Halcón (23 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Nos pasamos casi todo el día siguiente escondidos en las caballerizas de la herrería, porque allí

debíamos estar con los caballos antes de que llegase el huno para que no notase ningún movimiento extraño mientras estaba en la ciudad. Igual que cuando habíamos entrado, Basilea seguía tan callada como si todos sus habitantes estuviesen conteniendo la respiración; calles, paseos y caminos de acceso aparecían vacíos sin gente, caballos ni perros, ni siquiera los cerdos y gallinas que habitualmente pululan por la ciudad. Wyrd, Fabius y yo hablábamos de vez en cuando y en voz baja, pero el pequeño Becga no decía nada; nunca le había oído hablar.

Fabius casi siempre tomaba la palabra para quejarse, sobre todo del hecho de que fuésemos tan pocos y con tan reducida potencia, y reprocharle a Wyrd que no hubiese reclutado más hombres y más aguerridos.

—Por Mitra —farfullaba el emoptio—, ni siquiera me has dejado traer al escudero. Sólo somos dos hombres, un muchacho, un eunuco y un águila amaestrada.

—Ya te he dicho que no vamos a atacarles sino a infiltrarnos —replicaba Wyrd—. Cuantos menos seamos, mejor. Y si lo que te preocupa es que no se respeta tu rango como es debido, te concedo que consideres a Thorn tu escudero.

Luego, Fabius empezó a quejarse de la larga espera.

—Quiero que acabe esto de una vez y que mi Placidia, Calidius y el que ha de nacer regresen a casa. Eheu, ya me he resignado a pensar que todos los hunos de ese campamento han violado a mi querida esposa; pero la traeré a casa y la querré, a pesar de todo.

—Eso no debe obsesionarte, Fabius —dijo Wyrd, meneando la cabeza—. Tu mujer seguirá siendo pura y casta. No porque los hunos sean caballerosos, sino porque son supersticiosos y, aunque sean capaces de violar desde una oveja a un senador, no tocarán a una mujer que esté en cinta o tenga la regla, porque creen que eso les mancha.

—Vaya —replicó el emoptio—, es la mejor noticia que me dan desde que comenzó esta ordalía. Pero yo advertí que Wyrd no decía nada de los dedos amputados, por lo que imaginé que nadie se lo había contado a Fabius. Ni tampoco le dijo que, a lo mejor, ni siquiera planeaba rescatarla. Entretanto, yo no hacía más que admirar el magnífico caballo que me habían dado, un semental joven negro y musculoso con una estrella blanca, mirada viva y buena figura. Incluso su nombre —

emVelox— era prometedor. Por lo que yo advertía, el animal sólo tenía un defecto: una muesca como un

gran hoyuelo en la parte izquierda de la base del cuello. Cuando lo comenté, el emoptio Fabius, olvidando su pesar, dijo condescendiente:

—Ignorante Torn, es una señal de gran valor en un caballo. Se llama «la huella del dedo del profeta». No sé de qué profeta, pero es indicio de que será un buen corcel y con suerte. En cualquier caso, todos nuestros caballos son de la inmejorable raza de Kehaila del desierto de Arabia. Dicen que data de la época de Baz, tataranieto de Noé.

Estaba no poco asombrado de que me hubiesen dado una montura de tan antiguo linaje, y estaba a punto de decirlo, cuando Wyrd hizo un brusco gesto para que nos callásemos. Nos acercamos a donde estaba, agachado y mirando por una grieta entre los zarzos de la pared de la cuadra, y oímos el ruido sordo de los cascos de un caballo que se aproximaba por el camino lleno de nieve medio derretida. No tardamos en avistar un caballo muy lanudo y mucho más pequeño que los nuestros.

—De la piojosa raza de emZhmud —musitó Fabius, y Wyrd volvió a hacer gesto de que callara. Yo tenía más interés en el jinete, pues era la primera vez que veía a un huno. Se parecía al caballo, por ser de talla más baja de lo normal —era más bajo que yo— y de una gran fealdad. Su tez era color marrón amarillento y pelo negro largo, fibroso y grasicnto; unos ojos que eran simples ranuras en unas bolsas, y sin barba pero con un bigote de pelos desordenados. Tan poco atractivo como era, montaba soberbiamente el caballo y debía haber nacido para ello, pues sus piernas estaban curvadas para sujetarse con fuerza al vientre del animal. Era tan harapiento como Becga antes de la transformación y su caballo, un animal poco alimentado al que se le notaban las costillas. Llevaba la misma clase de arco que Wyrd, pero sin la cuerda y lo esgrimía, mostrando un trozo de tela blanca sucia colgada de la punta. Fabius estaba a mi lado y yo notaba su nerviosismo durante los interminables minutos que el huno quedó dentro de nuestro campo visual. El carismático Becga, por el contrario —como nadie le había dicho que aquel huno u otro de ellos iba probablemente a ser su nuevo amo— miraba displicente por entre las ranuras del zarzo. En cuanto el jinete estuvo lo bastante alejado, Wyrd se incorporó y dijo:

—Yo voy a seguirle con cautela para asegurarme de que entra en la guarnición y que el emlegatus le recibe, y comprobar que no hay ninguna argucia. Ahora es mediodía; al emferrantes le han ordenado que nos dé de comer, así que, Thorn, ve a decirle que su mujer ya puede empezar a hacer la comida. Cuando yo vuelva comeremos hasta reventar, pues sólo Mitra sabe cuando volveremos a hacerlo. Yo fui a decirle al herrero que su mujer nos preparase una buena comida, y, cuando Wyrd regresó, ya tenía un abundante guiso de pescado dispuesto sobre grandes rebanadas redondas de pan que servían al mismo tiempo de plato. Wyrd nos dijo que el parlamentario y el emlegatus conversaban tranquilamente y que Calidius, conforme a lo previsto, iba a prolongar las negociaciones para entretener al huno lo más que pudiera.

—Pero comed de prisa —dijo—, no sea que el maldito sospeche algo y parta a toda velocidad hacia el bosque. Si no aparece, seguiremos comiendo cuanto podamos.

También me dijo a mí solo, sin que Fabius lo oyese, que suponía que los rehenes seguían vivos, pues el canalla aquel había venido con otro dedo de la dama Placidia y parecía recién cortado. Por supuesto, nada sucedió en la guarnición que pudiera causar alarma ni despertar sospechas en el huno. Y el emlegatus debió de obsequiarle debidamente con vino y manjares mientras discutían la entrega de propiedades romanas, en qué cantidad, cuando y cómo, a cambio de los rehenes, porque el día transcurría despacio dejándonos en la incertidumbre.

El nervioso Fabius maldecía y paseaba de arriba a abajo por la caballeriza y el plácido Becga aguardaba impasible. Yo me dediqué a intimar con mi caballo emVelox, como sugirió el herrero. El hombre me dio un poco de olorosa de calaminta, que estrujé entre las manos para acariciarle después el hocico, el cuello, el pecho y la cruz, detalle que el animal dio muestras de agradecer. Mientras tanto, Wyrd, para vejación de la esposa del herrero, no cesaba de pedir más comida, haciéndonos engullir hasta que no pudimos más.

Finalmente, aguzó el oído en dirección a la ciudad y nos impuso bruscamente silencio abriendo los brazos. Volvimos a escrutar por las aberturas y vimos que el huno cabalgaba ahora con más prisa o que su

rocín se había repuesto con el descanso, o ambas cosas, porque se aproximaba al trote por el camino, que ya estaba en la penumbra. Caballo y jinete volvieron a desaparecer de nuestro campo visual, en dirección contraria a la que habían venido, y apenas habíamos salido al patio, cuando Fabius se apresuró a decir:

—¡Démonos prisa antes de que se pierda de vista!

—¡Que se pierda de vista es lo que quiero! —le espetó Wyrd sin alzar la voz—. Los hunos tienen ojos en el culo. De todos modos su rastro estará claro y reciente, pues en los últimos días ha habido poco tráfico.

Así que tuvimos que esperar algo más hasta que Wyrd dio orden de montar. Yo me puse el emjuika- embloth en el hombro y conduje a emVelox por las riendas hasta el poyete de montar, desde el que subí

torpemente al animal y ayudé a montar a Becga en el almohadón que habían puesto en la grupa. La silla y las riendas no tenían, claro está, adornos, medallones, colgantes e inscrustaciones como las del emoptio Fabius, pero eran de estilo militar; la silla era de cuero reforzado por dentro con planchas de bronce, con relieves moldeados para cabalgar mejor. No me sorprendió ver que el romano montaba más rápido que yo, saltando desde el suelo a la silla, ni me sorprendió tampoco mucho que Wyrd hiciera ágilmente el mismo salto.

El herrero nos abrió la puerta y salimos uno detrás de otro al camino. Cabalgábamos al paso y despacio; Wyrd en cabeza, inclinado en la silla para observar el barro y la nieve hollada del camino, seguido de cerca por Fabius, que hacía lo mismo. Al principio, yo iba entusiasmado de ir tras la pista de un perverso huno, pero al cabo de un rato aquel paso tan lento me aburrió y me embargó la simple ilusión de ir montado en un estupendo caballo. Aun al paso, y a pesar de que la silla nos separaba, emVelox me comunicaba la sensación de una fuerte tensión, de músculos cargados de potente energía, del fuego y el poder de un pequeño volcán animado que espera permiso para entrar en erupción. No sé si el pequeño Becga, a mi espalda, sentía todo eso, pero se mantenía fuertemente asido a mi cintura, como temiéndose que fuera a poner a emVelox al galope y el caballo pudiera escapársele de entre las piernas. De pronto, Wyrd detuvo su caballo y dijo un tanto perplejo:

—Aquí se ha salido el huno del camino. ¿Por qué tan pronto?

Fabius, se incorporó atléticamente en la silla y escrutó entre los árboles que bordeaban el camino por la izquierda, en la dirección que había señalado Wyrd, y, al cabo de un rato, dijo:

—Ha desaparecido, pero el rastro no.

Y, siempre con Wyrd en cabeza, nos salimos del camino y continuamos por entre árboles, pastos y campos de labranza. Ahora cabalgábamos incluso más despacio para no acercarnos demasiado y dejar así

que nos viera el huno. Wyrd volvió a detenerse bruscamente.

—¡Por los sacerdotes autocastrados de Cibeles —farfulló—, ese huno ha dado otra vez la vuelta, hacia Basilea!

—¿No intentará comprobar si le siguen? —inquirió Fabius.

—Tal vez. Pero no tenemos más remedio que seguir su rastro.

Y es lo que hicimos, aunque muy despacio a partir de ese momento, y al cabo de un buen rato —

cuando ya casi era totalmente de noche— Wyrd volvió a pararse, profiriendo en voz alta una sarta de maldiciones que debieron salpicar a todos los dioses y santos de todas las religiones. Yo pensé que el sonido pondría en guardia al huno que nos precedía, pero, por lo visto, no era así, porque Wyrd concluyó

sus invectivas de este modo:

—¡Que reviente Judas Iscariote, ese maldito no ha vuelto a Basilea! Ha cabalgado en círculo por la orilla del río aguas arriba de la ciudad. Debería contar con alguna barcaza para subir el caballo y seguramente ya ha cruzado el Rhenus. ¡ emOptio Fabius, galopa como el viento hasta los muelles de la ciudad y trae barcas y barqueros para nosotros, pero de prisa… tráelos a latigazos si hace falta; te esperamos corriente arriba! ¡Corre!

El emoptio arrancó al galope como una flecha y emVelox parecía aguardar un simple codazo para seguirle, pero Wyrd añadió:

—No tenemos prisa, cachorro. Oh, emvái, si ese traidor nos ha dicho la verdad —y creo que sí— y los hunos señalaban hacia el Sur a los Hrau Albos, como si fuera el lugar de su escondite, es que querían engañarle deliberadamente. Y yo me he dejado engañar. Deben estar al norte del Rhenus y seguramente no muy lejos, porque ¿quién va a pensar en buscar a bandidos de las montañas en la planicie?

Seguimos, pues, el rastro sin apresurarnos y en cuanto anocheció yo ya no veía ni las huellas en la nieve, pero a Wyrd no parecía afectarle. Finalmente, llegamos a la alta ribera de grava del río y, como había predicho Wyrd, advertimos en los guijarros señales de una embarcación de casco plano que había estado varada. Wyrd lanzó otras cuantas imprecaciones, pero poco podía hacerse; desmontamos, llenamos las cantimploras con agua del río y aguardamos.

No transcurrió mucho tiempo. Fabius sería un empedernido quejica, pero cuando era necesario sabía entrar en acción. Becga y yo vimos que en la oscuridad comenzaba a verse una claridad por el Oeste, hasta que el fulgor se concretó en tres faroles que arrojaban largos reflejos tortuosos y zigzagueantes en las turbulentas aguas. Como he dicho, el Rhenus, aguas arriba, es de corriente veloz, pero a pesar de ello, las tres embarcaciones, atendidas cada una por varios hombres con pértigas, se habían demorado poco. No me habría sorprendido ver a Fabius azotando a los marineros, pero él venía a caballo por la orilla, y, nada más vernos, no gritó a los de las barcas, sino que ululó como un buho —sin duda una señal convenida— para que fueran hacia nosotros.

—Muy bien, Fabius —dijo Wyrd, al tiempo que el romano desmontaba—. Si los hunos han dejado un vigía en la orilla opuesta, no habrán visto más que tres faroles. Que no los apaguen y di a tres de los hombres que cojan un farol cada uno y sigan a pie por esta orilla; que no se aparten de ella y que continúen hasta el amanecer o hasta que se apaguen. Los que quedan nos cruzarán al otro lado… sin hacer ruido.

Efectivamente, tres hombres, dejando un intervalo entre sí, comenzaron a caminar río arriba con el farol. Cualquier huno que hubiese al acecho en la otra orilla se imaginaría que las barcas habían continuado sin detenerse. Mientras tanto, con el mayor sigilo posible, nos embarcamos para que nos transbordaran. Yo pensé que los caballos se resistirían a un medio de transporte tan poco natural para ellos, pero estaba claro que tenían costumbre y ni piafaron. Tampoco Becga, que debía haber cruzado otros ríos desde sus tierras natales francas, hizo objeciones; el único pasajero renuente y torpe era yo —

em«¡Vái, andas como una mujer remilgada!», me espetó uno de los marineros, cogiéndome del codo para que no cayera— porque era la primera vez en mi vida que entraba en una embarcación. Wyrd dijo que no había manera de saber a qué distancia aquella rápida corriente habría llevado la barca del huno aguas abajo, y ordenó a los hombres darle a las pértigas con la máxima energía para cruzar lo más recto posible; y añadió que una vez en la otra orilla descenderíamos por ella hasta dar con el punto en que había desembarcado el huno. Los marineros no escatimaron esfuerzos, pero a oscuras, dudo mucho de que ninguno de ellos hubiera podido asegurar si cruzábamos en línea recta o en diagonal, y yo menos que ninguno. Lo único cierto para mí era que la corriente batía con fuerza levantando espuma contra el casco y muchas veces saltaba agua por la borda. Para no acabar calados del todo, pasajeros y marineros de las tres barcas fuimos de pie toda la travesía. Y, por miedo a que el río se hiciera más turbulento y zozobrásemos, me aferré con una mano a Becga y colgué el otro brazo del fuerte cuello del imperturbable y bien plantado emVelox. El emjuika-bloth, como si me protegiese, se quedó firmemente asido a mi hombro, pese a que había podido cruzar fácilmente el río volando.

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