Authors: Andrej Djakow
El Stalker regresó al segundo día, sucio y malhumorado. Contempló su propia cueva con enojo. Bebió con afán media tetera de agua y llamó a Gleb.
—Desnúdate.
El muchacho, azorado, no hizo otra cosa que apoyarse primero sobre un pie y luego sobre el otro mirando al suelo.
—¡Te he dicho que te quites esos andrajos! —bramó Martillo, y desató los nudos de la mochila.
Mientras el muchacho se despojaba con torpeza de su camisa raída y llena de agujeros, el Stalker sacó un fardo tras otro de su gigantesca mochila. ¡Prendas de ropa, y algunas de ellas parecían totalmente nuevas! Con los ojos como platos, Gleb se admiraba de los montones de calcetines, camisetas y pantalones. Al fin, Martillo sacó unas botas impecables, con suelas estriadas y cordones hasta la rodilla.
—Para ti, para ti —respondió el Stalker a la muda pregunta de Gleb—. Pero lávate. Todo el cuarto huele mal por culpa tuya.
Resultó que en el búnker había incluso un cuarto de baño. Gleb, descalzo, tanteó las baldosas del suelo durante un buen rato sin encontrar el plato de la ducha. El Stalker se dio cuenta por el ruido que hacía y entró a explicarle cómo funcionaba todo. El muchacho tan sólo conocía los baños de la Moskovskaya, donde no había otra posibilidad que echarse por encima cubos de agua fría y turbia, y por ello los chorros de agua caliente que bajaban desde el techo le parecieron el paraíso. El deleite, sin embargo, fue breve, porque Gleb no tardó en oír la brusca voz del Stalker. Salió al instante de la ducha y se secó.
—Vístete y cocina algo para comer. —En ese instante, el Stalker examinaba con detenimiento un traje aislante contra armas químicas. Suspiró profundamente y se lo llevó a su taller.
Pasó allí la mayor parte de la noche. Hacía ruido con las herramientas y trabajaba sin cesar. De vez en cuando salía como un oso de su cueva y entraba en la cocina para comer un bocado. El muchacho, entretanto, no paraba de probarse ropas distintas. Empezaba ya a aburrirse cuando por fin el Stalker salió de su taller con un voluminoso fardo en la mano.
—Pruébate esto.
Una verdadera maravilla se desplegó ante Gleb: ¡un traje protector impermeabilizado! Con placas blindadas en el tejido elástico para proteger los órganos vitales. ¡Un verdadero traje protector de Stalker, pero de la talla de Gleb!
El asombroso traje estaba cubierto de enigmáticos bolsillos y estuches para instrumentos. Debajo del mentón había un pequeño contenedor del que salían dos tubos. Éstos pasaban por encima de los hombros y terminaban en una mochila plana y estriada que llevaba a la espalda. En el antebrazo izquierdo tenía adosada una vaina de cuero de la que sobresalía la empuñadura de una daga.
El traje protector modificado le encajaba como hecho a medida. Finalmente, el Stalker le puso a Gleb un pesado casco con una abertura en la boca para el sistema de respiración. Tras conectar la entrada de oxígeno, dio un paso hacia atrás y examinó el resultado de su trabajo.
—¡Maldita sea, si pareces Darth Vader! —Martillo sonrió con cierto mal humor y bostezó—. Ya está. Quítate el traje, astronauta. Mañana por la mañana nos pondremos en marcha. Me voy a dormir.
Gleb necesitó cierto tiempo para comprender los peculiares cierres. Luego colocó cuidadosamente el traje sobre una silla y se marchó de puntillas hacia su catre. Una vez allí, dio vueltas de un lado para otro, pero no logró dormirse. Un súbito impulso lo hizo incorporarse a medias sobre el codo. Martillo dormía más atrás, en su propio catre, de cara a la pared. «¿Por qué yo?», cavilaba el inquieto Gleb, y sin darse cuenta murmuró en voz baja la sencilla pero crucial pregunta.
—No te hagas el loco, muchacho. —Fue como si el Stalker, a pesar de estar dormido, lo hubiera oído—. Tienes fuerza dentro de ti. Quédate a mi lado. Puede que así no mueras.
Tras pronunciar tales palabras, el Stalker bostezó de buena gana, y al cabo de unos instantes Gleb lo oyó roncar.
Había agua por todas partes. No importaba adónde mirase, no había nada salvo agua. Oleadas gélidas y paralizantes se arrojaban sobre él y le sumergían la cabeza. A duras penas se sentía las piernas, una terrible fatiga se había adueñado de su cuerpo. Mudo como un pez, abrió la boca, pero en vez del aire salvador, tan sólo tragó agua. Por última vez, pugnó con brazos fatigados para no hundirse, pero una nueva oleada se abatió sobre él, y la luz que se abría paso entre las poderosas olas empezó a perder fuerza.
Gleb despertó y sufrió un ataque de tos. El corazón se le había acelerado y sus pulmones sufrían espasmos al respirar el aire estancado del búnker. Había sido tan sólo un sueño. Una pesadilla. Gleb no había visto tanta agua junta en toda su vida. Y dudaba de que pudiese llegar a verla nunca. Por supuesto que el muchacho había oído hablar de la inundación de la Gorkovskaya, pero en su sueño había mucha más agua de la que podía caber en una estación.
Gleb se frotó los ojos y trató de olvidarse del sueño. Salió de debajo de la manta y se vistió. Martillo trasteaba en la cocina con los platos. Sobre la mesa humeaba un cuenco de sopa con un aroma exquisito.
Mientras Gleb engullía su ración, Martillo empaquetó sus cosas. A continuación ayudó al muchacho a ponerse el traje protector. Gleb se dio cuenta de que el traje se había vuelto más pesado. Llevaba una pistola de fuego rápido de la marca Pernatch, una gran cantidad de cargadores de repuesto y todo tipo de equipamiento para la marcha.
—¿Sabrías manejarla? —preguntó el Stalker, y él mismo desenfundó la pistola que Gleb llevaba en el traje. Al ver la mirada de desconcierto del muchacho, Martillo cargó la pistola y le dio una breve explicación—: Tiene dos modos de disparo, uno a uno y automático. El conmutador para cambiar de modo se encuentra aquí. Los cargadores tienen veintisiete disparos. Es bastante pesada, pero no importa, ya te acostumbrarás. Y esto lo tendrás que proteger como si fuera las niñas de tus ojos. —El Stalker le entregó una cartuchera enrollada de la que asomaban unas jeringas metálicas parecidas a cigarrillos.
Gleb hizo acopio de valor y le preguntó:
—¿Es usted… yonqui?
El Stalker sonrió con malicia, se acercó a la mesa y se sentó en el taburete.
—¿Has oído hablar del diablo de los pantanos?
Gleb recordaba que Palych le había contado algo, pero no sabía muy bien…
—Es un insecto. Una mosca mutante. —En los ojos del Stalker brilló la ira—. Su picadura no mata en seguida, pero es mucho más nociva para la sangre que la cerveza sin alcohol que te dan los inmigrantes moscovitas
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de la Mayakovskaya. Al principio tuve fiebre. Un virus. No hay manera de destruirlo. Se le puede llamar con todo derecho «diablo». He probado todo tipo de medicinas. Los únicos que pudieron ayudarme fueron los vegetarianos.
—¡Pero ésos son enemigos nuestros! —gritó Gleb, y apretó los puños—. Fueron por mis padres y los….
El muchacho se interrumpió. No llegó a pronunciar la terrible palabra. Si la hubiese dicho, habría pronunciado una sentencia definitiva y hubiera tenido que abandonar toda esperanza.
—Por supuesto, esos vegetarianos chupan sangre. Pero incluso el más endiablado criminal puede ser un buen socio cuando se lo trata como hay que tratarlo y se toman medidas de precaución. Y todavía más en nuestro apestoso hormiguero que lleva con orgullo el nombre de Ferrocarril Metropolitano. Fíjate en esto, muchacho. —El Stalker sacó de la cartuchera una de las jeringas. Estaba repleta de un líquido marrón—. No tengo ni idea de lo que han metido ahí, pero este extracto atenúa los ataques. Así pues, tienes que actuar con rapidez la próxima vez que sufra uno.
Gleb se guardó el medicamento en la riñonera. Le quitó el seguro a la pistola, la metió en la funda y cruzó con el Stalker la misma puerta por la que había pasado durante la escapada de la noche anterior.
El Stalker cerró la puerta por fuera y condujo al muchacho por el largo pasillo. Gleb había dejado de sentir angustia, porque estaba en compañía de Martillo y porque llevaba un arma en el cinturón. Ni tampoco el sótano del hospital le causó el mismo temor bajo la luz brillante de la linterna que ahora llevaba adosada a la frente. Descubrió que en el infausto rincón no había nada más que una alfombra enrollada y apoyada en la pared. El muchacho, avergonzado, se acordó de lo que había vivido la noche anterior. Al subir por la escalera cruzaron otras varias bifurcaciones. Una rata rechoncha pasó corriendo junto a sus pies sin hacer ningún ruido. Más adelante, por el resquicio de una puerta entrecerrada, se colaba la luz del día.
De repente, Gleb se alarmó.
—¿Vamos a salir a la superficie?
Martillo entreabrió la puerta cubierta de arañazos y echó una ojeada al exterior. Luego salió al patio del hospital. Igual que el día anterior, el muchacho se hallaba en la frontera entre la luz y la oscuridad. Pero en esta ocasión vaciló en cruzar el umbral y abandonar su mundo envuelto en penumbra.
—Ven, muchacho. Nos queda poco tiempo. Tendrás que aprenderlo todo sobre la marcha.
Gleb dio unos pasos torpes y parpadeó bajo la intensa luz. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Levantó la cabeza y, entre gimoteos, cayó al suelo y se quedó a cuatro patas. Ya no había techo. Ni siquiera había un techo mucho más arriba, como había llegado a imaginarse… No, simplemente no había nada. El cielo interminable, cubierto de nubarrones de lluvia, abrumó al muchacho. Quiso agarrarse con ambas manos a la tierra, oprimir el cuerpo contra ella para no desaparecer en aquella nada de color azul grisáceo.
—¡Ponte en pie! —El Stalker estaba irritable y tenso—. Acostúmbrate a esto. ¡Venga, camina!
Gleb caminó, tambaleante, tras la poderosa figura del Stalker. Sufría un mareo terrible. Sintió que las náuseas le subían por la garganta. Tropezó y se cayó sobre la hojarasca podrida del otoño. Una vez más, el Stalker se dio la vuelta, pero tan sólo un momento, y luego siguió adelante con largas zancadas. Gleb se colocó bien la máscara de gas y corrió detrás de él. Uno, dos, uno, dos… se concentró en el movimiento de sus propias piernas y eso, poco a poco, lo tranquilizó. La tierra dejó de dar vueltas y ya no veía doble.
—¡Mira por dónde andas! ¡Ten cuidado! —Martillo aceleró sus pasos.
Gleb no estaba acostumbrado a caminar tan rápido y le fue difícil seguirle el paso al Stalker. Pasaron de largo frente a edificios gigantescos de paredes grises y agrietadas. A la derecha había un terreno amplio sin edificar, excavado por varios sitios, que recordaba a una tarta con masa de copos de avena. Al otro lado de la plaza había más edificios.
—¿Qué es todo eso?
—Ten los ojos bien abiertos, muchacho. Leer sí que sabrás.
Era verdad: en la pared de la izquierda había un cartel cubierto de polvo en el que se leía: Av. Y. Gagarin. La avenida Gagarin.
—¿Y qué es esa tierra?
—Han sido los topos. Antes de la catástrofe eran unos animalitos simpáticos. Pero ahora se han vuelto enormes. Y desde luego que no les falta el apetito. Este bulevar es su territorio. Por suerte, sus galerías no son profundas, porque, si no, habrían invadido hace tiempo el metro entero.
Gleb miró de reojo los montones de tierra, y para sentirse más seguro se puso a caminar cerca de las casas, tan lejos como pudo de los enormes hoyos.
Habían dejado atrás varios bloques de pisos. Al otro lado de la calle, tras una verja, crecía una frondosa selva de árboles extraños cuyas ramas se enmarañaban entre sí. Más a la derecha se encontraban las ruinas de un gigantesco edificio redondo.
Gleb se acordó de un dibujo que había visto en un antiguo libro ilustrado y dijo con emoción:
—El Coliseo.
—¿Disculpa? ¿Qué has dicho sobre el Coliseo? —Se notó por la voz del Stalker que la observación le había hecho gracia—. Eso es el Centro para Deportes y Conciertos Lenin. En otro tiempo se hacían competiciones en este lugar.
—¿Como en el Coliseo?
—Sí, por qué no. Como en el Coliseo. ¡Quédate detrás de mí!
Giraron hacia la izquierda y anduvieron en dirección paralela a la jungla sin separarse de las casas. El viento transportaba los prolongados gritos de los animales y los chillidos de aves desconocidas desde el antiguo parque. Gleb miró en todas direcciones y le preguntó al Stalker:
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia la estación de metro Park Pobedy.
—Pero ¿por qué vamos por la superficie? Un túnel sin obstáculos llega hasta allí desde la Moskovskaya.
—Muchacho, soy yo quien te guía. Mejor que te preocupes de cuidar de ti mismo. No voy a tener tiempo de hacerlo yo durante el camino.
Al fin, la espesura a su derecha terminó bruscamente. Tras algunos árboles se perfilaba con contornos irregulares el edificio bajo de la entrada del metro. Faltaba un buen trozo de edificio, como si un gigante le hubiera pegado un mordisco. A modo de migajas del extraño «festín» habían quedado tan sólo unos enormes cascotes de hormigón en el cruce entre Moskovsky Prospekt y la calle Basseynaya. Los viajeros treparon sobre los escombros y se dirigieron a la boca del metro.
A sus espaldas se oyó un sordo gruñido.
El Stalker no había terminado de darse la vuelta cuando ya empuñaba el Kalashnikov.
Un lobo salió lentamente de detrás de uno de los bloques de hormigón. Los hombros de la bestia debían de hallarse a un metro de altura. Le brillaban los ojos, las patas tenían una longitud antinatural y su pelaje era moteado. Gleb se escondió tras las espaldas del Stalker, pero un crujido que oyó más atrás hizo que se volviera. Varios congéneres del depredador emergieron de la espesura y empezaron a rodear a los viajeros. Del segundo piso de una casa medio destruida salió la sombra de un nuevo animal… el más grande. El gigantesco lobo igualaba en altura a un hombre adulto. Saltó sin dificultad sobre los escombros y aterrizó suavemente al lado del primer animal. «El que va en cabeza», pensó Gleb.
—Una loba y su camada. Bestias malvadas. —El Stalker levantó el seguro del arma—. Quédate ahí.
El Stalker disparó al aire a modo de advertencia y apuntó a la loba con el cañón del arma. Ésta enseñó con inquietante ferocidad sus colmillos amarillentos, pero no se decidía a atacar. Luego gruñó débilmente, y entonces sus crías se reunieron a su alrededor. Reinaba una calma tensa.
De pronto, Gleb notó que algo le tocaba por la espalda. Antes de que tuviera tiempo de pensar, el Stalker lo agarró por el cuello y le dio un empujón hacia adelante. El muchacho cayó en el asfalto, frente a la jauría. Se volvió hacia Martillo. Éste tenía el arma baja y observaba a las bestias sin mover una pestaña. Gleb volvió a sentir que lo invadían la rabia y el miedo, pero no tenía tiempo para sentimientos. Un joven lobo se destacó de la jauría. Su madre le había dado unos golpecitos con el hocico para que se adelantara.