Heliconia - Primavera (4 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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Arrojó la lanza del padre contra un arbusto.

Combatiendo contra la fatiga, el hambre lo llevó hasta el Vark. Las esperanzas se le disiparon en pocos segundos. No quedaba un yelk muerto sin devorar. Los depredadores habían venido de todas direcciones, y cada uno se había llevado su ración de carne. Sólo quedaban pieles y huesos desnudos junto al río. Aulló de furia y decepción.

La superficie del río estaba escarchada, y había nieve sobre el hielo sólido. La apartó con el pie y miró hacia abajo. Los cuerpos de algunos animales estaban aún dentro del hielo. Vio una cabeza de yelk que se movía inerte en la oscura corriente inferior. Unos peces grandes le devoraban los ojos.

Trabajando arduamente con la lanza y un cuerno afilado, Yuli perforó un agujero en el hielo, lo agrandó y aguardó, con la lanza preparada. Unas aletas resplandecieron en el agua. Arrojó el arma. Un pez brillante, con manchas azules, boqueaba sorprendido en la punta de la lanza. Era tan largo como las dos manos abiertas de Yuli, puestas pulgar contra pulgar. Lo asó sobre un fuego pequeño, y tenía buen sabor. Yuli eructó y durmió una hora, apoyado en un tronco. Luego inició el viaje al sur, por el sendero que la migración casi había borrado.

Freyr y Batalix cambiaron de guardia en el cielo, como correspondía, y Yuli seguía caminando: única figura que se movía en el desierto.

—Madre —gritó a su esposa el viejo Hasele, antes de llegar a la cabaña—. Mira, madre, lo que he encontrado en los Tres Arlequines.

Su arrugada y vieja mujer, Lorel, coja de nacimiento, renqueó hasta la puerta, sacó la nariz al aire glacial y respondió: —No importa qué hayas encontrado. Hay gente de Pannoval que te espera para negociar.

—¿Pannoval, eh? Aguarda a que vean lo que he encontrado en los Tres Arlequines. Necesito ayuda, madre. Ven, no hace demasiado frío. Malgastas tu vida, siempre metida en casa.

La casa era sumamente rústica: pilas de rocas, algunas más altas que un hombre, entremezcladas con tablas y maderos, y techo de pieles sobre el que crecía la hierba. Los intersticios habían sido rellenados con líquenes y barro, para evitar que el viento se colara en el interior, y las paredes estaban apuntaladas en distintos lugares con palos y troncos, de modo que el conjunto se parecía mucho a un puercoespín muerto. A la estructura original se habían agregado habitaciones adicionales, con el mismo espíritu de improvisación. Unas chimeneas de bronce se erguían contra el cielo agrio, humeando suavemente. En algunas habitaciones se secaban las pieles y los cueros que en otras se vendían. Hasele era trampero y comerciante, y había logrado ganarse la vida con suficiente eficacia para tener ahora, en sus últimos años, una esposa y un trineo tirado por tres perros.

La casa de Hasele estaba encaramada en una estribación baja que se curvaba hacia el este a lo largo de varias millas. En esa estribación había muchas rocas, algunas hendidas, otras apiladas, que daban abrigo a pequeños animales, y era por lo tanto un excelente terreno de caza para el viejo trampero, menos dispuesto que en su juventud a alejarse demasiado. Había puesto nombre a algunas de las acumulaciones de rocas más monumentales, como los Tres Arlequines. Allí excavaba en los depósitos de sal, extrayendo la que necesitaba para curar las pieles.

Piedras menores cubrían la ladera, y sobre ellas, en el lado este, se alzaban unos conos de nieve, cuyo tamaño variaba según la naturaleza de las rocas, y que señalaban con precisión la dirección del viento, que venía de las lejanas Barreras en el oeste. Una vez, en días más favorables, allí se habían extendido unas playas desaparecidas mucho tiempo atrás, la costa norte del continente de Campannlat.

Al este de los Tres Arlequines crecía un pequeño macizo de arbustos espinosos, que aprovechaban la protección del granito para echar de vez en cuando alguna hoja verde. El viejo Hasele apreciaba mucho estas hojas, que utilizaba en la olla, y había colocado trampas en torno de los arbustos, para alejar a los animales. Allí había encontrado al joven, inconsciente, enredado en las ramas espinosas, y a quien arrastraba ahora, con la ayuda de Lorel, al santuario ahumado de la cabaña.

—No es ningún salvaje —comentó Lorel con admiración—. Mira esta parka, adornada con cuentas rojas y azules. Son bonitas, ¿verdad?

—Eso no importa ahora. Haz que tome un poco de sopa, madre.

Así lo hizo ella, dando golpecitos en la garganta del muchacho hasta que él tragó, tosió, se incorporó y pidió más, susurrando. Lorel siguió alimentándolo mientras le miraba compungida las mejillas, los ojos y oídos hinchados por incontables picaduras de insectos, y la sangre que había goteado y se había apelmazado en el cuello. El muchacho tomó más sopa, gimió y volvió a caer en la inconsciencia. Ella lo sostuvo, pasándole un brazo por debajo de la axila, meciéndolo y recordando una antigua felicidad a la que ya no podía dar nombre.

Cuando buscó culpablemente a Hasele con la mirada, advirtió que él había salido de la habitación, a ocuparse de sus negocios con los hombres de Pannoval.

Suspirando, soltó la cabeza oscura del muchacho y siguió a su marido. Estaba bebiendo licor con los dos comerciantes, hombres de gran talla. Las parkas humeaban en el calor. Lorel tiró de la manga de Hasele.

—Quizá estos dos caballeros quieran llevar al joven enfermo que has encontrado hasta Pannoval. Nosotros no podemos darle de comer. Ya pasamos hambre solos. Pannoval es rica.

—Déjanos, madre. Estamos haciendo negocios —dijo Hasele, en tono señorial.

Lorel salió cojeando por la puerta trasera y miró cómo el phagor cautivo, arrastrando sus cadenas, metía a los perros en las perreras. Miró por encima de la espalda encorvada el pétreo paisaje gris que se extendía millas y millas y se confundía con el cielo desolado. El joven había venido desde algún punto de ese desierto. Quizá una o dos veces por año una o dos personas llegaban tambaleándose del desierto de hielo. Lorel jamás había tenido una impresión clara acerca del sitio de donde venían, ya que del otro lado del desierto había unas montañas aún más heladas. Uno de esos fugitivos había hablado balbuceando de un mar helado que era posible cruzar. Lorel trazó el círculo sagrado sobre sus pechos secos.

En su juventud le había molestado no tener una imagen clara del mundo. En una ocasión se había abrigado y había salido a mirar hacia el norte desde lo alto de las colinas. Los childrims volaban sacudiendo las alas solitarias, y ella había caído de rodillas con la deslumbrante imagen de una sagrada multitud que remaba impulsando la gran rueda chata del mundo, hacia un sitio donde no siempre soplaba el viento ni siempre caía la nieve. Y luego había regresado a la casa llorando, con odio, por la esperanza que los childrims le habían traído.

Aunque el viejo Hasele había alejado a su mujer con un ademán señorial, había tomado buena cuenta, como siempre, de lo que ella había dicho. Cuando el trato con los dos hombres de Pannoval se cerró al fin, y una pila de objetos preciosos —hierbas, especias, fibras de lana y harina—equilibró el peso de las pieles que los hombres cargarían en el trineo, Hasele preguntó si llevarían consigo al joven enfermo de vuelta a la civilización. Mencionó que tenía una buena parka con adornos, y que por tanto —sólo era una posibilidad—quizás fuera una persona de importancia, o por lo menos el hijo de alguien importante.

Hasele se sorprendió cuando le respondieron que de buena gana llevarían al joven. Necesitarían una piel de yelk más, para cubrirlo y compensar los mayores gastos. Hasele murmuró un rato, y luego accedió satisfecho. No podría alimentarlo, si el joven vivía; y si moría… No le gustaba alimentar a los perros con restos humanos, ni la costumbre nativa de la momificación de los muertos en la intemperie helada.

—Trato hecho —dijo, y fue en busca de la peor piel que pudiera encontrar.

Ahora el joven estaba despierto. Había aceptado un poco más de sopa y una pata de conejo de las nieves. Cuando oyó entrar a los hombres, se echó atrás con los ojos cerrados y una mano oculta en la parka.

Ellos lo miraron distraídamente, y se volvieron. Se proponían cargar el trineo con sus nuevas propiedades, hacerse atender unas horas por Hasele y la mujer, emborracharse, dormir la borrachera, y emprender el difícil viaje a Pannoval, en el sur.

Así se hizo. El licor de Hasele se consumió ruidosamente. E incluso los ronquidos fueron ruidosos cuando los hombres se durmieron sobre un montón de pieles. Y Lorel atendió secretamente a Yuli, lo alimentó, le lavó la cara, le alisó los espesos cabellos, lo abrazó.

Al comienzo de la media luz, cuando Batalix estaba en el horizonte, se llevaron a Yuli y él fingió que todavía estaba inconsciente mientras los hombres lo subían al trineo y hacían restallar los látigos, frunciendo el ceño para sacar fuerzas del frío atenazador, y partían de prisa.

Esos dos hombres, que llevaban una vida dura, robaban a Hasele y a cualquier otro trampero que visitaran, tanto como los tramperos consentían en dejarse robar, sabiendo que a su vez serían robados y estafados cuando revendiesen las pieles. El engaño era sólo una técnica de supervivencia, como la de abrigarse con cuidado. El sencillo plan de estos hombres consistía en degollar al recién adquirido inválido apenas estuvieran fuera de la vista de la destartalada casa de Hasele, tirar el cuerpo al ventisquero más próximo, y ocuparse de que sólo la parka, tan bien adornada, y quizá la túnica y los pantalones, llegaran al mercado de Pannoval.

Detuvieron los perros y frenaron el trineo. Uno de ellos preparó una brillante daga de metal y se volvió hacia la figura postrada.

En ese momento, la figura postrada se levantó con un grito, arrojó sobre la cabeza del hombre la piel que lo cubría, le dio una feroz patada en el estómago y corrió furiosamente en zigzag para evitar una posible lanza.

Cuando consideró que estaba suficientemente lejos, se volvió, al amparo de una roca gris, para ver si lo seguían. El trineo ya había desaparecido a la escasa luz. No había rastros de los hombres. No se oía ningún sonido, excepto el silbido del viento del oeste. Estaba solo en ese yermo glacial, unas horas antes de la salida de Freyr.

El horror se apoderó de Yuli. Después de que los phagors llevaran a su padre a los cubiles subterráneos, había errado en el desierto durante días incontables, enceguecido por la falta de sueño y el frío, y hostigado por los insectos. Se había extraviado por completo, y sentía la muerte cerca cuando cayó entre los espinos.

Un poco de comida y descanso le habían devuelto rápidamente la salud. Había permitido que los dos hombres lo cargaran en el trineo no tanto porque confiara en ellos —de ningún modo era así—sino porque ya no podía soportar a esa vieja que insistía en tocarlo de un modo que le disgustaba.

Y ahora, después de ese breve interludio, estaba nuevamente en el desierto, con un viento bajo cero que le pellizcaba las orejas. Pensó una vez más en su madre, Onesa, y en lo enferma que estaba. Cuando la vio por última vez ella tosía, y tenía en los labios una espuma sanguinolenta. Le había echado una mirada espectral mientras él partía con Alehaw. Yuli sólo ahora comprendía qué significaba espectral: ella no esperaba volver a verlo. Y si era ya un cadáver, de nada valía que él intentase volver.

Entonces, ¿qué?

Sólo había una posibilidad de sobrevivir.

Se puso de pie, y con un trote sostenido siguió las huellas del trineo.

Siete grandes perros con cuernos de los llamados asokins tiraban del trineo. La perra que mandaba en el grupo se llamaba Garrona. Colectivamente se los conocía como «el tiro de Garrona». Descansaban diez minutos cada hora; cada dos períodos de descanso recibían el pescado seco y maloliente que se guardaba en un saco. Luego este saco era colocado junto al trineo, y los dos hombres se echaban en él.

Yuli comprendió pronto esta rutina. Se mantuvo prudentemente alejado. Incluso cuando el trineo no estaba a la vista, si no había viento, alcanzaba a percibir el olor de los hombres y los perros. A veces se acercaba para ver cómo se hacían las cosas. Quería saber cómo manejar por sí mismo un tiro de perros.

Después de tres días de marcha continua, en que se concedieron a los asokins descansos más largos, llegaron a casa de otro trampero: una pequeña fortificación de madera, decorada con cornamentas de animales salvajes. Había hileras de pieles secándose al aire. Los hombres permanecieron allí mientras Freyr se hundía en el cielo, y también el pálido Batalix, y el brillante centinela reaparecía en el horizonte. Los hombres gritaban, borrachos, con el trampero, o dormían. Yuli robó unas galletas del trineo y durmió cómodamente envuelto en pieles.

Luego continuaron avanzando.

Hubo otras dos paradas, y varios días de marcha. El tiro de Garrona se encaminaba aproximadamente hacia el sur. Los vientos eran menos fríos.

Por fin fue evidente que se estaban acercando a Pannoval. Las nieblas que parecían alzarse adelante no eran tales, sino rocas macizas.

De la llanura brotaron montañas, con los flancos cubiertos de nieve profunda. La llanura misma se elevó y pronto estuvieron entre las primeras sierras; los dos hombres tenían que caminar junto al trineo, o empujarlo. Y luego aparecieron unas torres de piedra, y unos centinelas, que los detuvieron. También detuvieron a Yuli.

—Estoy siguiendo a mi padre y mi tío —dijo.

—Te has quedado atrás. Te alcanzarán los childrims.

—Lo sé, lo sé. Mi padre quiere reunirse de prisa con mi madre. También yo.

Le indicaron que siguiese adelante, sonriendo porque era tan joven. Por fin, los hombres se detuvieron. Dieron pescado seco a los perros, y los ataron. Buscaron un hueco protegido en la ladera, se cubrieron de pieles, bebieron alcohol y se durmieron.

Apenas oyó que roncaban, Yuli se acercó.

Era necesario matar a los dos hombres casi a la vez. Cualquiera de ellos podía derrotarlo fácilmente en una lucha, de modo que tenía que sorprenderlos. Consideró la posibilidad de apuñalarlos, o romperles la cabeza con una piedra: los dos métodos era arriesgados.

Miró alrededor para cerciorarse de que no lo veían. Sacó una correa del trineo, se acercó a los hombres y la ató al tobillo derecho de uno y al izquierdo del otro, de modo que trabara los movimientos de cualquiera que saltase primero. Los dos roncaban.

Al buscar la correa había visto varias lanzas en el trineo. Quizá habían querido venderlas y no habían podido. No se sorprendió. Alzó una de ellas, la balanceó, y le pareció que no estaba bien equilibrada como arma arrojadiza. Pero tenía una punta bien afilada.

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