Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (63 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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Sintió un gran alivio cuando dieron las seis y pudieron abandonar los sacos de dormir, vestirse en la penumbra y salir con sigilo al jardín, donde habían acordado reunirse con Hermione y Griphook. Era un amanecer frío, aunque estaban en mayo, y al menos no había viento. Harry miró el oscuro cielo, donde las estrellas todavía titilaban débilmente, y oyó el murmullo de las olas rompiendo contra el acantilado. Se dijo que iba a echar de menos ese sonido.

Unos pequeños brotes verdes asomaban a través de la rojiza tierra de la tumba de Dobby; al cabo de un año, el túmulo estaría cubierto de flores. La piedra blanca donde había grabado el nombre del elfo ya había adquirido un aspecto envejecido. Harry se dio cuenta de que no habrían podido enterrar a Dobby en un lugar más hermoso que aquél, pero aun así le dolía mucho dejarlo allí. Mientras contemplaba la tumba, se preguntó una vez más cómo habría sabido el elfo adonde tenía que ir a rescatarlos. Involuntariamente, tocó con los dedos el monedero que llevaba colgado del cuello, y al palparlo notó el irregular fragmento de cristal en el que estaba seguro de haber visto los ojos de Dumbledore. Entonces oyó abrirse una puerta y se dio la vuelta.

Bellatrix Lestrange cruzaba el jardín a grandes zancadas hacia ellos, acompañada de Griphook. Mientras caminaba, guardaba el bolsito de cuentas en el bolsillo interior de otra vieja túnica de las que se habían llevado de Grimmauld Place. Aunque sabía que en realidad era Hermione, Harry no consiguió evitar un estremecimiento de odio. Era más alta que él; el largo y negro cabello le caía formando ondas por la espalda, y los ojos de gruesos párpados lo miraron con desdén; pero, cuando habló, Harry reconoció a Hermione a pesar de la grave voz de Bellatrix.

—¡Sabía a rayos! ¡Era peor que la infusión de
gurdirraíz
! Ron, ven aquí para que pueda arreglarte…

—Vale, pero recuerda que no me gustan las barbas demasiado largas.

—¡Venga ya! ¡Esto no es ningún concurso de belleza!

—¡No es por eso, es que se me enreda con todo! Lo que me gustó fue esa nariz que me pusiste la última vez, un poco más corta; a ver si te sale igual.

Hermione suspiró y se puso a trabajar, murmurando por lo bajo mientras transformaba varios aspectos del físico de Ron. Tenían que conferirle una identidad falsa, y confiaban en que el aura de malignidad de Bellatrix contribuyera a protegerlos. Harry y Griphook irían escondidos bajo la capa invisible.

—Ya está —dijo por fin Hermione—. ¿Qué te parece, Harry?

Era posible adivinar a Ron bajo su disfraz, pero Harry pensó que se debía a que él lo conocía muy bien. Ahora Ron lucía un cabello castaño, largo y ondulado; llevaba bigote y una tupida barba; las pecas se le habían borrado de la cara; la nariz era ancha y corta, y las cejas, gruesas.

—Bueno, no es mi tipo, pero creo que colará —bromeó Harry—. ¿Nos vamos ya?

Los tres contemplaron El Refugio, oscuro y silencioso bajo las estrellas, cada vez más débiles; luego echaron a andar hacia el punto, al otro lado del muro que bordeaba el jardín, donde ya no actuaba el encantamiento
Fidelio
y donde podrían desaparecerse. Una vez pasada la verja, Griphook dijo:

—Creo que debería subirme ya, Harry Potter.

Harry se agachó y el duende se le subió a la espalda y entrelazó las manos alrededor del cuello. No pesaba mucho, pero al chico le fastidiaba llevarlo a cuestas y le desagradaba la sorprendente fuerza con que se agarraba. Hermione sacó la capa invisible del bolsito de cuentas y se la echó por encima a los dos.

—Perfecto —dijo ella agachándose para ver si a Harry se le veían los pies—. No veo nada. ¡Vámonos!

Harry giró sobre los talones con Griphook sobre la espalda, y se concentró en imaginarse el Caldero Chorreante, la posada por donde se accedía al callejón Diagon. El duende se aferró aún más a Harry cuando se sumieron en la opresora oscuridad, y unos segundos más tarde sus pies tocaron el suelo. Harry abrió los ojos y vio que se hallaban en Charing Cross Road. Los
muggles
andaban con cara de dormidos, sin fijarse en la pequeña posada.

El bar del Caldero Chorreante estaba casi vacío. Tom, el encorvado y desdentado patrón, secaba vasos detrás de la barra; un par de magos que hablaban en voz baja en un rincón miraron a Hermione y se retiraron a una parte más oscura del local.

—Señora Lestrange —murmuró Tom, y cuando Hermione pasó por delante de él inclinó servilmente la cabeza.

—Buenos días —dijo la muchacha.

Harry, que la seguía con sigilo, con Griphook a cuestas bajo la capa, vio que Tom se sorprendía.

—Demasiado educada —susurró al oído de Hermione cuando accedieron al pequeño patio trasero de la posada—. ¡Tienes que tratar a la gente como si fueran escoria!

—¡De acuerdo, de acuerdo!

Hermione sacó la varita mágica de Bellatrix y golpeó un ladrillo de la pared que, aparentemente, no tenía nada de particular. Al instante, los ladrillos giraron y cambiaron de posición, y en medio de ellos apareció un agujero que fue haciéndose cada vez más grande, hasta formar un arco que daba al estrecho y adoquinado callejón Diagon.

Como las tiendas todavía no habían abierto, el callejón estaba tranquilo y nada concurrido, pero la sinuosa calle no se parecía en absoluto al ajetreado lugar que, años atrás, Harry visitara antes de su primer curso en Hogwarts. Muchas tiendas estaban selladas con tablas, aunque desde su última visita se habían inaugurado varios establecimientos dedicados a las artes oscuras. El muchacho vio su retrato en numerosos letreros pegados en las ventanas que rezaban «Indeseable n° 1».

En algunos portales se apiñaban personajes harapientos, a quienes oyó suplicar a los escasos transeúntes, pidiéndoles oro y asegurando ser magos de verdad. También se fijó en un individuo que llevaba un ensangrentado vendaje en un ojo.

Nada más enfilar la calle, los mendigos repararon en Hermione y se dispersaron, tapándose la cara con las capuchas y huyendo tan rápido como podían. Ella los observó con curiosidad, hasta que el individuo del vendaje manchado de sangre se acercó a ella tambaleándose.

—¡Mis hijos! —gritó señalándola con un dedo. Tenía una voz cascada y aguda, y parecía muy angustiado—. ¿Dónde están mis hijos? ¿Qué les ha hecho él? ¡Usted lo sabe! ¡Seguro que lo sabe!

—Yo… yo no… —balbuceó Hermione.

El desconocido se abalanzó sobre ella e intentó agarrarla por el cuello; entonces se produjo un estallido y una ráfaga de luz roja, y el hombre salió despedido hacia atrás y quedó tendido en el suelo, inconsciente. Ron permaneció inmóvil, con la varita en la mano y el brazo estirado, y a pesar de la barba se lo veía muy conmocionado. Varias personas se asomaron a las ventanas a ambos lados de la calle, y un grupito de transeúntes de aspecto distinguido se recogieron las túnicas y apretaron el paso, deseosos de marcharse cuanto antes de aquel lugar.

Su aparición en el callejón Diagon no podía haber levantado más sospechas; por un instante, Harry se preguntó si no sería mejor largarse y tratar de diseñar otro plan. Pero antes de que lograran moverse o consultarse unos a otros, alguien gritó a sus espaldas:

—¡Qué sorpresa, señora Lestrange!

Harry se dio la vuelta y Griphook se le sujetó más fuerte del cuello. Un mago alto y delgado, de abundante cabello entrecano y nariz larga y afilada, se acercaba a ellos a grandes zancadas.

—Es Travers —susurró el duende al oído de Harry, pero el chico no cayó en la cuenta de quién se trataba. Hermione se había erguido cuan larga era y dijo, con todo el desprecio de que fue capaz:

—¿Y qué quieres?

El mago se detuvo en seco, claramente ofendido.

—¡Es otro
mortífago
! —susurró Griphook, y Harry se desplazó hacia un lado para alertar a Hermione.

—Sólo quería saludarla —dijo Travers con frialdad—, pero si mi presencia no es bien recibida…

Entonces Harry reconoció su voz: Travers era uno de los
mortífagos
que habían acudido a la casa de Xenophilius.

—No, no. Nada de eso, Travers —dijo Hermione al instante, intentando reparar su error—. ¿Cómo estás?

—Bueno, confieso que me sorprende verla por aquí, Bellatrix.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Pues… —se aclaró la garganta— tenía entendido que los habitantes de la Mansión Malfoy estaban confinados en la casa, después de… de la… huida.

Harry rogó que Hermione no perdiera la calma. Si lo dicho por Travers era cierto, y si Bellatrix no debía dejarse ver en público…

—El Señor Tenebroso perdona a los que en el pasado le han sido fieles a ultranza —repuso Hermione en una espléndida imitación de la más desdeñosa Bellatrix—. Quizá tus méritos no sean tan valiosos como los míos, Travers.

Aunque el
mortífago
continuaba con aire ofendido, ya parecía menos receloso. Entonces echó una ojeada al hombre al que Ron acababa de aturdir.

—¿La ha molestado ese desgraciado?

—No tiene importancia. No volverá a hacerlo —dijo Hermione con frialdad.

—A veces esos Sin Varita resultan un incordio —comentó Travers—. Mientras se limiten a mendigar no tengo ninguna objeción, pero la semana pasada una mujer se atrevió a pedirme que abogara en su favor ante el ministerio. «Soy una bruja, señor, soy una bruja. ¡Déjeme demostrárselo!» —imitó la chillona voz de la mujer—. ¡Como si fuera a prestarle mi varita! Por cierto —añadió con curiosidad—, ¿qué varita usa ahora, Bellatrix? He oído decir que la suya…

—¿Mi varita? ¿Qué pasa con ella? —cuestionó fríamente Hermione mostrándosela—. No sé qué rumores habrás oído, Travers, pero por lo visto estás mal informado.

El
mortífago
, un tanto sorprendido, se volvió y miró a Ron.

—¿Quién es su amigo? —preguntó—. Creo que no lo conozco.

—Es el señor Dragomir Despard —contestó Hermione (habían decidido que lo más prudente era que Ron adoptara la identidad ficticia de un extranjero)—. No habla muy bien nuestro idioma, pero comprende y comparte los objetivos del Señor Tenebroso. Ha venido desde Transilvania para ver cómo funciona nuestro nuevo régimen.

—¿Ah, sí? Encantado de conocerlo, Dragomir.

—Igualmente —replicó Ron tendiéndole la mano.

Travers le ofreció dos dedos y le estrechó la mano como si temiera ensuciarse.

—¿Y qué los trae a usted y a su… comprensivo amigo al callejón Diagon tan temprano? —quiso saber Travers.

—Tengo que ir a Gringotts.

—¡Vaya! Yo también. ¡Maldito dinero! No podemos vivir sin él, y sin embargo, confieso que lamento la necesidad de mantener tratos con nuestros amigos los dedilargos.

Harry notó que las manos de Griphook le apretaban más el cuello.

—¿Vamos, pues? —dijo Travers invitando a Hermione a ponerse en marcha.

Ella no tuvo más remedio que caminar a su lado por la sinuosa calle adoquinada, hacia donde se erigía el blanco edificio de Gringotts, que descollaba sobre las pequeñas tiendas que flanqueaban la calle. Ron se situó junto a ellos, y Harry y Griphook, detrás.

Los chicos no tenían otra opción que resignarse a que los acompañara un
mortífago
suspicaz y receloso, pero lo peor era que, como Travers caminaba al lado de la falsa Bellatrix, Harry no podía comunicarse con ninguno de sus dos amigos. Enseguida llegaron al pie de la escalinata de mármol que conducía a las enormes puertas de bronce. Tal como les advirtió en su momento Griphook, los duendes de librea que normalmente flanqueaban la entrada habían sido sustituidos por dos magos portadores de sendas barras doradas, largas y delgadas.

—¡Menuda sorpresa, sondas de rectitud! —suspiró Travers con gesto teatral—. ¡Qué rudimentarias, pero qué eficaces!

Subió los escalones y saludó con la cabeza a los dos magos de la entrada, quienes le repasaron todo el cuerpo con las barras. Harry sabía que aquellas sondas detectaban hechizos de ocultación y objetos mágicos escondidos. Consciente de que sólo disponía de unos segundos para actuar, apuntó sucesivamente a los dos guardianes con la varita mágica de Draco y murmuró dos veces: «¡Confundo!» Alcanzados por el hechizo, los magos dieron un pequeño respingo, pero Travers no se dio cuenta porque estaba mirando el vestíbulo a través de las puertas de bronce.

Hermione intentó pasar de largo sin detenerse, con el negro y largo cabello ondeándole a la espalda.

—Un momento, señora —ordenó uno de los guardianes, levantando su sonda.

—¡Pero si ya me ha registrado! —exclamó Hermione con la imperiosa y arrogante voz de Bellatrix. Travers se dio la vuelta, extrañado.

Confundido, el guardián observó la larga y dorada sonda y luego miró a su compañero, que denotando un ligero aturdimiento dijo:

—Sí, acabas de hacerlo, Marius.

Hermione siguió adelante con la cabeza bien erguida y Ron a su lado; Harry y Griphook, invisibles, los siguieron al trote. Al trasponer el umbral, Harry miró hacia atrás y vio que los dos guardianes se rascaban la cabeza, perplejos.

Dos duendes custodiaban las puertas interiores, de plata, en las que lucía grabado el poema que advertía a quienquiera que se atreviera a robar en Gringotts de las severas represalias que sufriría. Harry lo leyó, y de pronto lo asaltó el vívido recuerdo de verse a sí mismo en aquel sitio el día que cumplió once años (el cumpleaños más maravilloso de su vida), mientras Hagrid, de pie a su lado, murmuraba: «Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí.» Aquel día Gringotts le había parecido un lugar maravilloso, el almacén encantado de una fortuna que él ignoraba poseer, aunque jamás se le habría ocurrido imaginar que más adelante volvería allí para robar… Segundos después, se encontraron en el inmenso vestíbulo de mármol de la banca mágica.

Sentados en altos taburetes ante un largo mostrador, unos duendes atendían a los primeros clientes del día. Hermione, Ron y Travers se dirigieron hacia uno de ellos, muy anciano, que examinaba una gruesa moneda de oro con un monóculo. Hermione dejó pasar primero a Travers con el pretexto de mostrarle a Ron los detalles arquitectónicos del vestíbulo.

El hombrecillo dejó la moneda, dijo «Leprechaun» sin dirigirse a nadie en particular y saludó a Travers. Éste le entregó una diminuta llave de oro que el duende escudriñó y se la devolvió.

Entonces Hermione se acercó al mostrador.

—¡Señora Lestrange! —exclamó el duende sin disimular su asombro—. ¡Cielos! ¿En qué… en qué puedo ayudarla?

—Quiero entrar en mi cámara —dijo Hermione.

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