Hambre (2 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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—Corona y media —dijo el hombre.

—Está bien, gracias —contesté—. Si no fuera porque comienza a estarme estrecho no me hubiera desprendido de él.

Recogí las monedas y el recibo y salí. Realmente era un verdadero hallazgo aquel chaleco; todavía me quedaría dinero para un copioso almuerzo, y, antes de la tarde, mi artículo sobre «Los crímenes del porvenir» estaría terminado. Comencé a encontrar la vida más agradable y me apresuré a volver adonde estaba el hombre, para desembarazarme de él.

—¡Tome, haga el favor! —le dije—. Celebro que se haya usted dirigido a mí antes que a nadie.

Cogió el dinero y empezó a examinarme. ¿Qué miraba con sus abiertos ojos? Tuve la sensación de que concentraba toda su atención en las rodilleras de mi pantalón y me molestó la impertinencia. ¿Creía el bribón que yo estaba tan pobre como parecía por mi aspecto? ¿No había yo pensado ya comenzar a escribir un artículo de diez coronas? Además, a mí no me asustaba el porvenir y tenía mucho tiempo por delante. Entonces, ¿qué miraba el desconocido, si yo me tomaba la liberalidad de darle una pequeña cantidad en un día tan hermoso? La mirada del hombre me irritaba y resolví darle una lección antes de dejarle.

Alcé los hombros y dije:

—Buen hombre; es una fea costumbre la que tiene usted de comerse con los ojos las rodilleras de un hombre cuando le entrega una corona.

Echó la cabeza hacia atrás, contra la pared, y abrió la boca. Su mente trabajaba detrás de su frente miserable; pensó, sin duda, que quería ultrajarle de un modo o de otro, y me tendió el dinero.

Golpeé el suelo con el pie y juré que se lo guardara. ¿Se figuraba que para eso me había tomado tanto trabajo? Bien pensado, quizá le debiera yo esta corona; tenía como un recuerdo de aquella vieja deuda; allí donde me veía, era yo hombre íntegro, honrado a carta cabal. En una palabra, el dinero era suyo... ¡Oh! No tenía por qué darme las gracias, era una dicha para mí. Adiós.

Me marché. Por fin, desembarazado de aquel perseguidor inválido, podía recobrar la calma. Volví a bajar la calle de los Saules y me detuve ante una tienda de comestibles. El escaparate estaba lleno de alimentos y entré a comprar cualquier cosa, que comería en el camino.

—¡Un trozo de queso y un panecillo! —dije echando la media corona sobre el mostrador.

—¿Queso y pan por toda esa cantidad? —preguntó irónicamente la mujer, sin mirarme.

—Por los cincuenta óre —contesté impasible. Recogí mis compras, saludé a la gruesa tendera con extremada cortesía y, a buena marcha, gané el Parque de la Rampa del Castillo. Busqué un banco donde estar solo y me puse a comer glotonamente mis provisiones.

Esto me sentó bien; hacía mucho tiempo que no comía tan opíparamente y poco a poco me sentí invadido por esa tranquilidad satisfecha que se experimenta después de una gran crisis de llanto. Me sentía muy audaz. Ya no me bastaba escribir un artículo sobre un asunto tan sencillo y trivial como «Los crímenes del porvenir». Eso estaba al alcance de cualquiera: no había más que inventar o, en todo caso, leer la historia. Me creía capaz de los mayores esfuerzos; estaba dispuesto a vencer dificultades y me decidí por un trabajo en tres partes acerca de «El conocimiento filosófico». Naturalmente, en él encontraría ocasión de refutar algunos de los sofismas de Kant...

Cuando fui a sacar lo que necesitaba para escribir, descubrí que no tenía lapicero; lo había dejado olvidado en la tienda del prestamista; mi lápiz se había quedado en el bolsillo del chaleco.

¡Dios mío! ¡Parecía que todo se confabulaba contra mí! Proferí algunos juramentos, me levanté de mi banco y empecé a andar por los paseos. Por todas partes había gran tranquilidad; en la parte baja, hacia el pabellón de la Reina, algunas niñeras empujaban sus cochecitos; fuera de ellas, no se veían más personas por ninguna parte. Estaba terriblemente irritado y paseaba rabiosamente ante mi banco. ¿No se volvía todo contra mí? ¡Todo! ¡Un artículo en tres partes, iba a fracasar por un simple motivo de no tener en mi bolsillo un trozo de lápiz de diez óre! ¿Y si volviera a la calle de los Saules a reclamar mi lapicero? Todavía me quedaría tiempo para escribir una gran parte, antes de que el parque se llenara de paseantes. Y luego, ¡tantas cosas dependían de este «Tratado del conocimiento filosófico»! Quizá la felicidad de muchos hombres, ¿quién sabe? Me decía a mí mismo que tal vez sería un gran auxilio para muchos jóvenes. Reflexionándolo bien, decidí no atacar a Kant; podía evitarlo muy bien; bastaba con desviarme hábilmente, al llegar a la cuestión del Tiempo y del Espacio; pero a Renan, de ese viejo cura de Renan, no respondía... En fin de cuentas, se trataba de escribir un artículo de tantas y tantas columnas. Las deudas de hospedaje, las largas miradas de mi patrona cuando la encontraba por la mañana en la escalera, me atormentaban todo el día y me amargaban los momentos felices en que, aparte éste, no tenía ningún pensamiento sombrío. Había que acabar. Salí apresuradamente del parque y me dirigí a casa del prestamista, en busca del lápiz.

Al bajar la Rampa del Castillo, alcancé a dos señoras y las dejé atrás. Pero al pasar rocé la manga del vestido de una de ellas, y me volví a mirarla. Tenía el rostro lleno, un poco pálido. De súbito, enrojeció y se puso extrañamente bella. No sé a qué se debería su rubor; quizá a alguna palabra oída al pasar, tal vez a un silencioso pensamiento. ¿O era porque yo había tocado su brazo? Su alto seno se agitó violentamente; su mano se crispó sobre el mango de la sombrilla. ¿Qué le sucedía?

Me detuve, dejando que pasaran delante, incapaz por el momento de ir más lejos; tan extraño me parecía aquello. Estaba de un humor irritable, descontento de mí mismo a causa de la aventura del lapicero y excesivamente excitado por el atracón que me había dado. De repente, obedeciendo a un fantástico impulso, mi pensamiento tomó una singular dirección. Me asaltó el extraño deseo de atemorizar a la dama, de seguirla y de contrariarla de uno u otro modo. Le di alcance, pasé a su lado, me volví rápidamente y, poniéndome delante de ella, la miré de hito en hito. Sin apartar la vista de sus ojos, le espeté un nombre jamás oído, un nombre de una consonancia fluida y nerviosa: Ylajali. Cuando estuvo bastante cerca de mí, me erguí en toda mi estatura y le dije en tono atropellado:

—Se le cae el libro, señorita.

Oí los golpes de mi corazón en el pecho, al pronunciar estas palabras.

—¿Mi libro? —preguntó a su compañera. Y continuó su marcha.

Mi creciente perversidad me hizo seguir a la dama. Instantáneamente tuve la conciencia de cometer una tontería, sin poder impedirla. Mi turbación era tal, que escapaba a mi vigilancia; me inspiraba las más locas sugestiones y yo las obedecía inmediatamente. Tuve a bien decirme que me conducía como un idiota, pero de nada me sirvió. Hice las más absurdas muecas detrás de ella, y tos¡ furiosamente varias veces al adelantarme. Caminaba despacio ante ella, a la distancia de algunos pasos. Sentía su vista en mi espalda, y, sin poderlo remediar, me encogía la vergüenza de haberla atormentado. Poco a poco me invadió una impresión singular, la impresión de estar muy lejos, en otro lugar distante, y tenía la sensación mal definida de que no era yo quien andaba allí sobre las piedras de la acera, con la espalda encorvada.

Algunos minutos después, la dama llegó a la librería de Pascha. Yo estaba ya parado ante el primer escaparate, y cuando pasó cerca de mí, me adelanté y repetí:

—Pierde usted su libro, señorita.

—Pero ¿qué libro? —dijo con voz angustiada—. ¿Sabes de qué libro habla?

Se paró. Me deleitaba cruelmente su turbación; la perplejidad que leía en sus ojos me entusiasmaba. Su pensamiento era incapaz de concebir aquel apóstrofe insensato. No llevaba ningún libro, ni huellas de él, ni la menor hoja de un libro. Sin embargo, buscó en sus bolsillos; abrió sus manos y las miró. Se volvió a mirar atrás; sometió su frágil cerebro al máximo esfuerzo para saber de qué libro le hablaba. Su rostro cambió de color, se le demudó el semblante y oí su respiración angustiada; hasta los botones de su vestido parecían mirarme como una hilera de ojos aterrorizados.

—No le hagas caso —dijo su compañera, tirándola del brazo—. Seguramente ha bebido demasiado; ¿no ves que está borracho?

Por alterado que yo estuviese en aquel momento, víctima como era de influencias invisibles, me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. Un gran perro oscuro atravesó corriendo la calle, por las cercanías de la plaza de Lund, y bajó hacia el Tívoli; llevaba un estrecho collar de metal blanco. Calle arriba se abrió una ventana en el primer piso, se asomó una criada con los brazos arremangados y se puso a limpiar los cristales por la parte exterior. Nada escapaba a mi atención; conservaba toda mi lucidez y presencia de ánimo; un tropel de cosas se me presentaban con una brillantez deslumbrante, como si de pronto se hubiera hecho una intensa claridad en derredor mío. Las dos señoras que estaban ante mí tenían un ala de pájaro azul en el sombrero, y una cinta de seda escocesa les rodeaba el cuello. Se me ocurrió que eran hermanas.

Se desviaron, deteniéndose a hablar ante el almacén de música de Cisler. Cuando yo me paré también junto a ellas, volvieron sobre sus pasos, rehaciendo el camino, pasaron otra vez cerca de mí, volvieron la esquina de la calle de la Universidad y subieron hasta la plaza de San Olaf. Yo las seguía, pisándoles los talones, tan cerca como podía. Una vez volvieron la cabeza y me lanzaron una mirada entre curiosa y asustada. No vi en sus ojos ninguna indignación, ni un frunce en sus cejas. Esta paciencia ante mi importunidad me llenó de vergüenza y me hizo bajar los ojos. Ya no quería contrariarlas; quería únicamente, por pura gratitud, seguirlas con la mirada, no perderlas de vista hasta el instante en que entraran en cualquier sitio y desaparecieran.

Ante la casa número dos, un gran edificio de tres pisos, se volvieron una vez más y entraron. Me apoyé en un farol cerca de la fuente y escuché. El ruido de sus pasos en la escalera se extinguió en el primer piso. Me separé del farol y miré la casa. Sucedió entonces algo singular. Unos visillos se agitaron, un instante después se abrió una ventana, asomó una cabeza y la extraña mirada de unos ojos se posó en mí. «Ylajali», dije a media voz sintiéndome enrojecer. ¿Por qué no pide auxilio? ¿Por qué no arroja un tiesto para romperme la cabeza? ¿Por qué no manda a alguien que me eche? Permanecemos mirándonos a los ojos sin hacer un movimiento; esto dura un minuto; los pensamientos se cruzan entre la ventana y la calle sin que sea pronunciada una palabra. Se aparta y esto me produce una sacudida, un pequeño choque en el alma. Veo girar un hombro, desaparecer una espalda en la habitación. Esta marcha lenta al separarse de la ventana, la acentuación de este movimiento del hombro, se hubiera dicho que eran señas dirigidas a mí. Mi sangre percibe este delicado saludo y de repente me siento maravillosamente alegre. Por fin, doy media vuelta y me voy calle abajo.

No osé mirar atrás ni supe si ella volvió a la ventana. A medida que profundizaba en esta cuestión, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. Probablemente seguía observando con atención todos mis movimientos y era absolutamente insoportable sentirse espiado así, por detrás. Me erguí lo mejor que pude y proseguí mi camino. Comencé a sentir que mis piernas se estremecían, y mi andar llegó a ser inseguro por la fuerza de voluntad que había de hacer para mantenerlo airoso. Con objeto de parecer tranquilo e indiferente, balanceaba los brazos de un modo absurdo, escupía y levantaba la cabeza; pero nada conseguía. Sentía constantemente en mi nuca los ojos perseguidores, y frecuentes escalofríos recorrían mi cuerpo. Por fin busqué refugio en una calle lateral desde la que me dirigí a la de los Saules para recoger mi lapicero.

No hubo ningún inconveniente para devolvérmelo. El hombre me trajo el chaleco y me rogó que examinara todos los bolsillos. Encontré en ellos algunas papeletas de empeño que me guardé y di las gracias al buen hombre por su, amabilidad. Me sentía cada vez más atraído hacia él y de repente me pareció muy importante causarle una buena opinión de mí. Di un paso hacia la puerta y volví al mostrador como si hubiera olvidado alguna cosa. Creí deberle una explicación, una aclaración, y me puse a tararear para llamar su atención. Luego cogí el lapicero y lo levanté.

—No se me habría ocurrido nunca recorrer este largo camino por un lapicero cualquiera —dije—; pero tratándose de éste, es otra cosa, hay una razón especial. Por insignificante que parezca, este trozo de lápiz es, sencillamente, el que me ha hecho lo que soy en el mundo; el que, por así decirlo, me ha situado en la vida...

No dije más. El hombre se acercó al mostrador.

—¡Ah, ah! —dijo, y me miró con curiosidad.

—Con este lapicero —proseguí fríamente— he escrito mi «Tratado del conocimiento filosófico» en tres volúmenes. ¿No ha oído hablar de él?

El hombre creía haber oído el nombre, el título.

—Sí —dije—, era mío ese libro. No hay, pues por qué asombrarse de que tuviera interés en encontrar este trocito de lápiz. Tiene un gran valor para mis ojos; es para mí como un pequeño ser humano. Por esta razón estoy verdaderamente reconocido a sus buenos servicios y lo conservaré siempre... Sí, sí, realmente, lo guardaré siempre... Una promesa es una promesa. Así soy yo. Y él lo merece. Adiós.

Al salir, tenía yo, sin duda, el aspecto de un hombre en situación de conceder un alto empleo. El respetable usurero se inclinó ante mí por dos veces mientras salía. Me volví una vez y le dije adiós.

En la escalera encontré a una mujer que llevaba una maleta en la mano. Ante mi altiva actitud se hizo a un lado temerosamente para dejarme paso. Maquinalmente hurgué en mis bolsillos para darle algo. Como no encontré nada, me llené de confusión y pasé ante ella con la cabeza baja. Poco después la oí llamar también a la puerta del establecimiento. Había en la puerta una rejilla de alambre y reconocí también el ruido que hacía al contacto con los dedos humanos.

El sol estaba en toda su altura, era cerca de mediodía. La ciudad comenzaba a ponerse en movimiento. Se acercaba la hora del paseo y el tropel de gentes, sonriendo y saludando, ondulaba en la calle de Karl Johan. Pegué los brazos al cuerpo, me achiqué todo lo posible y pasé inadvertido junto a algunos conocidos que se habían amparado en una esquina, cerca de la Universidad, para mirar a los paseantes. Subí la Rampa del Castillo y me sumí en meditaciones.

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