Los músculos de sus brazos emergieron de entre la carne y se tensaron, y en su cuello afloraron una decena de tendones. Apretó los dientes y cerró los ojos, concentrándose en ejercer un poco más de fuerza cada vez. Intentaba no escuchar, no sentir temor, y las yemas de sus dedos, hundidos en las aberturas de la tapa, se volvieron blancas. Por fin, cuando creía sentir ya el aliento cálido e infame de los muertos a su espalda, la tapa cedió con un sonido ronco y pétreo, que incluso en la premura del momento le recordó a las sólidas puertas de los nichos.
El sol se filtraba a través de las copas de los árboles y tejía su cuerpo de luces y de sombras, y cuando Dozer levantó la tapa hasta la parte superior de su torso y la hizo girar para imprimirle impulso, un destello luminoso en el borde fruncido de la tapa confirió a su imagen el recuerdo de un Hércules furibundo. Una acción en verdad colosal, porque la tapa, de hierro dúctil, alcanzaba los cincuenta kilos. Los
caminantes
a la carrera cayeron derribados a uno y otro lado, como las huestes de un ejército desmañado y caótico. Por fin, dejó caer la cubierta al suelo y fijó la vista al frente. Apretó los dientes; ante sí tenía la visión espantosa de un tropel de muertos vivientes acercándose peligrosamente.
Por un instante que pareció infinito, Dozer se sintió transportado. Por sus venas corría un torrente de rabia renovada. No se quedó petrificado, como había temido. Algo interno había reventado de una vez por todas, quizá para siempre, y todo el estrés y el vacío espantoso que había estado padeciendo se liberaron como la explosión de una supernova en la profundidad del espacio. Allí delante estaban esas...
cosas
. Esas atrocidades nauseabundas que lo habían cambiado todo, que habían acabado con Uriguen, y con su hermano. Habían asesinado a todos los amigos y compañeros que había tenido, a la hermosa Vanesa, al hombre que le traía tabaco de Gibraltar a bajo precio. A todo el mundo. Los...
odiaba
. Si alguna vez había sentido pena por ellos, porque una vez fueron Vanesa y el hombre que traficaba con tabaco, ahora sentía un odio real y casi palpable, intenso y despiadado.
Enseñó los dientes como un animal embravecido y, cegado por una bruma blanca de rabia, se abalanzó hacia ellos. La mandíbula le temblaba de forma descontrolada y las uñas se le clavaban en las palmas de los puños cerrados.
Embistió contra los muertos como un ejército de un solo hombre. Su puño voló con la rapidez de un relámpago e impactó en la mandíbula del primero de los monstruos. El sonido del crujir de huesos rasgó el aire con insolencia, grosero y estremecedor, pero Dozer no se detuvo ahí. Sus brazos bombeaban golpes con la cadencia de una perforadora hidráulica, y los espectros caían ante su devastadora potencia. Sus cuerpos se doblaban en ángulos inverosímiles, desmañados, torpes como fardos sin vida, y cuando caían lo hacían sin los instintos naturales de protección que el ser humano desarrolla: caían de bruces, pero nunca ponían las manos para protegerse; se trababan con sus propias piernas y perdían el equilibrio.
Mientras descargaba sus violentos envites, uno de los muertos estiró los brazos y consiguió arañarle el rostro; sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, en sincronía con su mandíbula. Sorprendido por la ferocidad animal de su enemigo, sintió que tomaba conciencia de la situación. Pestañeó un instante y echó el cuerpo hacia atrás, intentando esquivar los dedos largos y huesudos, y de pronto cayó en la cuenta: había avanzado demasiado. Los espectros que había derribado ya luchaban por incorporarse, y detrás de éstos, una segunda fila ganaba terreno a cada segundo. Los ojos blancos de todos ellos le buscaban.
Dozer trastabilló, súbitamente sobrecogido. La furia repentina que había experimentado estaba desapareciendo, como jirones de una débil niebla arrastrada por el viento. En su lugar afloraba ahora una creciente sensación de terror, que le atenazaba la base de la nuca, impidiéndole la movilidad. Un par de garras le atraparon finalmente, asiéndole por la espalda. Dozer se sacudió como pudo, pero los dedos se hincaban en su carne con una persistencia letal. Abrió la boca, pero no pudo gritar.
En medio de la contienda, divisó de pronto la boca del alcantarillado. Era un ojo ciego, miserable y oscuro, en mitad de la acera, pero se le antojaba como el claro de nubes en el cielo borrascoso de una tormenta; jamás había visto a un
caminante
capaz de coordinar sus movimientos de manera correcta para adentrarse por una, así que si podía llegar a ella, estaría salvado. Cerró los puños y golpeó al ser monstruoso que le tenía agarrado. Le faltaba toda la carne de la mejilla derecha, y la piel colgaba allí en tirajas espeluznantes. Asqueado, empujó y tiró con toda la fuerza de que era capaz, mientras el aire se incendiaba con los gritos agudos de los muertos. Sabía que, si no se libraba en los próximos segundos, tendría a otros encima, y acabarían por tirarle al suelo, de donde ya sólo se levantaría con la mirada ausente y los ojos en blanco.
Por fin, animado por una ocurrencia desesperada, Dozer se abrazó al muerto viviente, atrayéndole hacia sí. Lo rodeó con sus fuertes brazos y lo levantó en volandas sin mucho esfuerzo. El
zombi
agitaba la cabeza con los ojos despavoridos, frenético, dando dentelladas al aire. Su pelo era una maraña grasienta y desaseada, y Dozer se revolvió, asqueado por el hedor insoportable de su podredumbre. Entonces, con el espectro aún en volandas, avanzó hacia la boca de alcantarilla y se lanzó por ella, erguido cuan alto era y con los pies por delante. Desaparecieron en el acto, justo cuando una caterva de garras crispadas parecían estar a punto de atraparles.
Cayeron a plomo, recorriendo los tres metros que les separaban del fondo. Allí, convertidos en un barullo de piernas y brazos, se toparon con una suerte de barrizal fangoso, que era a la vez frío y húmedo. Rodaron por el suelo, pese a que la mayor parte del golpe lo amortiguó Dozer con sus piernas, hasta que dieron contra un charco de agua pútrida. Al remover su superficie, una vaharada de un olor pestilente golpeó su nariz como un mazazo.
Se incorporó como pudo, sumido en tinieblas. Su mente procesaba los diferentes elementos con una rapidez pasmosa: la textura de los cuerpos desconocidos que flotaban en el charco, la humedad detestable que impregnaba su ropa, los gritos histéricos de los muertos encima de ellos, y la mirada furibunda y terrible del ser espantoso que se estaba levantando, a cuatro patas, frente a él.
De pronto se estremeció... la luz, faltaba luz, ¿acaso no veía ya las cosas con la misma claridad que antes? Volvió la cabeza hacia arriba, y observó con profunda consternación cómo la abertura de la tapa había quedado cubierta por una decena de brazos extendidos. Cabezas, brazos, manos y bocas abiertas, supurando una suerte de limo negro, impedían que entrara la luz del sol.
¡Apenas veía a su enemigo!
Su oído lo registraba todo: un pequeño chapoteo justo delante, un ruido en algún lugar a su derecha... El espectro parecía tener los mismos problemas que él para orientarse y desenvolverse en la oscuridad. Alargó la mano para buscar la pared del túnel y cuando palpó sus frías paredes, recuperó la orientación. Decidió escabullirse. No iba a luchar con aquel animal en la oscuridad, no sin ver por dónde venían sus ataques, dónde estaban sus fauces. Los había visto atacar antes, y ellos sacudían dentelladas tan pronto tenían la oportunidad. Y si su sangre se mezclaba con la del muerto, entonces todo estaría perdido.
Caminó despacio, de espaldas, con una mano alzada hacia delante por si el
zombi
conseguía llegar hasta él. Si eso ocurría, necesitaba saberlo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. De hecho, aunque su cerebro le urgía a huir cuanto antes, intentaba no hacer ruido, sobre todo por el agua cenagosa que le llegaba hasta la pantorrilla.
Despacio.
Gluc>, gluuuc
. Despacio...
Después de unos instantes, el sonido de la jauría de
zombis
se había atenuado notablemente. No sabía dónde podría encontrarse el espectro que le había acompañado hasta el túnel, pero tampoco podía oírle. Quizá, se dijo, había tomado el ramal opuesto, o se había quedado en trance al carecer de estímulos visuales claros. Se dio la vuelta y comenzó a avanzar, respirando fatigosamente.
Tras un rato, empezó a sentirse mejor. Lo había conseguido; se estaba alejando. La sensación de estar por fin en camino hacia casa era maravillosa, e incluso anegado como estaba en una oscuridad impenetrable, sonreía, pero sin ser consciente de ello.
Sólo era consciente de una cosa. Jesús... cómo necesitaba un cigarro.
Llovía de forma tan intensa que apenas podía ver más allá de unos pocos metros. El sonido del agua rompiendo contra el suelo de la calle era delicioso, y el aroma de la renovada atmósfera, embriagador. Levantó la cabeza, cerró los ojos, e inspiró profundamente; llevaban tanto tiempo rodeados de toda aquella podredumbre que ya no se daban cuenta, pero vivían impregnados del hedor tibio y rancio de la muerte, y las agradables emanaciones de olor a tierra mojada eran más que bienvenidas.
Un relámpago resplandeció brevemente en la pequeña habitación, iluminando las facciones de Zacarías. El destello dibujó los contornos de la estancia en un infinitesimal segundo, y luego la devolvió a la oscuridad en la que estaba sumida. No encendían las luces por la noche, y menos tan de madrugada.
Extrajo un vetusto encendedor del bolsillo y se puso un cigarro en el labio inferior. Había cierto desdén en todos sus movimientos. Sus ojos, entrecerrados, parecían vagar perezosamente por el escenario que discurría tras el pequeño ventanuco. Encendió el cigarro y dio una larga bocanada. Sabía a auténtica mierda, pero el efecto de la nicotina era lo mejor que podía encontrarse por aquellos días.
Un sonido a su espalda le hizo congelarse en el sitio.
—Pirámide —dijo una voz en voz baja.
—Diamante —contestó rápidamente, dándose la vuelta.
Ante él había un hombre vestido con un chubasquero que le iba varias tallas grande. Las gotas resbalaban por sus brazos extendidos hacia el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Son casi las seis de la mañana.
—Hay una oportunidad —dijo el hombre.
Zacarías permaneció en silencio unos instantes. El humo del cigarrillo ascendía lentamente hacia el techo.
—¿Has cerrado? —preguntó.
—¿La puerta? Sí...
Zacarías asintió.
—¿Quién te ha dicho que vengas a verme?
—Me envía... —dudó unos instantes antes de responder, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro—. No estoy seguro de poder decírselo.
—No —exclamó Zacarías, cortante—. No puedes. No debes. Es la regla más importante.
El hombre del chubasquero se sintió incómodo, juzgado de repente por un hombre de complexión atlética que tenía un delgado cigarrillo colgando de una de las comisuras de su boca. Sólo Dios sabía lo que había tenido que pasar para llevarle aquella información, y no quería ni imaginarse las consecuencias que tendría que lo pillaran, pero no había tenido muchas alternativas. Como muchos otros en la instalación, tenía miedo. Tenía mucho miedo.
—Sólo... sólo he venido a transmitir un mensaje —balbuceó el hombre. Fuera, el sonido de un trueno desgarró el aire y se propagó, iracundo, durante algunos segundos.
—¿Cuál es el mensaje?
—Se han comunicado con alguien, con alguien de fuera. Arriba, en la base. Pero hay circunstancias especiales.
—Continúa.
—Se trata de un hombre que dice representar a una pequeña comunidad de supervivientes. Están en Málaga, pero van a mandar los dos helicópteros tan pronto amaine un poco.
Zacarías pestañeó. Si había oído algo inaudito últimamente, era eso. ¿Enviar los dos helicópteros a otra provincia para rescatarlos? La misma Granada estaba llena de gente que sobrevivía a duras penas, gente anónima que languidecía día tras día, perdiendo primero a sus compañeros y familiares, sus reservas de alimentos, agua y medicinas después, y finalmente la misma esperanza. Muchos de los supervivientes acababan suicidándose de una u otra manera, y se les solía encontrar pertrechados en sus escondites, rodeados de restos de excrementos resecos. Pero su gente ya no salía en misiones de rescate. Su número se reducía considerablemente en cada nuevo intento, y de todas formas, sus propias reservas de alimentos empezaban a escasear día tras día. Así que... ¿por qué desperdiciar el valioso combustible en ir hasta Málaga a por una comunidad entera?
Abrió mucho los ojos. Allí había algo más.
—¿Qué tiene esa gente de especial? —preguntó al fin.
—Bueno... —dijo el hombre, incómodo—, sé que esto es extraño y difícil de creer, pero el hombre dijo que podía... él asegura que puede andar entre los muertos.
Zacarías dejó escapar un bufido.
—¿Andar entre los muertos? —preguntó, y su voz sonó como el graznido de un pato—. ¿Qué cojones significa eso?
—Es lo que me dijeron. Puede andar entre esas cosas sin que le vean. Tiene algo en su sangre... algún tipo de inmunidad. Los
zombis
no le ven... como si fuera uno de ellos.
Zacarías permaneció en silencio, intentando asimilar lo que acababa de escuchar. Si hubiese encontrado la providencial lámpara de los deseos, no se le habría podido ocurrir un deseo mejor para resistir a la Pandemia Zombi. Era mejor incluso que su viejo sueño de la infancia.
Cuando era pequeño, sus padres le llevaron a ver la película
Superman
. Recordaba haber esperado durante una hora en una cola que daba la vuelta al edificio, presa de la excitación. Estuvo tan absorbido por la proyección, que cuando acabó la película, tenía los ojos rojos y le picaban; su madre bromeó con eso durante meses, diciendo que se le olvidó hasta pestañear. A Zacarías no le gustaba que se rieran de él, pero en aquella ocasión no le importó, porque su mente estaba obsesionada con el personaje que surcaba los cielos con una tremolante capa roja. Ansiaba tanto sus poderes... hubiera dado cualquier cosa por ser el Hombre de Hierro, y ser el campeón del planeta Tierra. Pero él, a diferencia de otros niños de su colegio, no admiraba a Superman; sólo sus poderes. Superman era tan tonto... tenía todo ese poder embutido en su estúpido traje de colores, y se obsesionaba por mantenerlo oculto delante del mundo. Se ponía gafas estúpidas y hacía cosas estúpidas por esa vieja arrugada de Lois Lane. Viendo la película con los pies colgando del asiento y echado hacia delante, le dieron ganas de gritar «¿Por qué, Superman, por qué?» Podría tener a cualquier mujer del mundo... podía tenerlo
todo
... cualquier cosa, ¿quién podía impedírselo?