—Es un ave de mirada fiera, pico temible, con espolones agudos de rapaz y de gran tamaño, y lanza un graznido como el grito de uro enloquecido, pero se alimenta de plantas. Creo que en esta época del año sólo se alimenta de arándanos y bayas parecidas, y por eso su carne es tan deliciosa. En invierno come pinaza, por lo que su sabor daría náuseas hasta a un chacal de Iliria; hay leñadores que lo llaman emdaufs- emhana, porque, cuando lanza ese grito horrible, no oye nada. Y así es como se le caza, cachorro: cuando se oye el grito, se llega uno corriendo al árbol en que está y te quedas escondido sin hacer ruido entre un grito y otro, acercándote a todo correr cuando lo repite, pues, por mucho ruido que hagas, no te oye cuando canta. Y así, aprovechando la sordera mientras canta, te puedes acercar para abatirle de un flechazo.
Wyrd continuó charlando, pero ya el sendero se estrechaba y tuve que ponerme a su zaga, por lo que no pude oír bien más detalles sobre el emauths-hana. No me importó, porque seguramente volvería a repetírmelo; a Wyrd le gustaba mucho hablar, como les sucedía a todos los cazadores —decía él—
porque no tenían con quién hacerlo. Sin embargo, últimamente, durante aquel episodio de depresión y borrachera, en las veces en que era capaz de hablar, las palabras le brotaban precipitadamente, cual si sintiera una acuciante necesidad de verter todo lo que tenía dentro y tuviera poco tiempo para ello. Bueno, la verdad es que a mí no me importaba su garrulidad; me alegraba que volviese a ser el Wyrd que yo conocía, con su sapiencia y su postura de emfráuja respecto al aprendiz. Desde luego, ya no era exactamente el viejo Wyrd; se le veía penosamente flaco y ojeroso, la voz se le había enronquecido cabalgaba encorvado en la silla, él que siempre lo había hecho más tieso que un palo. Ahora, yo me maldecía por haber sido últimamente tan desagradecido e intolerante, despreciándole y reprochándole que
bebiera, pensando absurdamente que lo pasaba bien, cuando, en realidad, había estado sufriendo; probablemente seguía padeciendo, pero se hacía el fuerte. Rogué por que al volver a la vida de la caza recuperase fuerzas y salud, y me prometí hacer cuanto pudiera para ayudarle. Por muy hosco, irascible e insoportablemente déspota que fuese, no se lo reprocharía y lo aceptaría como señal de que se había recuperado. Quizá en aquel viaje reencontrásemos todos los buenos tiempos que habíamos pasado juntos. Pero nunca se sabe cuándo acaban las cosas.
em—Aj, ¿ves eso? —exclamó Wyrd, con aquella voz ronca, señalando hacia un sitio. Era la mañana del día siguiente; íbamos cabalgando hacia la mitad de la falda del Techo, en donde la nieve vieja que había en hoyos y cavidades brillaba al sol. Lo que me señalaba era una rastro en la nieve, y no era de pezuñas ni de zarpas, sino una especie de triple surco en una cuestecita de nieve, como si se hubiesen deslizado tres animales juntos.
—¿Sabes de qué es el rastro? —inquirí—. Desde luego, nutrias retozando por estas alturas no serán.
— emNe. Nutrias no. Lo ha hecho un animal solo, no tres. Como ves, el rastro es totalmente distinto del que dejan los animales de estos pagos. Los cazadores saben de qué es, pero los campesinos ignorantes se atemorizan al verlo porque creen que es de algún temible emskohl de la montaña. Pues bien, no es más que la huella de un emauths-hana.
—¿El ave que buscamos, emfráuja? ¿Cómo es posible que un pájaro deje esa huella?
—Porque se desliza por las cuestas con la pechuga con las alas abiertas, desahogando su buen humor, digo yo. Bueno, por aquí debe andar uno de ellos, pues el rastro es de esta misma mañana. Toma, cachorro, coge mi arco y las flechas y ve a cazarlo. Me siento débil para tensarlo como es debido. Voy a descender hasta donde no hay nieve para calentarme los huesos al sol. Allí te espero. Cogí el arma y continué montado en emVelox. No habríamos avanzado mucho más, cuando oí —
horripilado, tal como había dicho Wyrd— el grito del emauths-hana. Al menos es lo que imaginé que era. Como daban a entender los deslizamientos, aquel ave actuaba como ninguna de las que yo conocía; su canto era bien distinto a los que yo había escuchado. Describiré el ruido que hacía lo mejor posible: era como un agudo ulular unido a una especie de martilleo y chirrido, y muy prolongado, y comprendí
perfectamente que los campesinos creyesen en la existencia de demonios de la montaña. Desmonté y até a emVelox a un arbusto, al tiempo que ponía una flecha en el arco. Comenzaba a dirigirme hacia donde sonaba el canto del pájaro, con cuidado de no hacer crujir demasiado la nieve, cuando otro ruido me asustó más aún. Esta vez era sin lugar a dudas el aullido prolongado de un lobo, y llegaba de detrás de mí, montaña abajo, aproximadamente en el lugar en que debía hallarse Wyrd en aquel momento. Me detuve donde estaba, perplejo, pues era de lo más raro que un lobo anduviera aullando a pleno día. A continuación, el emauths-hana lanzó una vez más su grito desgarrador y el lobo volvió a aullar como respondiendo. Yo miré indeciso hacia uno y otro lugar; el aullido me había parecido como de gran dolor o de rabia salvaje. Quizá fuese otro lobo enfermo, pensé, y Wyrd se encontraba allí
indefenso, con tan sólo su hacha de combate. Así que dejé a emVelox atado y abandoné la caza del emauths- emhana y, con el arco dispuesto, eché a correr montaña abajo para ver si Wyrd corría peligro. Un poco por debajo de la línea de la nieve, encontré su caballo suelto, pastando plácidamente la poca yerba que se encuentra a esa altura, y me pregunté cómo es que no habría huido ni mostrado nerviosismo alguno al sentir un lobo por las cercanías; cogí las riendas con la mano libre y miré en derredor, pero no vi nada que no fuese la maleza. Hasta que oí otro aullido, esta vez más próximo, y eché
a correr por entre las matas hacia donde venía, con el arco preparado.
Y así llegué a donde estaba Wyrd… y sentí que se me erizaba el vello de la nuca, al darme cuenta de que era él quien aullaba como un lobo, con la boca completamente abierta, mirando al cielo y con la
lengua fuera, haciendo vibrar el alarido. Y lo que es peor, estaba tumbado de espaldas, pero no descansando totalmente en ella, sino con el cuerpo formando un arco tenso, de forma que sólo los talones y la nuca se apoyaban en tierra, al tiempo que la golpeaba furiosamente con los puños cerrados. Pero en el momento en que atravesaba los últimos matorrales para llegarme a él, aquella tensión cedió de pronto y el cuerpo se desplomó en tierra; cesaron los horrendos aullidos y los puñetazos y allí
quedó abatido, salvo por el jadeo del pecho en su agitada respiración. Até sin tardanza las riendas de su caballo a un arbusto, dejé el arco en tierra y me arrodillé junto a él; abría y cerraba los ojos muy de prisa y aún tenía la boca abierta, pero ya no de aquella manera horrible; sudaba copiosamente, como era de esperar, pero tenía el rostro tan ceniciento como el cabello y la barba y al tocarle vi que estaba frío y húmedo.
Al sentirme, dirigió hacia mí sus ojos congestionados y me preguntó con voz ronca pero bastante normal: —¿Qué haces aquí, cachorro?
—¿Que qué hago? He venido a todo correr porque creí que te atacaba una manada de lobos.
em—Aj, ¿tan fuerte he gritado? —contestó apesadumbrado—. Siento haberte interrumpido la caza. Estaba… me estaba aclarando la garganta.
—¿Cómo dices? Habrás aclarado los Alpes enteros, con los pastores, los leñadores, los…
—Quiero decir que… estaba tratando con todas mis fuerzas de expulsar la flema o lo que sea que tanto tiempo hace me congestiona la garganta y la tráquea.
em—Iésus, fráuja —dije, algo más tranquilo al oírle decir que lo había hecho intencionadamente—, si estabas como quien dice sosteniéndote sobre la cabeza… Debe haber una manera más fácil de aclararse la garganta. ¿Dónde tienes la cantimplora? Anda, bebe de la mía.
Al decir aquello, se apartó de mí con una extraña mueca y profirió un gargarismo parecido al inicio de otro aullido y estuvo a punto de adoptar de nuevo aquella rigidez, pero, con un evidente esfuerzo, se contuvo y añadió sin resuello: —Ne… por favor… cachorro… no me atormentes… —Sólo quiero ayudarte, emfráuja —dije, acercándole la cantimplora a los labios—. Un trago de agua te…
—¡Grrr, grrr, grrr! —volvió a gruñir, y de nuevo con gran esfuerzo impidió que el cuerpo se le pusiera tenso, mientras me apartaba de un manotazo—. Sobre todo… —farfulló furioso cuando pudo hablar— apártate de mi boca… de mis dientes…
Retrocedí en cuclillas y me le quedé mirando preocupado.
—¿Pero qué te pasa? Andraías me dijo que llevabas varios días sin comer y que ni ayer ni hoy has tomado nada de comer ni de beber. Y ahora ni siquiera aceptas un trago de a…
—¡No pronuncies la palabra! —exclamó, suplicante, encogiéndose como si le hubiese golpeado—. Ten compasión, cachorro… dame la piel y haz un fuego, que pronto oscurecerá… tengo frío… Miré sorprendido a mi alrededor a las montañas soleadas y, preocupado pero obediente, le di la piel de dormir que estaba detrás de la silla del caballo, le ayudé a envolverse en ella y recogí musgo seco, hierbas y ramas e hice fuego cerca de él, y al poco dormía roncando. Con la esperanza de que fuera buen signo, me alejé sin hacer ruido para no despertarle.
Volví montaña arriba hasta donde había dejado a emVelox y, justo cuando iba a desatarle, oí una vez más el canto estremecedor del emauths-hana; parecía que todos los animales de los alrededores hubiesen reconocido que el aullido de Wyrd no era emde un auténtico lobo y habían huido asustados. Volví a poner una flecha en el arco y me encaminé en dirección a la procedencia del canto; siguiendo los consejos de Wyrd, aguardé a que volviera a emitir el grito y avancé de un sitio a otro, ocultándome quieto tras un árbol o una roca, mientras el ave permanecía callada. Al final, lo vi encaramado en la rama de un pino lejano.
Aguardé una vez más a que emitiera aquel grito ensordecedor —alzando la cabeza y abriendo un enorme abanico en la cola— para aproximarme lo más posible a él, pues no quería fallar el tiro, ya que, si, como decía Wyrd, su carne era tan exquisita, era posible que se animase y comiera. El flechazo fue tan certero que el emauths-hana murió en pleno canto, cayendo al pie del árbol con un ruido sordo.
Era un ave tan singular, aun muerta, que me quedé mirándola admirado un instante; tendría el tamaño de un ganso, aunque la cola era como la del grigallo, pero más grande; tenía espolones como los del emjuika-bloth y la cabeza era parecida a la del monstruo escita llamado grifo, pues poseía un temible pico amarillo y unas feroces cejas rojas; su plumaje era casi negro, aunque salpicado de blanco y marrón y todo él con un brillo metálico que lo hacía tornasolado.
Pero no me detuve mucho admirándolo; lo despojé del rico plumaje antes de que quedara tieso y costara arrancárselo, le corté cabeza y patas, lo desventré y lo limpié en un ribazo de nieve y volví a donde estaba emVelox. Al llegar al fuego vi que Wyrd seguía durmiendo, así que me dediqué a arrancarle el plumón y aguardé a que se escondiera el sol para ensartarlo y comenzar a asarlo al fuego. Me senté, añadí más leña y fui dando vueltas al espetón mientras Wyrd seguía roncando y poco a poco anochecía; debí cabecear yo también, a causa de la preocupación y el aburrimiento, porque di un respingo al no oír los ronquidos. El asado chisporroteaba y crepitaba alegremente y, detrás de él, al otro lado del fuego, vi algo horrible: dos ojos amarillos de lobo que me observaban desde la oscuridad. Antes de que me diera tiempo a gritar o ponerme en pie de un salto, oí la voz de Wyrd y comprendí que estaba sentado y que eran sus ojos.
—El emauths-hana huele riquísimo, ¿verdad? Cómetelo, cachorro, antes de que se queme. No había visto nunca que a Wyrd le brillasen los ojos de aquella manera, pero lo único que dije fue:
—Hay carne para cuatro personas. Come algo, emfráuja.
— emNe, ne, no puedo tragar. Tal vez sí que podría echar un trago de agua, en este momento, no sé por qué, no me horroriza pensar en ella.
Le pasé la cantimplora por encima del fuego, arranqué una pata del asado y comencé a devorarla; de hecho, comía con menos delicadeza de lo habitual y mascaba y me rechupaba ruidosamente con intención de incitar el apetito de Wyrd. Pero él lo único que hizo fue llevarse la cantimplora a los labios, y con reparos, casi con cautela.
—Tenías razón sobre el emauths-hana, fráuja —dije entusiasmado—. Es el ave más sabrosa que he comido, y esa dieta de arándanos le da un sabor agridulce. Come un poco; toma, un trozo de pechuga.
— emNe, ne —repitió él—. He podido echar un trago de agua y no me ha dado náuseas. Y, fíjate que puedo pronunciar la palabra «agua» sin atragantarme. Debo estarme curando —dijo, mirando complacido la cantimplora, cual si contuviera un vino exquisito, repitiendo varias veces la palabra—. Agua, agua.
¿No ves? Agua. No me produce mal. Cachorro, ¿has leído las emGeórgicas de Virgilio?
Sorprendido de que él las hubiese leído, contesté:
— emJa. Era una lectura aprobada en la abadía de San Damián.
—Bueno, a no ser que en el monasterio tuvieseis las dos versiones, no sabrás que en el poema original, en el segundo libro, Virgilio cita el nombre de la ciudad de Nola. Bien, poco después pasó, precisamente, por esa ciudad y pidió agua para beber. ¿Ves? Puedo decirlo sin ninguna dificultad. Agua. Bien, el ciudadano a quien se la pidió no quiso dársela y Virgilio volvió a escribir el poema suprimiendo el nombre de Nola, poniendo «ora» en lugar de «región» para conservar la rima. Y me apostaría algo a que la ruin y tacaña ciudad de Nola no ha vuelto a ser citada nunca más en la literatura.
—No me cabe duda de que esa ciudad lamentará haberle tratado así —dije yo. Sin decir palabra, y ni siquiera darme las buenas noches, Wyrd se tumbó de lado, se arropó en la piel y se quedó dormido; comenzó a roncar, lo que me dio a entender que no estaba muerto, y de nuevo cifré mis esperanzas en que el sueño fuese el mejor remedio a su enfermedad. Envolví el resto del emauths- emhana para comerlo por la mañana, cubrí los rescoldos del fuego con tierra, me envolví en mi piel y me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo dormiría, pero aún era noche cerrada cuando otro estremecedor aullido de lobo me hizo incorporar de un salto. Ojalá hubiese sido de un lobo de verdad, pero lo cierto es que era otra vez Wyrd, con el cuerpo rígido y arqueado de una manera tan sobrehumana que le sonaban los huesos y los tendones, mientras continuaba aullando de un modo agónico; estuve un rato mirándole sin saber qué