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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (325 page)

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—Guarda inmediatamente esa varita —le ordenó Snape taladrándolo con la mirada—. Diez puntos menos para Gryff… —empezó a decir dirigiendo la vista hacia los gigantescos relojes de arena que había en las paredes, y esbozó una sonrisa burlona—. ¡Ah, veo que ya no queda ningún punto que quitar en el reloj de Gryffindor! En ese caso, Potter, tendremos que…

—¿Añadir unos cuantos?

La profesora McGonagall acababa de subir la escalera de piedra de la entrada del castillo; llevaba un maletín de cuadros escoceses en una mano y con la otra se apoyaba en un bastón, pero por lo demás tenía buen aspecto.

—¡Profesora McGonagall! —exclamó Snape, y fue hacia ella dando grandes zancadas—. ¡Veo que ya ha salido de San Mungo!

—Sí, profesor Snape —repuso ella, y se quitó la capa de viaje—. Estoy como nueva. Vosotros dos, Crabbe, Goyle… —Les hizo señas imperiosas para que se acercaran, y ellos obedecieron, turbados y arrastrando sus grandes pies—. Tomad. —Le puso el maletín en los brazos a Crabbe y la capa a Goyle—. Llevad esto a mi despacho. —Los dos alumnos se dieron la vuelta y subieron la escalera de mármol haciendo mucho ruido—. Muy bien —dijo la profesora McGonagall mientras miraba los relojes de arena de la pared—. Bueno, creo que Potter y sus amigos se merecen cincuenta puntos cada uno por alertar al mundo del regreso de Quien-vosotros-sabéis. ¿Qué opina usted, profesor Snape?

—¿Cómo? —replicó éste, aunque Harry sabía que había oído perfectamente—. Ah, bueno, supongo que…

—Serán cincuenta para Potter, los dos Weasley, Longbottom y la señorita Granger —enumeró la profesora McGonagall, y una lluvia de rubíes cayó en la parte inferior del reloj de arena de Gryffindor mientras hablaba—. ¡Ah, y cincuenta para la señorita Lovegood, se me olvidaba! —añadió, y unos cuantos zafiros cayeron en el reloj de Ravenclaw—. Bueno, creo que usted quería quitarle diez al señor Potter, profesor Snape, de modo que… —Unos cuantos rubíes subieron a la parte superior del reloj, pero quedó una cantidad considerable en la inferior—. Bueno, Potter, Malfoy, creo que con un día tan espléndido como el de hoy deberíais estar los dos fuera —continuó la profesora McGonagall con decisión.

Harry no se hizo rogar; se guardó la varita mágica en el bolsillo interior de la túnica y echó a andar hacia las puertas de roble sin volver a mirar ni a Snape ni a Malfoy.

Cruzó la extensión de césped hacia la cabaña de Hagrid bajo un sol abrasador. Los estudiantes que estaban tumbados en la hierba tomando el sol, hablando, leyendo
El Profeta Dominical
y comiendo golosinas levantaron la cabeza al verlo pasar; algunos lo llamaron o le hicieron señas con la mano, ansiosos por demostrar que ellos, igual que
El Profeta,
habían decidido que Harry era una especie de héroe. El no dijo nada a nadie. No tenía ni idea de qué sabían y qué no sabían de lo que había ocurrido tres días antes, pero hasta el momento había evitado que lo interrogaran y prefería seguir así.

Al principio, cuando llamó a la puerta de la cabaña de Hagrid, pensó que no estaba, pero Fang llegó corriendo desde una esquina de la casa y casi lo tiró al suelo con el entusiasmo de su bienvenida. Resultó que Hagrid estaba recogiendo judías verdes en el jardín de atrás.

—¡Hola, Harry! —exclamó, radiante de alegría, cuando Harry se acercó a la valla—. Entremos, entremos, nos tomaremos un vaso de zumo de diente de león. ¿Cómo va todo? —le preguntó, y se sentaron a la mesa de madera con un vaso de zumo helado cada uno—. ¿Te encuentras bien?

Por la mirada de preocupación de Hagrid, Harry comprendió que su amigo no le estaba preguntando por el bienestar físico.

—Sí, estoy bien —se apresuró a responder Harry, porque no le apetecía hablar sobre lo que Hagrid, evidentemente, estaba pensando—. ¿Y tú? ¿Dónde has estado?

—Pues escondido en las montañas. En una cueva, como hizo Sirius cuando… —Hagrid dejó la frase a la mitad, carraspeó con brusquedad, miró a Harry y bebió un largo trago de zumo—. Bueno, el caso es que ya estoy aquí —añadió débilmente.

—Tienes mejor aspecto —comentó Harry, decidido a mantener a Sirius fuera de la conversación.

—¿Qué? —dijo Hagrid; levantó una mano y se palpó la cara—. ¡Ah, sí! Bueno, ahora Grawpy se porta mucho mejor. Se puso muy contento cuando regresé, la verdad. En el fondo es buen chico… Mira, hasta he pensado buscarle una amiguita…

En otras circunstancias, Harry habría intentado disuadir a Hagrid de inmediato; la perspectiva de que un segundo gigante, con toda seguridad más salvaje y brutal que Grawp, se instalara en el Bosque Prohibido era muy alarmante, pero Harry no se sentía con fuerzas para discutir sobre el tema. Volvía a tener ganas de estar solo, y con la intención de acelerar su marcha bebió varios tragos seguidos de zumo de diente de león y dejó el vaso medio vacío.

—Ahora todo el mundo sabe que decías la verdad, Harry —comentó Hagrid inesperadamente—. Eso hará que te sientas mejor, ¿verdad? —Harry hizo un gesto de indiferencia—. Mira… —Hagrid se apoyó en la mesa y acercó la cabeza a la de Harry—, yo conocía a Sirius desde mucho antes que tú. Murió en combate, y seguro que es así como él quería morir…

—¡Él no quería morir! —explotó Harry.

Hagrid agachó la enorme y desgreñada cabeza y admitió:

—No, claro que no. Pero aun así, Harry…, él no estaba hecho para quedarse sentado en casa mientras los demás se encargaban del trabajo más peligroso. Si no hubiera ido a ayudar, jamás se lo habría perdonado…

Harry se puso en pie de un brinco.

—Tengo que ir a la enfermería a ver a Ron y Hermione —dijo como un autómata.

—¡Ah! —repuso Hagrid un tanto disgustado—. ¡Ah, bueno! Pues cuídate, Harry, y ven a verme cuando tengas un momen…

—Sí, está bien…

Harry fue hacia la puerta todo lo rápido que pudo y la abrió de un tirón; volvía a estar fuera de la cabaña antes de que Hagrid se hubiera despedido de él, y echó a andar por la hierba. Una vez más, sus compañeros lo llamaban al pasar. Harry cerró los ojos un instante y deseó que todos se esfumaran de allí, que pudiera abrir los ojos y encontrarse solo en los jardines…

Unos días atrás, antes de que terminaran los exámenes y de que tuviera la visión que Voldemort había introducido en su mente, habría dado cualquier cosa para que el mundo mágico supiera que siempre había dicho la verdad, para que creyera que Voldemort había regresado, para que supiera que él no era ni un mentiroso ni un loco. Ahora, sin embargo…

Caminó un poco alrededor del lago, se sentó en la orilla, detrás de unos arbustos, protegido de la curiosidad de los que pasaban por allí, y se quedó con la mirada perdida sobre la reluciente superficie del agua, pensando…

Quizá el motivo por el que le apetecía estar solo era porque desde que había tenido la charla con Dumbledore se había sentido aislado de los demás. Una barrera invisible lo separaba del resto del mundo. Estaba marcado, siempre lo había estado. Lo que ocurría era que en realidad él nunca había entendido qué significaba eso.

Y, sin embargo, allí sentado, en la orilla del lago, abrumado por el terrible peso del dolor y el recuerdo por la reciente pérdida de Sirius, no sentía un gran temor. Hacía sol, los jardines del castillo estaban llenos de risueños estudiantes, y pese a que él se sentía tan lejos de ellos como si perteneciera a otra raza, seguía resultándole muy difícil creer que fuera a ser víctima o autor de un asesinato…

Permaneció largo rato allí sentado, contemplando la superficie del agua, e intentó no pensar en su padrino ni recordar que fue precisamente en la orilla opuesta del lago donde en una ocasión Sirius se derrumbó cuando intentaba ahuyentar a un centenar de
dementores

Se puso el sol, y al cabo de un rato Harry se dio cuenta de que tenía frío. Se levantó y regresó al castillo, y mientras iba por el camino se enjugó la cara con la túnica.

Ron y Hermione salieron de la enfermería completamente curados tres días antes de que finalizara el curso. Era evidente que Hermione quería hablar de Sirius, pero cada vez que mencionaba su nombre, Ron se ponía a hacer gestos para que se callara. Harry todavía no estaba seguro de si quería o no hablar de su padrino: cambiaba de idea según su estado de ánimo. Pero sí sabía una cosa: por muy desgraciado que se sintiera en esos momentos, echaría mucho de menos Hogwarts al cabo de unos días, cuando volviera al número cuatro de Privet Drive. Pese a que ahora entendía perfectamente por qué tenía que regresar a casa de sus tíos cada verano, eso no lograba que se sintiera mejor. Es más, nunca había temido tanto la vuelta al hogar de los Dursley.

La profesora Umbridge se marchó de Hogwarts el día antes de que terminara el curso. Por lo visto, salió con todo sigilo de la enfermería a la hora de comer con la esperanza de que nadie la viera partir, pero, desafortunadamente para ella, se encontró a Peeves por el camino; el fantasma aprovechó su última oportunidad de poner en práctica las instrucciones de Fred, y la persiguió riendo cuando salió del castillo, golpeándola con un bastón y con un calcetín lleno de tizas. Muchos estudiantes salieron al vestíbulo para verla correr por el camino, y los jefes de las casas no pusieron mucho empeño en contenerlos. De hecho, la profesora McGonagall se sentó en su butaca en la sala de profesores tras unas pocas y débiles protestas, y la oyeron lamentarse de no poder correr ella misma detrás de la profesora Umbridge para abuchearla porque Peeves le había cogido el bastón.

Llegó la última noche en el colegio; la mayoría de los estudiantes habían terminado de hacer el equipaje y comenzaban a bajar al Gran Comedor, donde se celebraría el banquete de fin de curso, pero Harry todavía no había empezado a preparar su baúl.

—¡Ya lo harás mañana! —le dijo Ron, que esperaba junto a la puerta del dormitorio—. ¡Vamos, estoy muerto de hambre!

—No tardaré mucho. Mira, ve bajando tú…

Pero cuando la puerta del dormitorio se cerró tras Ron, Harry no hizo ningún esfuerzo para terminar de recoger. Nada le apetecía menos que asistir al banquete de fin de curso porque le preocupaba que Dumbledore hiciera alguna referencia a él en su discurso de despedida. Seguro que mencionaría el regreso de Voldemort; al fin y al cabo, el año anterior les había hablado de ello a los estudiantes.

Harry sacó una túnica arrugada del fondo de su baúl para dejar sitio a otra ya doblada, y al hacerlo vio un paquete mal envuelto en un rincón. No sabía qué hacía allí.

Se agachó, lo sacó de debajo de sus zapatillas de deporte y lo examinó.

Entonces recordó qué era. Sirius se lo había dado antes de que Harry saliera de Grimmauld Place. «Quiero que lo utilices si me necesitas, ¿de acuerdo?», había dicho.

Harry se sentó en la cama y desenvolvió el paquete. Dentro había un pequeño espejo cuadrado que parecía viejo y estaba muy sucio. Harry se lo acercó a la cara y vio su reflejo, que le devolvía la mirada.

Luego le dio la vuelta. En el dorso había una nota de Sirius:

Esto es un espejo de doble sentido; yo tengo la pareja. Si necesitas hablar conmigo, sólo tienes que pronunciar mi nombre; tú aparecerás en mi espejo y yo podré hablar en el tuyo. James y yo los usábamos cuando cumplíamos un castigo separados.

A Harry se le aceleró el corazón. Recordó el día que vio a sus padres muertos en el Espejo de Erised, cuatro años antes. Podría volver a hablar con Sirius en ese mismo momento, lo sabía…

Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie en el dormitorio y comprobó que estaba vacío. Miró el espejo, se lo puso frente a la cara con manos temblorosas y dijo en voz alta y clara: «Sirius.»

Su aliento empañó la superficie del espejo. Se lo acercó un poco más a los ojos, embargado por la emoción, pero los ojos que lo contemplaban pestañeando a través del vaho eran los suyos.

Limpió el espejo y volvió a decir con voz aún más fuerte, de modo que cada una de las sílabas resonaron en la habitación:

—¡Sirius Black!

No pasó nada. La cara de frustración que lo contemplaba desde el espejo seguía siendo, sin lugar a dudas, la suya.

«Sirius no llevaba encima su espejo cuando atravesó el arco —dijo una vocecilla dentro de la cabeza de Harry—. Por eso no funciona.»

Harry se quedó muy quieto y luego tiró al baúl el espejo, que se rompió. Durante un maravilloso minuto que le pareció muy largo había estado convencido de que vería a Sirius, de que volvería a hablar con él…

La desazón le agarrotaba la garganta, así que se levantó y empezó a meter sus cosas desordenadamente en el baúl, encima del espejo…

Pero entonces se le ocurrió una idea, una idea mucho mejor que un espejo, algo mucho más importante… ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? ¿Por qué nunca lo había preguntado?

Salió corriendo del dormitorio y bajó la escalera de caracol golpeándose contra las paredes, aunque no lo notaba; cruzó a toda velocidad la desierta sala común, salió por el hueco del retrato y llegó al pasillo sin hacer caso a la Señora Gorda, que le gritó: «¡El banquete está a punto de empezar, vas muy justo de tiempo!»

Pero Harry no tenía intención de ir al banquete. Cómo podía ser que el castillo estuviera lleno de fantasmas cuando no los necesitabas para nada, y que en cambio ahora…

Bajó las escaleras y recorrió los pasillos a toda velocidad sin cruzarse con nadie, ni muertos ni vivos. Era evidente que todos estaban en el Gran Comedor. Se detuvo jadeando delante del aula de Encantamientos y pensó, desconsolado, que tendría que esperar hasta más tarde, hasta que hubiera terminado el banquete.

Pero cuando ya había perdido las esperanzas, lo vio: una forma traslúcida atravesaba una pared al final del pasillo.

—¡Eh, Nick! ¡Eh!
¡NICK!

El fantasma asomó la cabeza por la pared y el estrambótico sombrero con plumas y la tambaleante cabeza de sir Nicholas de Mimsy-Porpington se hicieron visibles.

—Buenas noches —lo saludó el fantasma, y retirando el resto de su cuerpo de la sólida pared de piedra, sonrió a Harry—. Veo que no soy el único que llega tarde al banquete…

—¿Puedo preguntarle una cosa, Nick?

El rostro de Nick Casi Decapitado adoptó una expresión muy peculiar cuando el fantasma introdujo un dedo en la rígida gorguera del cuello y la enderezó un poco, como si quisiera ganar tiempo para pensar. Sólo desistió cuando su cuello, parcialmente seccionado, estuvo a punto de separarse del todo.

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