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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (11 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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Yuli rió.

—Está bien, padre. Ya me has puesto sobre ascuas. Cuéntame.

Sifans chasqueó los labios finos. Detuvo el paso y entró en una celda.

—Puesto que me obligas… Es lamentable… Pero quizá recuerdas cómo vive la gente en Vakk, en esas viviendas amontonadas sin orden, unas sobre otras. Imagina que toda la cordillera donde está Pannoval es como Vakk… O mejor, como un cuerpo con varias partes interconectadas, los pulmones, las entrañas, el corazón. Imagina que hay cavernas tan grandes como la nuestra, encima y debajo de nosotros. No es posible, ¿verdad?

—No.

—Sí es posible. Es una hipótesis. Digamos que en alguna parte, más allá de Guiño, hay una catarata que cae de una caverna situada muy arriba. Y que cae a un nivel inferior. El agua llega a todas partes. Digamos que cae y forma un lago, de aguas puras y calientes, que nunca se hielan. Imagina ahora que en ese lugar seguro y deseable residen los más favorecidos, los más poderosos, los Apropiadores. Se han apropiado de lo mejor, el conocimiento y el poder, y allí lo guardan para nosotros, hasta el día de la victoria de Akha…

—Y nos lo quitan a nosotros…

—¿Cómo dices? Hermano, no te entiendo. Pues bien, sólo te he contado una historia divertida.

—¿Y también tienen que elegirte para ser Apropiador?

El padre Sifans chasqueó la lengua.

—¿Quién podría alcanzar esos privilegios, si existieran? No, muchacho: para eso hay que nacer. Hay que ser miembro de alguna familia poderosa, que disponga de hermosas mujeres, y de caminos secretos para ir y venir, incluso más allá de los dominios de Akha… No, se necesitaría… una auténtica revolución para llegar a ese lugar hipotético.

Elevó la nariz y rió.

—Padre, te burlas de los pobres sacerdotes simples.

El viejo sacerdote ladeó pensativamente la cabeza.

—Eres pobre, mi joven amigo, y es probable que siempre lo seas. Pero no simple. Y por eso siempre serás un deplorable sacerdote. Y por eso te quiero.

Se separaron. La declaración del sacerdote había perturbado a Yuli. Sí, era un deplorable sacerdote, como decía Sifans. Un amante de la música, apenas.

Se lavó la cara con agua helada; los pensamientos le ardían en la cabeza. Esas jerarquías de sacerdotes, si las había, sólo conducían al poder. No a Akha. La fe nunca tenía explicaciones precisas —de una precisión verbal comparable a la precisión de la música— sobre cómo la devoción podía mover una efigie de piedra; las palabras de la fe sólo llevaban a una nebulosa oscuridad llamada santidad. Entenderlo fue para él tan áspero como la toalla con que se secó las mejillas.

Acostado en el dormitorio, muy lejos del sueño, vio cómo le habían quitado al anciano Sifans toda vida propia, y verdaderos amores, dejándolo sólo con unos molestos fantasmas de afecto. No le importaba si los que estaban a su cargo tenían fe o no. Quizá había dejado de preocuparse mucho antes. Las palabras y los enigmas de Sifans revelaban una profunda insatisfacción.

Bruscamente atemorizado, Yuli se dijo que era mejor morir en el desierto que llevar una vida mediocre en la sombría seguridad de Pannoval. Aun si eso significaba abandonar el corno y las notas de «Oldorando». El miedo lo obligó a incorporarse, apartando la manta. Oscuros vientos, los infatigables habitantes del dormitorio, soplaban por encima de él. Se estremeció.

Con un regocijo similar al que había sentido al entrar en Reck, mucho antes, dijo en voz baja:

—No creo; no creo en nada.

Creía en el poder sobre los demás. Lo veía todos los días. Pero eso era puramente humano. Quizás había dejado de creer en todo menos en la opresión durante aquel ritual, cuando unos hombres habían permitido que un odiado phagor arrancara a mordiscos las palabras de la garganta de Naab. Quizá las palabras de Naab todavía podían triunfar; quizá los sacerdotes se reformaran hasta que sus vidas tuvieran sentido. Las palabras, los sacerdotes, eran reales. Pero Akha no era nada.

En la inquieta oscuridad susurró:

—Akha, no eres nada.

No murió, y el viento le susurraba aún en los cabellos.

Saltó de la cama y echó a correr. Con los dedos rozando los bajorrelieves de los muros, corrió y corrió hasta que sintió el cuerpo exhausto y los dedos desollados. Regresó, sin aliento. Quería el poder y no la sumisión.

La guerra de su mente se había calmado. Volvió a la cama. Mañana actuaría. No más sacerdotes.

Mientras dormitaba, volvió a soñar. Estaba en una ladera helada. Su padre, capturado por los phagors, lo había abandonado. El había arrojado la lanza hacia un arbusto, con furia. Lo recordaba, recordaba el movimiento del brazo, la vibración de la lanza al clavarse entre las ramas andrajosas, el aire que le penetraba en los pulmones, agudo como un cuchillo.

¿Por qué de pronto recordaba esas insignificancias? Como no era capaz de observarse a sí mismo, la pregunta quedó sin respuesta mientras él se deslizaba hacia el sueño.

El día siguiente fue el último del interrogatorio de Usilk. Los interrogatorios sólo estaban permitidos durante seis días consecutivos; después, la víctima podía descansar. Las reglas en este sentido eran estrictas, y la milicia vigilaba suspicazmente a los sacerdotes en todos estos asuntos.

Usilk no había dicho nada útil. No respondía a los golpes ni a la adulación.

Estaba de pie ante Yuli, sentado en una adornada silla de inquisidor, labrada en una sola pieza de madera, y que subrayaba la diferencia entre las situaciones de ambos hombres. Yuli aparentemente cómodo, Usilk medio muerto de hambre, vestido de harapos, los hombros caídos, el rostro desvaído y sin expresión.

—Sabemos que te han visitado personas que amenazan la seguridad de Pannoval. Sólo deseamos saber sus nombres: luego serás libre, y podrás retornar a Vakk.

—Jamás los conocí. Eran una voz en la multitud.

Tanto las preguntas como las respuestas se habían tornado convencionales.

Yuli se levantó de la silla y caminó alrededor del prisionero, ocultando sus emociones.

—Oye, Usilk. No siento odio hacia ti. Respeto a tus padres, como te he dicho. Ésta es nuestra última entrevista. No volveremos a encontrarnos. Y ciertamente morirás en este lugar miserable, sin razón.

—Tengo mis razones, sacerdote.

Yuli se sorprendió. No esperaba una respuesta. Bajó la voz.

—Todos tenemos razones… Pondré mi vida en tus manos. No soy digno de ser sacerdote, Usilk. Nací en el desierto helado, bajo el cielo, muy lejos al norte de Pannoval. Y allí deseo volver. Te llevaré conmigo, te ayudaré a escapar. Ésta es la verdad.

Usilk alzó la mirada hacia la de Yuli.

—Vete, monje. Tus tretas no servirán conmigo.

—Te he dicho la verdad. ¿Cómo puedo probarlo? ¿Deseas que blasfeme contra el dios a quien he hecho mis votos? ¿Crees que puedo decir esas cosas ligeramente? Pannoval me ha conformado; pero algo en mi naturaleza interior me obliga a rebelarme contra la ciudad y sus instituciones. Dan abrigo y satisfacción a la multitud, pero no a mí, ni siquiera por mis privilegios como sacerdote. No sé por qué. Sólo porque estoy hecho así…

Contuvo el torrente de palabras.

—Haré algo práctico. Te conseguiré ropas de sacerdote. Más tarde, cuando salgamos de esta celda, te ayudaré a deslizarte al Santuario y escaparemos juntos.

—Basta de trucos.

Yuli se enfureció. No tenía otro remedio si quería contenerse y no atacar y golpear al hombre. Se lanzó violentamente hacia los instrumentos que colgaban de la pared y azotó la silla con un látigo. Alzó la gran lámpara que había sobre la mesa y la colocó exactamente debajo de los ojos de Usilk. Se golpeó el pecho.

—¿Por qué había de mentirte y traicionarme? ¿Qué sabes tú, al fin y al cabo? Nada que valga la pena. Eres simplemente una cosa recogida en Vakk; tu vida no tiene significado ni importancia. Morirás en tormento porque ése es tu destino. Muy bien, sigue así, goza sintiendo que pierdes fuerzas día a día. Ése es el precio que pagarás por tu orgullo y por ser un cretino. Haz lo que deseas, muere mil veces. Yo ya he tenido bastante. No puedo soportar el tormento. Me marcho. Piensa en mí mientras te revuelves en tus propias heces. Yo estaré afuera y libre, Ubre bajo el cielo, allí donde no llega el poder de Akha.

Había gritado, sin preocuparle que lo oyeran, ante la golpeada palidez del rostro de Usilk.

—Vete, monje. —La misma frase sombría que Usilk había repetido toda la semana.

Retrocediendo un paso, Yuli alzó el látigo y golpeó con el mango la mejilla lastimada de Usilk, con furia y fuerza. A la luz incierta de la lámpara vio exactamente dónde, sobre la mejilla, debajo del ojo, a través del puente de la nariz, había caído el golpe. Permaneció con el látigo levantado mientras las manos de Usilk se alzaban hacia la herida, y las rodillas se le doblaban. Vaciló y cayó al suelo sobre los codos y las rodillas.

Todavía aferrando el látigo, Yuli pasó por encima del cuerpo y salió de la celda.

Apenas advirtió, dada su propia confusión, lo que pasaba alrededor. Guardias y milicianos corrían de un lado a otro de modo inusitado. El paso normal en las oscuras venas del Santuario era lento y fúnebre.

Se acercó vivamente un capitán, con una tea ardiente en la mano y vociferando órdenes.

—¿Eres uno de los sacerdotes interrogadores? —preguntó a Yuli.

—¿Por qué?

—Quiero que saquéis de aquí a todos los prisioneros. Llevadlos a las celdas. Aquí pondremos a los heridos. Pronto.

—¿Heridos? ¿Qué heridos?

El capitán, fastidiado, rugió: -¿Estás sordo, hermano? ¿Qué crees que eran esos gritos, toda esta última hora? Se han derrumbado los nuevos túneles de Guiño, y muchos hombres útiles han quedado sepultados. Aquello parece un campo de batalla. Muévete ahora, y lleva a tu prisionero a la celda, de prisa. Quiero este corredor despejado en dos minutos.

Se alejó, gritando y maldiciendo. Disfrutaba con su propia excitación.

Yuli se volvió. Usilk estaba todavía encogido en el suelo de la celda. Inclinándose, Yuli lo tomó por debajo de los brazos y lo enderezó. Usilk, gimiendo, apenas consciente, fue obligado a caminar como pudiera con un brazo por encima de los hombros de Yuli. En el corredor, donde el capitán seguía gritando, otros interrogadores trasladaban a sus víctimas, moviéndose con excitación. Nadie parecía exactamente disgustado por esa interrupción de la rutina.

Se alejaron como sombras hacia la oscuridad. Era el momento de desaparecer, entre la confusión. Pero, ¿y Usilk?

La ira se apagaba y la culpa volvía. Supo que deseaba demostrar a Usilk que el ofrecimiento de ayuda había sido sincero.

En lugar de encaminarse a las celdas de la prisión, fue hacia sus propias habitaciones. Primero tenía que reanimar a Usilk y prepararlo para la huida. Era inútil llevarlo al dormitorio de los monjes, donde serían descubiertos. Había un lugar más seguro.

Leyendo las paredes, dio media vuelta antes de los dormitorios, y empujó a Usilk por una escalera espiral a la que daban las celdas de algunos sacerdotes, ordenadas como en una conejera. La franja grabada le decía bajo la mano el lugar dónde estaba, aunque la oscuridad era ahora tan cerrada que unos rojos fantasmales parecían flotar como plantas sumergidas. Golpeó a la puerta del padre Sifans y entró.

Como había pensado, no hubo respuesta. A esta hora del día, Sifans estaba ocupado en alguna otra parte. Metió a Usilk en el cuarto.

Muchas veces había estado esperando afuera, pero nunca había entrado. Se sentía perdido. Ayudó a Usilk a sentarse en cuclillas, con la espalda apoyada contra la pared, y buscó a tientas una lámpara.

Después de chocar con algunos muebles, encontró la ruedecilla de pedernal unida al soporte y la hizo girar. Brotó una chispa, apareció una lengua de luz, y Yuli alzó la lámpara y miró alrededor. Allí estaban todos los escasos bienes terrenales del padre Sifans. En un rincón había un pequeño altar con una grasienta estatua de Akha. Había también un sitio para abluciones, y un estante con una o dos cosas y un instrumento musical, y una alfombrilla en el suelo. Nada más. Ni una mesa ni sillas. Perdida en la sombra, había una alcoba; Yuli supo sin mirar que sólo contenía un catre donde dormía el anciano.

Se puso en movimiento. Con el agua que salía de la roca llenó la palangana y lavó la cara de Usilk y trató de reanimarlo. El hombre bebió un poco de agua, con un gesto de dolor. En el estante, sobre un platillo de estaño había un correoso pan de centeno. Yuli ofreció un trozo a Usilk y comió otro él mismo.

Movió con suavidad el hombro de Usilk.

—Tienes que perdonar mi furia. Tú la has provocado.

En el fondo, soy sólo un salvaje indigno de ejercer el sacerdocio. Pero ya ves que te he dicho la verdad. Escaparemos de aquí. No será difícil, con el derrumbamiento de Guiño.

Usilk se limitó a gemir.

—No estás tan mal como crees. Tendrás que moverte por ti mismo.

Usilk miró a Yuli con los ojos entornados.

—No me engañarás, monje.

Yuli se sentó en cuclillas. Usilk se apartó.

—Ya es tarde para volverse atrás. Trata de comprender. No te pido nada, Usilk. Simplemente, intentaré sacarte de aquí. Tiene que haber alguna forma de escapar por la puerta norte, si los dos nos vestimos de sacerdotes. A no muchos días de viaje vive la mujer de un trampero, llamada Lorel. Nos albergará hasta que nos acostumbremos al frío.

—No me moveré de aquí.

Golpeándose la frente, Yuli dijo: —Tendrás que hacerlo. Estamos escondidos en el cuarto de un padre. No podemos seguir aquí. No es un mal viejo, pero sin duda nos denunciará si nos descubre.

—No es así, hermano Yuli. El viejo que no es malo guarda los secretos como una tumba.

Yuli se volvió de un salto y vio al padre Sifans, que acababa de emerger de la alcoba. Adelantaba una mano frágil como si temiera un ataque.

—Padre…

El padre Sifans parpadeó en la luz incierta.

—Descansaba un poco. Estaba en Guiño cuando se derrumbó la bóveda. Qué desastre. Por fortuna, no corría peligro, pero una piedra me golpeó en la pierna. No puedes escapar por la puerta norte. La guardia la ha cerrado, declarando el estado de emergencia, por si nuestros ciudadanos tienen algún mal pensamiento.

—¿Nos denunciarás, padre? —Desde los días remotos de la adolescencia guardaba una posesión: el cuchillo de hueso que su madre había tallado para él cuando estaba sana. Metió la mano debajo de las vestiduras y aferró el cuchillo mientras hacía la pregunta.

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