Héctor Servadac

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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En la costa de Algiers, el capitán francés Héctor Servadac, su ordenanza Ben-Zuf y el suelo bajo sus pies son barridos de la faz de la Tierra trás el paso de un cometa. El mundo a su alrededor rápidamente cambia y cuando la pareja comienza a explorar, descubren que junto con ellos existen otras personas en este nuevo mundo y juntos deciden formar una pequeña colonia, integrada por un conde ruso, la tripulación de su yate, un grupo de españoles, una joven italiana, un comerciante judío, un grupo de soldados británicos y el profesor francés Palmirano Roseta, que les informa a todos donde realmente están.

Julio Verne

Héctor Servadac

ePUB v1.0

gertdelpozo
31.05.12

Título original:
Hector Servadac. Voyages et aventures à travers le monde solaire

Julio Verne, 1877.

Traducción: F. Cabañas Ventura

Editor original: gertdelpozo (v1.0)

ePub base v2.0

Primera Parte
Capítulo I
CAMBIO DE TARJETAS

NO, capitán, no cedo a usted la plaza.

—Lo siento, conde; pero por nada ni por nadie modifico mis pretensiones.

—¿De veras?

—Sí, señor.

—Tenga en cuenta, sin embargo, que soy el más antiguo en esa pretensión.

—La antigüedad no da ningún derecho en estos asuntos.

—Le obligaré a cederme el puesto, capitán.

—No lo creo, conde.

—Me parece que una estocada…

—Quizás un pistoletazo…

—Tome mi tarjeta.

—Allá va la mía.

Dichas estas palabras, los dos adversarios cambiaron sus tarjetas, en las que se leía:

Héctor Servadac, capitán del Estado Mayor en Mostaganem
, en una; y

Conde Basilio Timascheff, a bordo de la goleta Dobryna
, en la otra.

Al separarse, preguntó el conde Timascheff:

—¿Dónde pueden verse nuestros testigos?

—Hoy a las dos, si a usted le parece bien —respondió Héctor—, en el Estado Mayor.

—¿En Mostaganem?

—En Mostaganem.

Y, dicho esto, el capitán Servadac y el conde Timascheff se saludaron con cortesía. Al ir a separarse, el conde Timascheff hizo esta observación:

—Capitán, creo que debemos callar la verdadera causa de este duelo.

—También lo creo yo —respondió Servadac.

—No se pronunciará nombre alguno.

—Ninguno.

—¿Y el pretexto?

—¿El pretexto? Una discusión musical, señor conde.

—Perfectamente —respondió Timascheff—, yo habré defendido a Wagner, lo cual está en mis ideas.

—Y yo a Rossini, lo cual está también en las mías —replicó, sonriéndose, el capitán Servadac. Después, el conde Timascheff y el oficial de Estado Mayor se saludaron y se separaron definitivamente.

La escena que acabamos de relatar habíase desarrollado a las doce, aproximadamente, de la mañana, en el extreme de un pequeño cabo de la parte de la costa argelina, comprendida entre Túnez y Mostaganem y a tres kilómetros, poco más o menos, de la embocadura del Cheliff.

Aquel cabo dominaba el mar en una extensión de unos veinte metros, y las aguas azuladas del Mediterráneo iban a morir a sus pies, lamiendo las rocas de la playa enrojecidas por el óxido de hierro.

Era el 31 de diciembre; el sol, cuyos rayos oblicuos doraban, de ordinario, todas las eminencias del litoral, estaba a la sazón velado por una densa cortina de nubes. Las espesas brumas que, desde hacía dos meses y por causas inexplicables, envolvían el globo terrestre, dificultando las comunicaciones, entre los diversos continentes, cubrían entonces el mar, con grave peligro para los navegantes.

El conde Basilio Timascheff, al separarse del oficial de Estado Mayor, dirigióse hacia un bote armado de cuatro remos, que en una de las pequeñas ensenadas de la costa le estaba aguardando. Luego que tomó asiento en él, la ligera embarcación se separó de la costa y se dirigió a una goleta de placer que lo esperaba a pocos cables de distancia.

El capitán Servadac dijo, por señas, que se acercara, a un soldado que a veinte pasos de él tenía de las riendas un magnífico caballo árabe, y el soldado se acercó sin pronunciar una palabra. El capitán Servadac montó inmediatamente y se dirigió hacia Mostaganem, seguido de su ordenanza, que llevaba un caballo no menos rápido que el del primero.

Eran las doce y media cuando ambos jinetes atravesaron el Cheliff por un puente que a la sazón estaba recién construido, y a la una y tres cuartos, los caballos, cubiertos de espuma, entraban a galope por la puerta de Máscara, una de las cinco abiertas en la ciudad.

En aquel año Mostaganem tenía quince mil habitantes, la quinta parte de los cuales eran franceses. Continuaba siendo una de las capitales de distrito de la provincia de Oran y capital de subdivisión militar, y en ella se fabricaban pastas alimenticias, tejidos preciosos, obras de espartería y objetos de tafilete.

De allí se exportaban a Francia granos, algodón, lanas, ganados, higos y aves; pero en aquella época hubiera sido inútil buscar vestigios del antiguo fondeadero, en el que apenas podían permanecer los buques durante los malos vientos del Oeste y del Noroeste. Mostaganem poseía ya un puerto muy abrigado, gracias al cual podía utilizar los productos del valle del Mina y del bajo Cheliff.

Precisamente por la seguridad que ofrecía este puerto de refugio, la goleta
Dobryna
se había arriesgado a invernar en aquella costa, cuyas altas peñas no ofrecen abrigo alguno.

En efecto, allí veíase desde hacía dos meses flotar en la embarcación el pabellón ruso y en el tope de su palo mayor el gallardete del yate club de Francia, con su señal distintiva: M. C. W. T.

El capitán Servadac, al penetrar en el recinto de la ciudad, se dirigió al barrio militar de la Mámora, donde no tardó en encontrar a un comandante del segundo de tiradores y a un capitán del octavo de artillería, dos compañeros con quienes podía contar en absoluto.

Estos oficiales escucharon con atención el deseo que les expuso Héctor Servadac de que le sirvieran de testigos en el duelo que pensaba sostener con el conde Timascheff; pero no dejaron de sonreírse ligeramente cuando su amigo dio por verdadero pretexto del lance una simple discusión musical, sostenida por él y su adversario.

—Quizá podría arreglarse el asunto —observó el comandante del segundo de tiradores.

—No quiero que se intente siquiera —respondió Héctor Servadac.

—Unas simples concesiones —dijo el capitán del octavo de artillería.

—No se puede hacer concesión alguna entre Wagner y Rossini —respondió seriamente el oficial de Estado Mayor—. O uno u otro, y como Rossini es el ofendido en este asunto, porque ese loco de Wagner ha escrito de él cosas absurdas, deseo vengar a Rossini.

—Además —dijo el comandante—, una estocada no siempre es mortal.

—Especialmente cuando, como yo, se está resuelto a no recibirla —replicó el capitán Servadac.

Oída esta respuesta, los dos oficiales viéronse obligados a dirigirse al Estado Mayor, donde esperaban encontrar a las dos en punto los testigos del conde Timascheff.

Agreguemos que el comandante del segundo de tiradores y el capitán del octavo de artillería, no creyeron que la razón alegada por su compañero fuera el motivo verdadero que le ponía las armas en la mano. Quizá lo sospecharan, pero no podían hacer sino aceptar el pretexto que les había dado el capitán Servadac.

Dos horas más tarde regresaron, después de haber conferenciado con los testigos del conde y arreglado las condiciones del duelo. El conde Timascheff, ayudante de campo del emperador de Rusia, como muchos rusos en el extranjero, había aceptado la espada, arma del soldado. Los dos adversarios debían batirse al día siguiente, primero de enero, a las nueve de la mañana, en la playa, a tres kilómetros de la desembocadura del Cheliff.

—Hasta mañana, hora militar —dijo el comandante.

—Sí, rigurosamente militar —respondió Héctor Servadac.

Los dos oficiales estrecharon afectuosamente la mano de su amigo y regresaron al café de la Zulma para jugar a los cientos a 150 céntimos el juego.

Servadac se marchó enseguida de la ciudad.

Hacía quince días que no habitaba en su alojamiento de la plaza de Armas, porque, habiéndosele encargado que levantara un plano topográfico, habíase ido a vivir a un gurbí, situado en la costa de Mostaganem, a ocho kilómetros del Cheliff, donde sólo tenía por compañero un ordenanza. Esta situación no era muy divertida, y cualquier otro que no hubiera sido el capitán de Estado Mayor, habría considerado su destierro como un castigo.

Marchó, pues, al gurbí, haciendo mentalmente versos, a los que pretendía ajustar la música, ya pasada de moda, de lo que él llamaba un rondó. Este pretendido rondó, es inútil ocultarlo, estaba dedicado a una joven viuda con quien pretendía contraer matrimonio, y en él trataba de demostrar que, cuando se tiene la suerte de amar a una persona tan digna de respeto, es preciso amar con la mayor sencillez del mundo. Al capitán Servadac, que rimaba por el placer de rimar, no le importaba que fuese cierto, o no, lo que él afirmaba en sus versos.

—Sí, sí —iba murmurando, mientras su ordenanza trotaba silenciosamente a su lado—, un rondó no deja jamás de producir efecto, porque en la costa argelina se componen pocos, y el mío será bien recibido. Y el capitán poeta comenzó así:

La verdad, aquel que ama

Honesta y sencillamente…

—Sí, sencillamente, es decir, honradamente y con el propósito de contraer matrimonio, y yo que me dirijo a usted… ¡Diablo, esto no es verso! Es difícil encontrar las consonantes. ¡Singular idea la que he tenido al empezar así mi rondó! ¡Hola, Ben-Zuf!

Ben-Zuf era el ordenanza del capitán Servadac.

—Mi capitán —respondió Ben-Zuf.

—¿Has hecho versos alguna vez?

—No, mi capitán, pero los he visto hacer.

—¿A quién?

—A un hombre que voceaba en una barraca de funámbulos una tarde en la fiesta de Montmartre.

—¿Y te acuerdas de ellos?

—No muy bien.

—Bueno, pues no los digas, porque se me acaban de ocurrir mis versos tercero y cuarto.

La verdad, aquel que ama

Honesta y sencillamente,

Lleva encendida una llama

En su corazón ardiente.

Y a esta cuarteta quedaron reducidos los esfuerzos poéticos del capitán Servadac, quien, cuando a las seis de la tarde llegó al gurbí, no había podido componer aún más versos.

Capítulo II
EN EL QUE SE RETRATA FÍSICA Y MORALMENTE AL CAPITÁN SERVADAC Y A SU ORDENANZA BEN-ZUF

EN la fecha en que comienza la acción de esta novela, podía leerse en la hoja de servicios del capitán Servadac, que se guardaba en el Ministerio de la Guerra, lo siguiente:

«Servadac (Héctor). Nació el 19 de julio de 18…, en Saint-Trelody, cantón y distrito de Lesparre, departamento del Gironda.

«Hacienda: 1.200 francos de renta.

«Duración del servicio: catorce años, tres meses, cinco días.

«Servicio de campaña: Escuela de Saint-Cyr; dos años. Escuela de aplicación: dos años. En el 87 de línea; dos años. En el 3.° de tiradores: dos años. Argel; siete años. Campaña del Sudán; campaña del Japón.

«Empleo: capitán de Estado Mayor en Mostaganem.

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