luz, como lámparas vistas desde un tren expreso.
Me encontré con muchos de ellos de frente, pero no me causaron ningún daño. Una enorme piedra regular, del tamaño de una casa, me aterrorizó realmente. La masa iluminada se balanceó ante mis ojos, exhibió durante una fracción de segundo una superficie áspera y me devoró. Supongo por lo menos que debe de haberme devorado, pero tan rápido fue mi pasaje que apenas acababa de verlo cuando me encontré dejándolo atrás.
Muy pronto la Tierra se confundió con los otros astros. Digo pronto, pero yo apenas tenía entonces sentido del paso del tiempo. Minutos, horas, y hasta quizá también días y semanas se me confundían unos con otros.
Mientras trataba aún de recobrarme, descubrí que ya había cruzado la órbita de Marte y me precipitaba a través del camino de los asteroides. Algunos de estos minúsculos planetas estaban ahora tan cerca que parecían grandes astros que se movían sobre el fondo de las constelaciones. Uno o dos se me aparecieron como formas gibosas, y luego como unas medias lunas antes de perderse detrás de mí.
Ya Júpiter era gradualmente más brillante y cambiaba de posición entre las estrellas fijas. El gran globo fue al fin un disco, mayor que el del empequeñecido Sol. Los cuatro satélites mayores eran perlitas que flotaban junto a él. La superficie del planeta me parecía jamón veteado, a causa de las zonas con nubes. Las nubes velaban toda su circunferencia. Me hundí en él y pasé al otro lado. Debido a la inmensa altura de su atmósfera, el día y la noche se mezclaban en Júpiter sin límites precisos. Noté aquí y allí en su oscuro hemisferio oriental vagas áreas de una luz rojiza, quizá el resplandor de erupciones volcánicas que penetraban las densas nubes.
En pocos minutos, o quizá años, Júpiter se transformó otra vez en una estrella, y luego se perdió en el esplendor del Sol, reducido pero todavía brillante. No encontré ninguno de los otros planetas en mi curso, pero advertí pronto que ya debía haber dejado muy atrás los mismos límites de la órbita de Plutón. El Sol era ahora sólo la más brillante de las estrellas, e iba apagándose detrás de mí.
Al fin tuve ocasión de sentirme realmente consternado. Nada era visible ahora, excepto el cielo y sus estrellas. El Arado, Casiopea, Orión, las Pléyades se burlaban de mí con su familiaridad y su lejanía. El Sol no era ya sino una estrella brillante entre las otras. Nada cambiaba. ¿Estaba yo condenado a quedar suspendido para siempre en el espacio, como un testigo incorpóreo? ¿Había muerto? ¿Era éste mi castigo por una vida singularmente ineficaz? ¿Era ésta la pena que había merecido mi inveterada voluntad de permanecer apartado de los asuntos, pasiones y prejuicios humanos?
Me esforcé en volver con mi imaginación a la cima de la loma suburbana. Vi nuestro hogar. Se abrió la puerta. Una figura salió al jardín, iluminada por la luz del vestíbulo. Miró un momento a los lados de la carretera, luego entró otra vez en la casa. Pero la escena era producto de la imaginación. En la realidad, no había más que estrellas.
Al cabo de un rato, noté que el Sol y todas las estrellas vecinas eran rojas. Las del polo opuesto del cielo eran en cambio de un frío azul. Entendí rápidamente el extraño fenómeno. Yo estaba viajando aún, y viajando a tal velocidad que la luz misma no era indiferente a mi paso. Las ondas de los astros que quedaban atrás tardaban en alcanzarme. Me afectaban por lo tanto como pulsaciones más lentas que lo normal y las veía como rojas. Las que venían a mi encuentro, en cambio, se apretaban y acortaban y eran visibles como una luz azul.
Muy pronto los cielos presentaron un aspecto extraordinario, pues todas las estrellas que estaban detrás de mí fueron de un rojo encendido, mientras que las de delante eran de un color violeta. Rubíes atrás, amatistas delante. Rodeando las constelaciones rojas se extendía un área de estrellas de topacio, y alrededor de las constelaciones de amatista un área de zafiros. Junto a mi curso, de los dos lados, los colores empalidecían hasta transformarse en el color blanco normal de los familiares diamantes del cielo. Como yo viajaba casi en el plano de la Galaxia, el círculo de la Vía Láctea, blanco a los lados, era violeta adelante, rojo detrás. Al fin las estrellas que estaban directamente delante y detrás de mí desaparecieron dejando dos agujeros oscuros en el cielo, cada uno de ellos rodeado por una zona de estrellas coloreadas. Era evidente que mi velocidad estaba aumentando. La luz de los astros de los dos polos me alcanzaba ahora en formas que estaban más allá de los límites de la visión humana.
A medida que aumentaba mi velocidad, las dos manchas sin estrellas, atrás y delante, con su borde coloreado, invadían la zona de estrellas normales que se abría ante mí, a cada lado. Noté entre estas estrellas un movimiento. A mi paso las estrellas más cercanas parecían flotar sobre el fondo de las más lejanas. Este movimiento se aceleró, hasta que, durante un breve instante, el cielo visible estuvo rayado de estrellas. Luego de pronto todo se desvaneció. Presumiblemente mi velocidad era tan grande con relación a las estrellas que sus rayos de luz no podían afectarme.
Aunque yo estaba viajando quizá a una velocidad superior a la de la luz, me parecía estar flotando en las profundidades de un pozo. La oscuridad informe, la ausencia completa de sensaciones me aterrorizaron, si puedo llamar «terror» a la repugnancia y ansiedad que yo experimentaba entonces sin ninguno de los acompañamientos corporales del terror, sin temblores, sudores, jadeos o palpitaciones. Desamparado, me compadecía a mí mismo, y pensaba en mi casa, anhelaba ver otra vez el rostro que yo conocía más. Podía verla ahora con los ojos de la mente, sentada junto al fuego, cosiendo, con un leve ceño de ansiedad. Me pregunté si mi cuerpo yacería muerto en la hierba. ¿Me encontrarían a la mañana? ¿Cómo afrontaría ella este gran cambio en su vida? Con entereza sin duda, y dolor.
Pero aunque yo me rebelaba, desesperadamente, contra la disolución de nuestro atesorado átomo de comunidad, sentía, sin embargo, que algo en mi interior, mi espíritu esencial, deseaba enfáticamente no retroceder, sino seguir adelante en aquel asombroso viaje. Un mero deseo de aventuras no hubiera podido de ningún modo hacerme olvidar un instante mi nostalgia del familiar mundo humano. Yo era de una especie demasiado doméstica para encontrar algún placer en el peligro y la aflicción. Pero había otra cosa que borraba toda posible timidez: yo sentía que el destino me estaba ofreciendo una oportunidad, no sólo la de explorar los abismos del mundo físico, sino descubrir también qué papel representaban en verdad la vida y la mente entre las estrellas. Un anhelo vehemente estaba apoderándose de mí, no un anhelo de aventura sino el de poder descubrir el significado del hombre, o de cualquier criatura similar al hombre que habitara el cosmos. Ese doméstico tesoro nuestro, esa margarita clara y primaveral que crecía junto a los áridos caminos de la vida moderna, me impulsaba a aceptar alegremente mi rara aventura, ¿pues no podía yo descubrir que no era todo el Universo un sitio de polvo y ceniza, con alguna vida achaparrada aquí y allá, sino realmente, y más allá de las estériles extensiones terrestres, un mundo de flores?
¿Era el hombre verdaderamente, como a veces había deseado serlo, el punto donde se desarrollaba el espíritu cósmico, por lo menos en sus aspectos temporales? ¿O era él uno entre millones de puntos semejantes? ¿No tendría la humanidad, en una universal perspectiva, más importancia que una rata en una catedral? ¿Cuál era la verdadera función del hombre? ¿El poder, la sabiduría, el amor, la reverencia, todo esto a la vez?
Acaso esta misma idea de función, de propósito, no tenía sentido en relación con el cosmos. Yo encontraría respuesta a estos graves interrogantes. Asimismo aprendería a ver con más claridad y a enfrentar más rectamente (así me lo dije a mí mismo) eso que vislumbramos a veces e inspira un sentimiento de reverencia.
Me veía ahora a mí mismo no como un individuo aislado, ávido de excitación, sino como un emisario de la humanidad. No, como un órgano de exploración, una antena, proyectada por el mundo humano para establecer contacto con sus compañeros del espacio. Yo debía ir adelante, sin temores, aunque mi trivial vida terrestre llegara a su fin, y mi mujer y mis hijos no volviesen a verme. Yo debía ir adelante: y de algún modo, algún día, aun luego de siglos de viaje interestelar, yo regresaría a la Tierra.
Cuando recuerdo aquella fase de exaltación, ahora que he vuelto realmente a la Tierra luego de las más sorprendentes aventuras, me descorazona advertir el contraste entre el tesoro espiritual que deseo ofrecer a mis semejantes y la insuficiencia de mi verdadero tributo. Este fracaso se debe quizá al hecho de que aunque acepté realmente el desafío de la aventura, en mi aceptación había secretas reservas. El miedo y la afición a la comodidad, reconozco ahora, nublaron la claridad de mi propósito. Mi resolución, tomada tan audazmente, fue al fin de cuentas un fracaso. Mi nostalgia del planeta natal borraba a veces totalmente mi ya inestable coraje. Una y otra vez, en el curso de mis travesías, tenía la impresión de que mi naturaleza pedestre y tímida me impedía entender los aspectos más significativos de aquellos acontecimientos.
De todas las experiencias de mis viajes, sólo una fracción fue para mí inteligible, aun aquel tiempo; y entonces, como diré más adelante, mis poderes recibieron el auxilio de unas criaturas de desarrollo superhumano. Ahora que estoy otra vez en mi planeta natal, y ya no cuento con esa ayuda, no puedo ni siquiera resucitar una parte de los conocimientos más profundos que alcancé entonces. Y así mi relato, que habla de la más distante de todas las exploraciones humanas, no es mucho más digno de confianza que la jerigonza de una mente trastornada por el impacto de una experiencia para ella incomprensible.
Vuelvo a mi relato. No sé cuánto tiempo estuve discutiendo, conmigo mismo, pero tan pronto como tomé mi decisión, los astros atravesaron otra vez la oscuridad absoluta. Yo me había detenido aparentemente, pues estaba rodeado de estrellas y eran todas de color normal.
Pero había ocurrido un misterioso cambio. Pronto descubrí que bastaba que yo desease acercarme a una estrella para que me moviera hacia ella, y a una velocidad que parecía superior a la de la luz. Esto, como yo sabía muy bien, era físicamente imposible. Los hombres de ciencia me habían asegurado que un movimiento más rápido que la velocidad de la luz no tenía sentido. Entendí por lo tanto que mi movimiento debía de ser de algún modo un fenómeno mental, y no físico, y que yo era capaz de situarme en sucesivos puntos de vista sin medios físicos de locomoción. Me pareció evidente también que esa luz con que las estrellas se me revelaban ahora no era una luz física, normal; pues noté que mis nuevos expeditivos modos de viajar no alteraban los colores visibles de las estrellas. Aunque yo me moviese con mucha rapidez conservaban sus matices diamantinos, pero más brillantes y nítidos que en la visión normal.