Harry Potter. La colección completa (211 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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La avenida Magnolia, al igual que Privet Drive, estaba llena de grandes y cuadradas casas con jardines perfectamente cuidados, cuyos propietarios también eran grandes y cuadrados y conducían coches muy limpios parecidos al de tío Vernon. Harry prefería Little Whinging por la noche, cuando las ventanas, con las cortinas echadas, dibujaban formas de relucientes colores en la oscuridad, y él no corría el peligro de oír murmullos desaprobadores sobre su aspecto de «delincuente» cuando se cruzaba con los dueños de las casas. Caminaba deprisa, pero cuando estaba hacia la mitad de la avenida Magnolia, la pandilla de Dudley volvió a aparecer ante él: estaban despidiéndose en la esquina de la calle Magnolia. Harry se detuvo a la sombra de un gran lilo y esperó.

—… chillaba como un cerdo, ¿verdad? —decía Malcolm entre las risotadas de los demás.

—Buen gancho de derecha, Big D —dijo Piers.

—¿Mañana a la misma hora? —preguntó Dudley.

—En mi casa. Mis padres no estarán —respondió Gordon.

—Hasta mañana entonces —se despidió Dudley.

—¡Adiós, Dud!

—¡Hasta luego, Big D!

Harry esperó a que el resto de la pandilla se pusiera en marcha antes de seguir andando. Cuando sus voces se hubieron apagado de nuevo, dobló la esquina de la calle Magnolia y, acelerando el paso, no tardó en situarse a escasa distancia de Dudley, que caminaba tan campante, tarareando de forma poco melodiosa.

—¡Eh, Big D!

Dudley se dio la vuelta.

—¡Ah! —gruñó—. Eres tú.

—¿Desde cuándo te llaman «Big D»? —preguntó Harry.

—Cállate —le espetó Dudley, y giró la cabeza.

—Qué nombre tan fardón —dijo Harry, sonriendo y situándose junto a su primo—. Aunque para mí siempre serás «Cachorrito».

—¡He dicho que te calles! —gritó Dudley, que había cerrado aquellas manos suyas que parecían jamones.

—¿No saben tus amigos que así es como te llama tu madre?

—Cierra el pico.

—A ella nunca le dices que cierre el pico. ¿Qué me dices de «Peoncita» y «Muñequito precioso»? ¿Puedo usarlos?

Dudley no replicó. El esfuerzo que tenía que hacer para no golpear a Harry parecía exigir todo su autocontrol.

—¿A quién habéis estado pegando esta noche? —preguntó Harry, y la sonrisa se borró de sus labios—. ¿A otro niño de diez años? Ya sé que hace un par de noches le diste una paliza a Mark Evans.

—Se la había buscado —gruñó Dudley.

—¿Ah, sí?

—Me contestó mal.

—¿En serio? ¿Qué te dijo? ¿Que pareces un cerdo al que han enseñado a caminar sobre las patas traseras? Porque eso no es contestar mal, Dud, eso es decir la verdad.

Un músculo palpitaba en la mandíbula de Dudley. A Harry le produjo gran satisfacción comprobar lo furioso que estaba poniendo a su primo; sentía que estaba desviando toda su frustración hacia Dudley; era la única válvula de escape que tenía.

Torcieron a la derecha por el estrecho callejón donde Harry había visto por primera vez a Sirius y que formaba un atajo entre la calle Magnolia y el paseo Glicinia. Estaba vacío y mucho más oscuro que las calles que unía porque allí no había farolas. El ruido de sus pasos quedaba amortiguado entre las paredes del garaje que había a un lado y una alta valla que había al otro.

—Te crees muy mayor porque llevas esa cosa, ¿verdad? —dijo Dudley pasados unos segundos.

—¿Qué cosa?

—Eso… Esa cosa que llevas escondida.

Harry volvió a sonreír.

—No eres tan tonto como pareces, ¿verdad, Dud? Claro, supongo que si lo fueras no serías capaz de andar y hablar al mismo tiempo.

Harry sacó su varita mágica. Vio que Dudley la miraba de reojo.

—Lo tienes prohibido —se apresuró a decir Dudley—. Sé que lo tienes prohibido. Te expulsarían de esa escuela para bichos raros a la que vas.

—¿Cómo sabes que no han cambiado las normas, Big D?

—No las han cambiado —aseguró Dudley, aunque no parecía del todo convencido. Harry soltó una risita—. No tienes agallas para enfrentarte a mí sin esa cosa, ¿verdad que no? —gruñó Dudley.

—Y tú necesitas tener a cuatro amigos detrás para pegar a un niño de diez años. ¿Te acuerdas de ese título de boxeo del que tanto alardeas? ¿Cuántos años tenía tu oponente? ¿Siete? ¿Ocho?

—Tenía dieciséis, para que lo sepas —protestó Dudley—, y cuando terminé con él estuvo veinte minutos sin conocimiento, y pesaba el doble que tú. Ya verás cuando le cuente a papá que has sacado esa cosa…

—¿Vas a ir a papi? ¿Le da miedo a su campeoncito de boxeo la horrible varita de Harry?

—Por la noche no eres tan valiente, ¿verdad? —dijo Dudley con sorna.

—Ahora es de noche, Cachorrito. Se llama así cuando el cielo se pone oscuro.

—¡Me refiero a cuando estás en la cama! —le espetó Dudley, que se había parado.

Harry se paró también y miró fijamente a su primo. Pese a que no veía muy bien la enorme cara de Dudley, distinguió en ella una extraña mirada de triunfo.

—¿Qué quieres decir con eso de que cuando estoy en la cama no soy tan valiente? —preguntó Harry desconcertado—. ¿De qué quieres que tenga miedo? ¿De las almohadas?

—Anoche te oí —replicó Dudley entrecortadamente—. Hablabas en sueños. ¡Gemías!

—¿Qué quieres decir? —insistió Harry, pero notaba algo frío y pesado en el estómago. La noche pasada había vuelto a ver en sueños el cementerio.

Dudley soltó una fuerte carcajada y luego puso una vocecilla aguda y quejumbrosa:

—«¡No mates a Cedric! ¡No mates a Cedric!» ¿Quién es Cedric? ¿Tu novio?

—Mientes —dijo Harry como un autómata, pero se le había quedado la boca seca. Sabía que Dudley no mentía; si no, ¿cómo podía saber algo de Cedric?

—«¡Papá! ¡Ayúdame, papá! ¡Me va a matar, papá! ¡Buuaaah!»

—Cállate —le dijo Harry en voz baja—. ¡Cállate, Dudley! ¡Te aviso!

—«¡Ven a ayudarme, papá! ¡Mamá, ven a ayudarme! ¡Ha matado a Cedric! ¡Ayúdame, papá! Va a…» ¡No me apuntes con esa cosa!

Dudley retrocedió hacia la pared del callejón. Harry apuntaba directamente con la varita hacia el corazón de su primo. Sentía latir en sus venas los catorce años de odio hacia él. Habría dado cualquier cosa por atacarlo en aquel momento, por lanzarle un conjuro tan fuerte que tuviera que volver a su casa arrastrándose como un insecto, mudo, con antenas…

—No vuelvas a hablar de eso —lo amenazó Harry—. ¿Me has entendido?

—¡Apunta hacia otro lado!

—Te he preguntado si me has entendido.

—¡Apunta hacia otro lado!


¿ME HAS ENTENDIDO?


¡APARTA ESA COSA DE…!

Dudley soltó un extraño y estremecedor grito ahogado, como si le hubieran echado encima un cubo de agua helada.

Algo le había pasado a la noche. El cielo, de color añil salpicado de estrellas, se quedó de pronto completamente negro, sin una sola luz: las estrellas, la luna y el resplandor de las farolas que había en ambos extremos del callejón habían desaparecido. El murmullo de los coches y el susurro de los árboles también habían cesado. Un frío glacial se había apoderado de la noche, hasta entonces templada y agradable. Estaban rodeados de una oscuridad total, impenetrable y silenciosa, como si una mano gigante hubiera cubierto el callejón con un grueso y frío manto, dejándolos ciegos.

Al principio Harry creyó que había hecho magia sin darse cuenta, pese a que se había estado conteniendo con todas sus fuerzas; pero entonces cayó en que él no tenía el poder de apagar las estrellas. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, intentando ver algo, pero la oscuridad se le pegaba a los ojos como un ingrávido velo.

La aterrorizada voz de Dudley sonó en los oídos de Harry.

—¿Q-qué ha-haces? ¡Para!

—¡No hago nada! ¡Cállate y no te muevas!

—¡N-no veo nada! ¡M-me he quedado ciego!

—¡He dicho que te calles!

Harry permaneció allí plantado, inmóvil, dirigiendo los ojos a derecha e izquierda sin ver nada. El frío era tan intenso que temblaba de pies a cabeza; se le puso la carne de gallina en los brazos y se le erizó el vello de la nuca. Abrió los ojos al máximo, mirando alrededor, pero no pudo ver nada.

Era imposible… No podía ser que estuvieran allí…, en Little Whinging… Aguzó el oído… Los oiría antes de verlos…

—¡S-se lo diré a papá! —gimoteó Dudley—. ¿D-dónde estás? ¿Q-qué haces?

—¿Quieres callarte de una vez? —susurró Harry—. Estoy intentando escu…

Pero se quedó callado. Acababa de oír justo lo que temía.

Había algo en el callejón además de ellos dos, algo que respiraba, produciendo un ruido ronco y vibrante. Harry seguía de pie, temblando de frío, y notó una fuerte sacudida de terror.

—¡B-basta! ¡Para ya! ¡Te voy a pe-pegar un puñetazo! ¡Te juro que te voy a pegar!

—Cállate, Dudley…

¡ZAS!

Un puño chocó contra un lado de la cabeza de Harry y lo levantó del suelo. Ante sus ojos aparecieron unas lucecitas blancas. Por segunda vez en una hora, tuvo la impresión de que la cabeza se le había partido por la mitad, y un momento después aterrizó en el duro suelo y su varita salió volando.

—¡Eres un imbécil, Dudley! —gritó Harry, y el dolor hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Se puso a cuatro patas y empezó a tantear con desesperación a su alrededor, en la oscuridad. Oyó a Dudley, que se alejaba dando tumbos, chocando contra la valla del callejón, tambaleándose.


¡VUELVE, DUDLEY! ¡VAS DIRECTO HACIA ÉL!

Se oyó un chillido espantoso y entonces cesó el ruido de los pasos de Dudley. Al mismo tiempo, Harry sintió un frío espeluznante detrás de él que sólo podía significar una cosa: había más de uno.


¡DUDLEY, MANTEN LA BOCA CERRADA! ¡HAGAS LO QUE HAGAS, MANTEN LA BOCA CERRADA!
¡Varita! —farfulló Harry desesperado, agitando las manos por la superficie del suelo como si fueran arañas—. ¿Dónde está? Varita…, vamos..
. ¡Lumos!

Pronunció el conjuro automáticamente, pues necesitaba con urgencia luz para encontrar la varita; con gran alivio, y casi sin poder creerlo, vio aparecer un resplandor a pocos centímetros de su mano derecha. La punta de la varita se había encendido. Harry la agarró, se puso en pie y se dio la vuelta.

Se le revolvió el estómago.

Una figura altísima y encapuchada se deslizaba con suavidad hacia él, suspendida encima del suelo; no se le veían los pies ni la cara, tapados por la túnica, y a medida que se acercaba se iba tragando la noche.

Harry retrocedió, tambaleándose, y levantó la varita.


¡Expecto patronum!

Una voluta de vapor plateada salió de la punta de la varita mágica y el
dementor
aminoró el paso, pero el conjuro no había funcionado bien; Harry, tropezando de nuevo, retrocedió un poco más al mismo tiempo que el
dementor
se le echaba encima. El pánico le nublaba la mente…

«Concéntrate…»

Un par de manos grises, viscosas y cubiertas de costras salieron de debajo de la túnica del
dementor
y se dirigieron hacia Harry, mientras un ruido de avidez le penetró en los oídos.


¡Expecto patronum!

Su voz sonó débil y distante. Otra voluta de humo plateado, más débil que la anterior, salió de la varita: ya no podía hacerlo, ya no podía lograr que el conjuro funcionara.

Oyó una risa dentro de su cabeza, una risa aguda y estridente… Percibió el olor del aliento putrefacto, de un frío mortal, del
dementor
, que le llenaba los pulmones y lo ahogaba…

«Piensa… algo alegre…»

Pero no había alegría dentro de él… Los helados dedos del
dementor
se acercaban a su cuello, la aguda risa cada vez era más fuerte, y sonó una voz dentro de su cabeza:

«Inclínate ante la muerte, Harry… Quizá ni siquiera sea dolorosa… Yo no puedo saberlo… Yo no he muerto nunca…»

Jamás volvería a ver ni a Ron ni a Hermione…

Y sus caras aparecieron dibujadas con claridad en su mente mientras intentaba respirar.


¡EXPECTO PATRONUM!

Un ciervo, enorme y plateado, salió de la punta de la varita de Harry y con la cornamenta golpeó al
dementor
donde éste habría tenido el corazón. El
dementor
se echó hacia atrás, ingrávido como la oscuridad, y cuando el ciervo lo embistió, se alejó revoloteando como un murciélago, derrotado.

—¡Por aquí! —le gritó Harry al ciervo. Luego giró sobre los talones y echó a correr a toda velocidad por el callejón, manteniendo en alto la varita encendida—. ¡Dudley! ¡Dudley!

Apenas había dado una docena de pasos cuando los alcanzó: Dudley estaba acurrucado en el suelo, tapándose la cara con los brazos. El segundo
dementor
estaba inclinado sobre él, sujetándole las muñecas con sus pegajosas manos, tirando de ellas poco a poco, separándolas casi con ternura, y bajaba la encapuchada cabeza hacia la cara de Dudley como si fuera a besarlo.

—¡A por él! —bramó Harry, y con un fuerte estrépito el ciervo que había hecho aparecer pasó al galope por su lado.

El rostro sin ojos del
dementor
estaba apenas a dos centímetros del de Dudley cuando los cuernos plateados lo golpearon; el
dementor
salió despedido por los aires y, al igual que su compañero, se alejó volando y quedó absorbido por la oscuridad; después el ciervo fue a medio galope hasta el final del callejón y se disolvió en una neblina plateada.

La luna, las estrellas y las farolas volvieron a cobrar vida. Una tibia brisa recorrió el callejón. En los jardines del vecindario, los árboles susurraban, y volvió a escucharse el prosaico murmullo de los coches que circulaban por la calle Magnolia. Harry se quedó de pie, quieto, con todos los sentidos en tensión, intentando asimilar el brusco regreso a la normalidad. Pasados unos instantes se dio cuenta de que tenía la camiseta pegada al cuerpo: estaba empapado en sudor.

No podía creer lo que acababa de pasar:
dementores
allí, en Little Whinging.

Dudley seguía acurrucado en el suelo, gimoteando y tembloroso. Harry se agachó para comprobar si estaba en condiciones de levantarse, pero entonces oyó unos fuertes pasos que corrían detrás de él. Volvió a levantar la varita mágica instintivamente y giró sobre los talones para enfrentarse al recién llegado.

La señora Figg, la vecina vieja y chiflada, apareció jadeando. El canoso cabello se le había salido de la redecilla, y llevaba una cesta de la compra, que hacía un ruido metálico, colgada de la muñeca y los pies medio fuera de las zapatillas de gruesa tela de cuadros escoceses. Harry se apresuró a esconder su varita mágica, pero…

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