La princesa me dijo que aquel puerto de Perinthus había rivalizado en la antigüedad con el de Byzantium, como entonces se llamaba Constantinopla, en cuanto a tráfico, prosperidad y magnificencia. Pero en los últimos siglos Perinthus había decaído bastante, aunque aún me entusiasmó verlo, dado que era la primera vez que contemplaba el mar y la vista se extiende sobre el inmenso azul turquesa del Propontis. La ciudad se asienta sobre una pequeña península, por lo que por tres lados está rodeada de muelles y embarcaderos en los que cargan y descargan barcos, mientras otros muchos aguardan turno.
También, en el poco tiempo que estuvimos allí, probé por primera vez los magníficos mariscos: langostas, ostras, cangrejos, veneras y calamares guisados en su propia tinta; me di aquel festín omnívoro en el empandokheíon de Amalamena porque tenía vistas al puerto y, así, mientras comía podía contemplar los airosos movimientos de las galeras de combate llamadas liburnias con dos o tres bancos de remeros, y algunas con altos castillos en proa y popa.
Vi también barcos mercantes mucho más grandes que los que navegan por los ríos, con dos mástiles, y barcos de velas cuadradas llamados «de proa manzana» por tenerla redondeada, y barcos mercantes más pequeños y rápidos que navegan cerca de la costa y se mueven a fuerza de remos. Había un constante ir y venir de éstos porque los patronos deseaban concluir el número de viajes anuales antes de que llegara el invierno en que cesa la navegación con excepción de la costera. Me agradó tanto la estancia en Perinthus, que me habría quedado de buen grado de no haber sido porque estábamos tan sólo a cuatro días de viaje de lo que sabía era un puerto mucho más activo y próspero, y de la ciudad que me habían dicho era la más magnífica del imperio romano: la que no hacía mucho se llamaba Byzantium, después Augusta Antonina y ahora, ya para siempre, la gran ciudad de Constantino emel Grande.
Por así decir, vimos Constantinopla antes de que se nos apareciera a la vista. Nuestra columna estaba aún a dos días de distancia de la ciudad y nos disponíamos a acampar para pasar la noche en unos pastos de cabras junto a la carretera, cuando gente del séquito lanzó una exclamación al ver una luz amarillenta en el cielo hacia el este.
—Los grandes rebaños de cabras no han dejado monte bajo ni árboles que puedan incendiarse —
comenté yo—. ¿De qué será esa luz? ¿Fuegos de Géminis de una tormenta? ¿Los emdraco volans de unas marismas?
— emNe, salo Thorn —dijo uno de los soldados—. Es el empháros de Constantinopla. Yo he estado antes y lo he visto. El empháros es una hoguera en lo alto de una gran torre, que sirve de guía a los barcos para entrar al puerto. Está encendido de noche y por el día deja escapar humo, como veréis mañana.
—Debemos estar aún a unas treinta millas de la ciudad —terció Amalamena—. Una columna de humo se vería. ¿Pero cómo es posible que se vea un fuego de leña a tal distancia?
—Es que está aumentado, princesa —contestó el soldado—. El empháros posee un ingenioso artilugio, parecido a un emspeculum curvado. El fuego lo hacen sobre un inmenso cuenco de metal recubierto de yeso y la concavidad de yeso lleva empotrados muchísimos trocitos de cristal cocido con una hojuela de plata en el interior, igual que las piedras preciosas que se engarzan en las alhajas para que brillen más. Así
relumbra más el fuego.
—Sí que es ingenioso —musitó Amalamena.
—En tiempos de guerra u otras situaciones de peligro —continuó el soldado—, los que cuidan del fuego pueden hacer parpadear la luz tapando y destapando el cuenco reflector con un cobertor de cuero y así se envían mensajes que leen los centinelas de puestos de vigía lejanos, quienes a su vez encienden fanales y los hacen parpadear también para repetir el mensaje y hacerlo llegar a otros puestos, y así
sucesivamente ordenan a un ejército desviarse o lo que fuere necesario. Y del mismo modo, los centinelas pueden comunicar a la ciudad la alarma si se aproxima el enemigo o cualquier noticia urgente. La siguiente novedad que llamó nuestra atención no se veía, pues era un olor, pero tan horroroso y tan insoportable que casi me hizo tambalearme en la silla. Tosí y eructé y los ojos se me llenaron de lágrimas, pero a través de ellas vi que a otros viajeros no les parecía tan agobiante. Todos los que no tenían las manos ocupadas se las llevaban simultánea o alternativamente a la nariz y hacían el signo de la cruz en la frente.
— emGudisks Himins —balbucí a Daila—, este miasma convierte a cualquier mortal en un taciturno esloveno. Llama al soldado que estaba antes aquí para que nos diga si es que en Constantinopla huele siempre a putrefacto.
— emJa, saio Thorn —dijo el soldado, con cara divertida, aunque se tapaba la nariz—. Lo que oléis es el aroma de la santidad, y en Constantinopla están muy ufanos de dar la bienvenida con él a los que llegan. De hecho, el aroma atrae a muchos peregrinos.
—En el nombre del dios que adoren, ¿por qué?
—Acuden a adorar a Daniel el Estilita. Mirad.
Me señalaba a través de los campos de la izquierda de la calzada, a lo lejos, y atisbé una especie de columna con una guisa de nido astroso de cigüeña en lo alto, rodeada por una multitud, en la que algunos iban y venían, aunque la mayoría estaba de rodillas.
—Ese Daniel —dijo el soldado— hace eso emulando a Simeón de Siria, que fue san Simeón por haber vivido en lo alto de una gran columna durante treinta años. Daniel sólo lleva en ese pilar unos quince años, pero me han dicho que ese ejemplo de sufrimiento voluntario ha servido para convertir a muchos paganos.
—¿Convertirlos a qué? —farfulló Daila—. Ni los hombres convertidos en cerdos por Circe se complacerían en un lugar tan nauseabundo.
—En devotos cristianos —contestó el soldado, encogiéndose de hombros—. Los que hallan placer en la humillación y la mortificación, supongo. Por lo visto consideran una bendición ese olor de quince años de acumulación de los excrementos de Daniel.
—Pues que sigan reunidos; parecen ser tal para cual —dije yo.
Finalmente, dejamos atrás el hedor y a las pocas horas avistamos las murallas de Constantinopla en el horizonte. Me volví y dije a uno de los arqueros:
—La princesa tenía muchas ganas de contemplar de lejos la ciudad. Cabalgad hasta la carruca a decirla que ya se avista, y preguntad si desea que le ensillen la mula para montarla. Regresó al poco, con una leve sonrisa, para decirme:
—La princesa da las gracias al mariscal por su atención, pero ha decidido admirar la ciudad desde la carruca, de la cual ha descorrido las cortinas. Considera que sería impropio de una hermana e hija de reyes entrar en Constantinopla cabalgando a horcajadas como una mujer bárbara. Me pareció una reacción poco en consonancia con la Amalamena de espíritu animoso que hasta entonces había renunciado entre risas a las inhibiciones «femeninas» y parecidas actitudes. Era evidente que se trataba de una excusa para no tener que admitir que no estaba en condiciones de montar, y me recordé buscarle un médico a la primera ocasión.
Las murallas a las que nos aproximábamos eran las levantadas por el emperador Teodosio II; el primer recinto, construido por el fundador de la ciudad, sólo encerraba cinco colinas de la elevación de Byzantium, y ya incluso por aquello a Constantino se le tildó de arrogante por haber superado con creces la extensión de las mayores ciudades. Pero no resultó una idea desaforada, pues en vida de él la Nueva Roma se había extendido fuera de las murallas y, ahora, como la antigua Roma, comprendía siete colinas. La muralla de Teodosio, que separaba Constantinopla del resto del continente de Europa, era la defensa más imponente jamás vista en una ciudad. Con sus casi tres millas romanas tendidas entre las aguas que flanquean el promontorio, consta realmente de dos muros separados por veinte pasos y un ancho foso dotado de parapetos de ladrillo. La doble muralla tiene la altura de cinco hombres y la coronan noventa y seis torres aún más elevadas; torres alternativamente redondas y cuadradas con paños intermedios en zig-zag para la defensa concertada.
Ahora veía a los viajeros que nos precedían en la vía Egnatia —gente a pie, a caballo, transportistas, carreteros, pastores con rebaños y palanquines y carruajes de personas importantes— apartándose a un lado para dejar paso a una procesión que salía de la ciudad. Daila me miró con ojos interrogantes y yo meneé la cabeza.
— emNe, optio. Somos ostrogodos y delegados reales, no griegos y mestizos de la localidad. Continuaremos nuestro camino, al menos hasta que veamos de qué se trata.
Tuve razón en proseguir la marcha, pero no había ningún peligro, pues resultó ser una comitiva imperial que salía a recibirnos. Era un grupo de hombres en caballos espléndidamente engualdrapados; el que los encabezaba, un hombre mayor y mejor ataviado que los demás, alzó las manos saludando y sus primeras palabras, aunque cordiales, me dejaron atónito.
em—¡Khaire, Presbeutés Akantha! —lo que en griego simplemente significaba «¡Salve, embajador Thorn!», y me sorprendió que supiera mi nombre—. em¡Basileús Zeno éíhe par ámmi philéseai! —añadió. La segunda frase quería decir «El emperador Zenón te da la bienvenida».
Una vez más tuve la prevención de no decir una bobada como «¿Quién es Zenón? Yo vengo a ver al emperador León», pero mi rostro debió acusar la sorpresa, y mientras permanecía sin saber qué decir, el anciano continuó:
—El emperador Zenón envía estos regalos en muestra de amistad —a cuyas palabras, se adelantaron dos sirvientes muy cargados que iban en la comitiva, y yo hice seña a mis arqueros para que recogieran los obsequios, al tiempo que me sobreponía a la sorpresa y respondía:
—Teodorico, rey de los ostrogodos, saluda a su primo Zenón, y también traemos regalos de amistad.
—Traéis también a lo que parece a la hermana del rey —añadió el hombre, señalando con la cabeza hacia la carruca—. Soy Myros, el emoikónomos del emperador, su chambelán. ¿Puedo escoltaros? Hay una casa preparada para vos, la princesa Amalamena y la servidumbre, y alojamiento adecuado para vuestros guerreros.
Hice gesto al chambelán para que cabalgase a mi lado y el resto de la delegación se uniese a nuestro séquito y así continuamos hacia la ciudad.
Conforme cabalgábamos juntos, fingiendo charla insustancial, pero realmente para sonsacarle, pregunté al hombre:
—No tengo muchos años, emoikónomos Myros, pero si fuese a enumerar los emperadores de Oriente y Occidente que se han sucedido en mi corta vida, tendría que contarlos con los dedos.
— emNaí —contestó él, asintiendo, y volvió a sorprenderme—. Y ahora dos han desaparecido en un plazo de dos meses. —¿Dos? —exclamé, sin poder contenerme. — emNaí. El joven León que ha muerto aquí
y Julius Nepos, que ha sido depuesto en Roma. ¿No lo sabíais?
Yo iba pensando en que, aparte de que no iba a ver al emperador que me habían encomendado, el emsaio Soas tampoco. —Es que he estado en la guerra, alejado de las comunicaciones y las noticias. Myros me dirigió una mirada que imagino dirigen a menudo los griegos romanizados a los bárbaros.
—¿Y aproximándoos aquí, mariscal, no habéis leído los fuegos y humos del empháros? Es casi la única noticia que han difundido estos meses; con excepción, naturalmente, del aviso de vuestra inminente llegada.
Un tanto vejado, confesé que no sabía leer esos mensajes en el cielo y añadí:
—Sí que me habría gustado leer mi propio nombre en el cielo. ¿Cómo supisteis de nuestra llegada?
Sonrió malicioso, como diciendo «los griegos somos omniscientes», pero se limitó a contestar:
—Por todas partes tenemos emhatáskopoi, soldados sin uniforme que patrullan y vigilan, y sin duda alguno de ellos debió saber que erais el saio Thorn cuando os detuvisteis con la princesa en Beroea o algún otro lugar.
—Ya —comenté yo con frialdad, no muy complacido de que nos hubieran estado espiando sin darnos cuenta.
En aquel momento cruzábamos la más espléndida de las diez puertas de Constantinopla, la Puerta Dorada de triple arco. En su marco de mármol blanco con vetas negras, las imponentes puertas de bronce se hallaban hospitalariamente abiertas de par en par y abrillantadas de tal modo que parecían de oro. Dos de los arcos seguidos constituyen el pasaje bajo las gruesas murallas, y el tercero y más interno es distinto, ya que conduce al viajero que llega a la ciudad a través de los cimientos de la iglesia de San Diómedes, construida dentro de las murallas, por encima del camino; allí en la iglesia concluye la vía Egnatia, o, más bien, cambia de nombre, convirtiéndose en la Mése, la igualmente amplia y bien pavimentada avenida principal de Constantinopla.
No quise volverme en la silla para admirar la iglesia edificada en lo alto, al cruzar aquel último arco, y para hacerle ver al emoikónomos que no me impresionaba en absoluto la magnificencia de la ciudad imperial, le comenté como quien no quiere la cosa:
—Bien, chambelán, explicadme un poco esos cambios de emperador que me decíais. Os juro que nunca se habían visto tantos cambios en el imperio como últimamente.
— emDépou, dépou, papaí —contestó Myros entristecido—. Ay, cierto, cierto. ¿Qué decir del difunto León? En sus seis años en el trono fue siempre un niño enfermizo; su abuelo no debería haberle designado sucesor. Pobrecito León, aun con la ayuda de su padre como regente, apenas supo apechar con semejante responsabilidad. De todos modos, ahora que los dos Leones, el abuelo y el nieto, han muerto, es el padre-regente quien ha asumido la púrpura. —Así, ¿Zenón era el padre y regente? —Claro. ¿No sabíais que era yerno del primer León? Está casado con Ariadna, la hija del emperador. El difunto León segundo era hijo de Ariadna y su esposo, ahora llamado Zenón.
—¿Qué queréis decir, emahora llamado Zenón? —Ha adoptado ese nombre al ascender al trono, en honor del famoso filósofo estoico de la antigüedad.
—Yo pensaba que sólo los obispos más ostentosos y pretenciosos adoptaban nombres.
—Comprenderíais y simpatizaríais con Zenón si supierais que es del linaje isáurico y que los isaurios hablan un horrendo y complicado dialecto griego, y el verdadero nombre del emperador era Tarásikodisa Rusumbladeótes.
— em¡Papaí! —exclamé—. Lo comprendo. Gracias por decírmelo.
Aún cabalgábamos por la Mese y no cesaba de ver maravillas y cosas desconocidas. La amplia avenida estaba flanqueada por árboles e innumerables estatuas en bronce y mármol de dioses, héroes, sabios y poetas y en ella se alineaban otras tantas mansiones palaciegas de piedra o ladrillo, si bien, por las bocacalles, atisbé edificios mucho más plebeyos. La Mése nos condujo abajo a través de la Puerta Dorada menor en la primera muralla de Constantino no tan impresionante. A partir de allí, la avenida se ensanchaba a tramos, convirtiéndose en espaciosas plazas enlosadas de mármol; desde el Forum de Bous, una plaza cual gigantesca plataforma de mármol, como suspendida entre las faldas de dos colinas, veíamos a nuestros pies un pequeño río que discurría por debajo, el Lúkos, en el que vierten las aguas residuales de la ciudad. En el Forum de Theodosius alzamos la vista hacia un río artificial, uno de los acueductos de Constantinopla, sobre airosos y elevados arcos de piedra que salvan otras dos colinas; en el Forum de Constantino, vi la más grandiosa estatua de la ciudad, la efigie de su fundador situada sobre una altísima columna de mármol y porfirio. La estatua de bronce representa a Constantino con una corona de rayos, a guisa de Apolo con su halo solar, o de Jesucristo con la corona de espinas; los actuales habitantes de la ciudad no se inclinan con certeza por ninguna de las dos posibilidades. Pero yo continuaba decidido a no mirar embobado y proseguí mi conversación con el chambelán.