conceda a la querellante la prueba del juicio de Dios en un combate entre Jaerius y Gudinando. Eso os eximirá de la responsabilidad de pronunciaros por una de las dos partes. En la ordalía, es el Señor quien juzga.
—¿Cómo te atreves, tendero tonsurado? —espetó Robeya, mientras su esposo guardaba silencio y su hijo comenzaba a sudar sensiblemente—. ¿Quién eres tú para condenar a un miembro de la nobleza a un vulgar combate público contra ese paria de cerebro podrido, favoreciendo a esa mujerzuela indigna?
— emClarissima Robeya —replicó el clérigo, empleando el título de respeto, pero alzando un dedo amenazador—, los deberes y dignidades de la nobleza son ciertamente asuntos importantes, pero más importante es aún el oficio del sacerdote, porque cuando llegue el día del Juicio final, ha de dar cuenta hasta de los reyes. emClarissima Robeya, por mucho que excedas en dignidad al resto de la raza humana, has de doblegar tu orgullo ante los servidores de los misterios de Cristo. Cuando habla el sacerdote, debes mostrar respeto, no disentir; te lo advierto con toda solemnidad. Te lo advierto como sacerdote, y a través de mí es Cristo quien te lo advierte.
—Eso sí que ha asustado a la fiera —musitó Wyrd.
Efectivamente, el rostro de la dama se había demudado durante la reprimenda y ya no osó decir nada más. Jaerius sudaba más que nunca, y, transcurrido un instante de silencio, fue Latobrigex quien habló con voz suave, poniendo la mano en el brazo de Robeya.
—Tata Tiburnius tiene razón, querida. Hay que someterse a la justicia y en la ordalía es Dios quien decide. Confiemos en Dios… y el fuerte brazo de mi hijo. Señorías —añadió, volviéndose hacia los tres magistrados—, estoy de acuerdo con la petición. Celebremos el combate mañana por la mañana.
Durante el rato que estuvimos desayunando no sucedió nada, y era de prever. Di las gracias a Teodorico por la comida —y también a Aurora, haciendo que se ruborizase— y me llevé el artilugio a la calle en que aguardaba la emturma que me había sido asignada.
Y esperamos interminablemente, igual que los otros seis mil ostrogodos, todo el día. Aquella jornada, creo que un millar de soldados se llegó con una excusa u otra a la calle en que estaba mi emturma para verme y echar un vistazo a mi silenciosa trompeta de Jericó. Al principio, las miradas eran de simple curiosidad y asombro, pero conforme transcurrían las horas, se iban transformando en miradas de suspicacia, irrisión y hasta de rencor. La verdad es que todos revestían casco y armadura, hacía calor, sudábamos, nos picaba el cuerpo recubierto de cuero, y la única comida (servida a mediodía) fueron bizcochos de salvado y agua tibia, y se nos ordenó no hacer ruido con las armas y hablar en voz baja, sin cantar ni reír; como si tuviésemos ganas de reír o cantar…
Al caer el sol se palió un poco nuestro tormento, al refrescar, pero la trompeta seguía sin sonar ni moverse y no podíamos hacer otra cosa que seguir esperando a que lo hiciera. Y eso hicimos, aunque entre las filas comenzaba a alzarse un murmullo. Cuando anocheció, los hombres se dispusieron resignadamente a dormir sobre el duro empedrado de las calles, y el emoptio de cada emturma nombró turnos de centinela. Como a mí no me señalaron ningún servicio, entregué el recipiente al emoptio, un guerrero canoso llamado Daila, y le dije que lo estuviesen observando en todos los turnos de guardia.
—Y me despiertas inmediatamente si se hincha, estalla, silba o hace algo —dije. El emoptio dirigió una triste mirada al objeto y otra a mí, embutido absurdamente en aquella armadura tan grande, y dijo malhumorado:
—Escarabajito, creo que puedes dormir tranquilo toda la noche. Mi padre es agricultor y te habría podido decir que los granos de avena tardan en germinar siete días por lo menos. Si tenemos que aguardar a que éstos echen raíces para romper esas puertas, nos vamos a pasar durmiendo aquí todo el verano.
—No creo que los granos tengan que crecer… —fue todo lo que se me ocurrió balbucir desanimado; pero Daila ya se había alejado para disponer el primer turno de guardia.
Tenía razón en una cosa: dormí toda la noche sin que me molestaran, hasta que la ruborosa aurora me despertó. Me llegué corriendo hasta el centinela que estaba bostezando y me lanzó el recipiente, diciéndome «¡Sin novedad!» Yo lo cogí, lo miré casi con igual desprecio que él, y me abrí paso entre los demás soldados que bostezaban y se desperezaban hasta donde estaba el emoptio Daila para pedirle permiso para ir a buscar a Teodorico.
En la emturma de lanceros me dijeron que Teodorico, después de pasarse la noche a la espera como los demás, se había marchado a su empraitoriaún. Me dirigí a la casa y estaba tan abatido y decepcionado que creo que debía ir arrastrando los faldones de cuero de la guerrera.
—Bueno, había que probar —dijo Teodorico cuando le di la triste nueva—. Thorn, deja que te recompense por haberlo intentado, y toma un poco de carne de caballo de la que ha sobrado —y llamó a Aurora para que la llevara, y, una vez que lo hizo, le dio la trompeta—. Toma, llévate esto de aquí. Desayunamos los dos en silencio y abatidos, sin quitarnos las armaduras. Teodorico no parecía tener ninguna alternativa de ataque, y yo menos. Y aunque la hubiese tenido, no me habría atrevido a proponérsela. Así, salvo el ruido de la masticación de la dura carne y los sorbos de agua, no se oyó nada más hasta que de la cocina nos llegó un gritito.
—¡Huy!
Teodorico y yo nos miramos y nos levantamos a la vez de un salto para llegarnos a la puerta. La muchacha estaba pegada a la pared de la reducida cocina, y por una vez con el rostro blanco en vez de colorado, mirando con ojos desorbitados al hogar. Había dejado la trompeta en uno de los rebordes planos y después debía haber dejado junto a ella un cazo, sin darse cuenta de que el mango apoyaba en el recipiente metálico; y ahora lo miraba hipnotizada porque se movía como por arte de magia,
desplazándose por el reborde. Mientras los tres lo mirábamos, se desplazó aún más rápido, llegó al borde y cayó al suelo de tierra.
—¡La trompeta suena! —exclamó Teodorico eufórico—. ¡Se ha hinchado!
—Pero muy poco —musité yo.
—¡Puede que baste! ¡Bendita seas, Aurora! —añadió, dándole un beso en su pálida mejilla—.
¡Vamos, Thorn!
Se puso el casco, cogió la lanza que había dejado a un lado y salió precipitadamente de la casa. Yo me calé el mío y le seguí. Apenas acabábamos de salir cuando oímos otros ruidos. Era como la resonancia de un vibrar de cuerdas. Teodorico echó a correr hacia la calle que desembocaba en la puerta y yo fui tras él. Conforme corríamos, el retumbar fue aumentando hasta convertirse en una especie de canturreo y finalmente en un chirrido penetrante. Los guerreros ante los que pasábamos iban levantándose, entre sonrientes y aturdidos, asiendo con fuerza las armas; muchos oficiales asomaban el cuello curiosos por las esquinas, mirando en dirección a la puerta. Teodorico no buscó el amparo de las casas para escrutar, sino que se acercó incautamente hasta el espacio abierto que daba a ella; pero no llegó ninguna flecha desde las almenas, porque los sármatas debían hallarse tan perplejos y sorprendidos como nuestros propios hombres.
Cuando le alcancé, estaba riendo y entregado a una especie de alegre danza, señalando hacia la puerta: de allí venía aquel ruido sobrenatural que estremecía el aire. La puerta experimentaba una fuerte tensión y se iba deformando imperceptiblemente en todos los puntos en que habíamos empotrado un recipiente, quejándose como agónica. Ahora al sonido agudo se mezclaban otros ruidos: los gruñidos de la vieja madera reacia a doblarse, el chasquido de la madera tensa forzada que cedía, los chirridos de puntas y pernos retorcidos. Veía y oía las grapas y refuerzos de hierro de la superficie saltar aquí y allá en pequeños estallidos.
De pronto, la parte más débil de la puerta, el postigo insertado en la hoja de la derecha, se combó y se rompió en un trozo. El tamaño de este postigo era, por supuesto, el justo para permitir el paso de una persona, y, al astillarse, vimos que la parte superior de la abertura que dejaba estaba bloqueada por dentro con una barra transversal. Pero ahora el postigo era un rectángulo de madera deshecha que podía fácilmente derribarse para dejar paso a un hombre.
Inmediatamente, Teodorico giró sobre sus talones y gritó a la emturma más cercana de soldados de a pie:
—¡Diez hombres con espada! ¡A la puerta! ¡Derribad ese postigo y entrad a quitar los travesanos!
Los primeros diez hombres de la columna cruzaron a toda prisa el espacio abierto; los sármatas del adarve se habían recuperado lo bastante de la sorpresa y lanzaron una lluvia de flechas, una de las cuales alcanzó a uno de los guerreros. Teodorico y yo nos resguardamos en la esquina de una casa y vimos cómo los que llegaban al postigo acababan de deshacerlo con sus espadas y las manos y, luego, los nueve pasaban por la abertura. En realidad, era una especie de suicidio hacerlo, porque no sabían si los sármatas estarían esperándoles dentro.
Teodorico gritó:
—¡Traed el ariete!
El extremo romo del tronco asomó por detrás de las casas en donde estaba preparado; los que lo manejaban tuvieron que moverlo despacio para dar la vuelta a la esquina, pero una vez en la calle principal, apuntando en dirección nuestra, el que mandaba al grupo voceó: «¡Izquierdo! ¡Derecho! ¡Paso ligero! ¡Izquierdo-derecho! ¡Izquierdo-derecho! ¡A la carrera!», y el gran ariete avanzó calle arriba a la velocidad que le imprimía la carrera de los porteadores.
Aunque los otros nueve acaban de entrar en la puerta y no había señales de lo que estaba sucediendo o les había sucedido, Teodorico ordenó a los del ariete que siguieran adelante, haciéndoles signo con la lanza apuntada hacia la puerta, como indicándoles que no esperaran más órdenes y continuaran la carrera para ganar impulso y batieran la puerta se abriera o no, mostrase señales de debilitamiento o aguantase con solidez.
Pero justo en aquel momento la puerta se abrió hacia dentro unos tres palmos, lo que nos permitió
ver que en el interior sucedía algo. En realidad, como pronto vimos, sucedían varias cosas. Los nueve primeros hombres habían irrumpido por el postigo, viendo —como había aventurado Teodorico— que se hallaban entre dos puertas, y que la segunda estaba cerrada. No obstante, tal como se les había ordenado, comenzaron a quitar los dos inmensos travesanos de la puerta exterior, y estaban ya abriendo las dos hojas, cuando la puerta interior comenzó a abrirse milagrosamente, pues los guardianes sármatas habían elegido incautamente aquel momento para salir a ver qué eran aquellos extraños ruidos que se habían oído en la-puerta externa.
En aquel preciso momento, el ariete golpeó la puerta externa y las hojas sacudieron los muros del arco, siendo tal el ímpetu de los porteadores, que abrieron también de golpe la segunda puerta. Con la irrupción del enorme ariete por la segunda puerta, aquello fue un revoltijo de cuerpos caídos retorciéndose y un clamor de gritos, voces y maldiciones. Pero lo que más me llamó la atención fue lo que me pareció una especie de nevada de partículas de metal producida por las trompetas de Jericó que estallaban por doquier.
—¡Lanceros, seguidme! —gritó Teodorico, y, sin aguardar, echó a correr hacia la puerta, sin importarle las flechas que llovían desde las murallas sobre los cuerpos de dos porteadores del ariete que habían sido alcanzados.
Su ardor combativo estuvo a punto de impulsarme a ir tras él, pero me contuve y aguardé a que pasaran los lanceros de a caballo, las emcontubernia de arqueros y luego dos o tres emturmae de infantes con espada, todos protegiéndose con los escudos de la lluvia de flechas. Aguardé la llegada de mi emturma y me uní a ella, dirigiendo una sonrisa de triunfo y alegría a nuestro emoptio Daila.
La noticia debió difundirse aquella misma noche por toda la ciudad y fuera de ella. A la mañana siguiente, cuando Wyrd y yo llegamos al anfiteatro —yo volvía a ser Thorn, por cierto— toda la población de Constantia y alrededores se hallaba congregada ante las puertas, ansiosa por adquirir las emtesserae de arcilla para entrar.
La Iglesia ya hacía tiempo que había abominado las competiciones de gladiadores, prohibidas por los emperadores cristianos, aunque puede que en provincias remotas se organizaran tales pugilatos, pero en Roma no se celebraban ya oficalmente desde cincuenta años antes de que yo naciera, y el combate de aquel día no se hacía con la espada emgladius ni ninguna de las armas tradicionales —tridente, maza o red—
, sino con la porra. Empero, prometía ser un enfrentamiento a muerte y eso constituía un acontecimiento sin precedentes que atrajo a una multitud que llenó el anfiteatro.
La muchedumbre la formaban no sólo pescadores, artesanos, campesinos y otras clases de villanos que suelen presenciar los juegos y deportes del circo; también mercaderes, tratantes y tenderos de la ciudad —que ni siquiera por la muerte de un emperador famoso habrían abandonado sus asuntos—
habían cerrado aquel día sus establecimientos, o los habían dejado al cuidado de empleados o esclavos para ver el espectáculo. No faltaron tampoco los viajeros de paso, enterados del evento. Mucho antes de que se iniciara el combate, creo que ya estaban llenos todos los asientos en los emcuneus y emmaenianum del anfiteatro; como de costumbre, los villanos ocupaban la tribuna superior, pero Wyrd pagó un buen precio por una emtesserae que nos daba derecho a asientos numerados en la segunda grada, generalmente accesible sólo a los nobles y los ricos. En la grada baja, a nivel de la pista, reservada para magistrados y otros dignatarios, el empodium central lo ocupaban el emdux Latobrigex, su señora Robeya y el prelado Tiburnius, los tres suntuosa y casi festivamente ataviados. El emdux mostraba un rostro inexpresivo como la noche anterior, pero su esposa irradiaba por así decir una cólera infinita, y el
sacerdote parecía tan distanciado como si fuese a asistir a una representación de la Pasión a cargo de un grupo de devotos actores.
Me volví hacia Wyrd y le dije:
— emFráuja, de todo el dinero que hemos ganado y guardado, me juego mi parte entera contra la tuya a que vence Gudinando.
—Por Laverna, diosa de los ladrones, traidores y fugitivos —contestó con una de sus carcajadas sarcásticas— ¿pretendes que me ponga de parte de ese cerdo de Jaerius? ¡Absurdo! pero, emaj, nunca he podido resistir en un circo apostar por alguien. Apostaré mi mitad de las ganancias contra tu mitad, pero a favor de Gudinando.