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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (42 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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—¿Qué esperas?

—¿Qué espero? —Oyre alzó los ojos y suspiró. Se alisó el pelo mojado y miró los arbustos jóvenes, el cielo, las aves.—No es porque me tenga en muy alta estima. Puedo hacer tan poco… Pero quizá, si me mantengo independiente como Shay Tal, lograré algo.

—No hables así. Necesitas alguien que te proteja. Shay Tal, Vry… no son felices. Shay Tal no ríe jamás, ¿no es verdad? Además es vieja. Yo te cuidaré y te haré feliz. No quiero otra cosa.

Ella se abrochaba la túnica de pieles, mirando los botones y ojales que ella misma había diseñado (para sorpresa del sastre) de modo que fuera más fácil ponerse y quitarse la prenda.

—Oh, Laintal Ay, yo soy tan complicada. Tengo dificultades conmigo misma. Realmente no sé lo que quiero. Querría disolverme y fluir como el agua. Quién sabe de dónde llega y quién sabe adonde va… quizás viene desde el mismo eddre de la tierra… Sin embargo, a mi manera, aunque terrible, te quiero. Oye, hagamos un pacto.

Dejó de ocuparse de la túnica y se irguió sobre él con los brazos en las caderas.

—Haz algo grande y sorprendente, una cosa, una hazaña, y seré tu mujer para siempre. ¿Has comprendido? Una gran hazaña, Laintal Ay, una gran hazaña y seré tuya. Haré todo lo que desees.

Él se incorporó y se apartó un poco, mirándola con atención.

—¿Una gran hazaña? ¿Qué tipo de gran hazaña quieres decir? Por la roca original, Oyre, eres una muchacha muy extraña.

Ella se sacudió el pelo mojado.

—Si yo te lo dijera, ya no sería grande. ¿Lo comprendes? Además, no sé lo que quiero decir. Inténtalo tú… Ya te estás poniendo grueso, como una mujer embarazada…

Él no se movió y se quedó mirándola con la cara endurecida. —¿Cómo, si te digo que te quiero, me devuelves un insulto?

—Me dices la verdad… supongo; y yo te digo la verdad, pero no quería ofenderte. Te lo he dicho con ternura. Has liberado cosas en mí, cosas que no he dicho nunca a nadie. Deseo… no, no puedo decir qué… gloria… Haz algo grande, Laintal Ay, te lo ruego, algo importante, antes de que seamos demasiado viejos.

—¿Como matar phagors?

Ella rió bruscamente con cierta aspereza, entornando los ojos. Por un instante se pareció mucho a Aoz Roon.

—Si eso es lo único que se te ocurre. Pero a condición de que mates un millón.

Él parecía frustrado.

—¿Te imaginas que vales un millón de phagors?

Oyre fingió golpearse con fuerza en la frente, como si se le hubiera aflojado el cerebro.

—No es por mí, ¿no entiendes? Es por ti. Haz algo grande, pero hazlo por ti. Estamos aquí presos en esa granja de que habla Shay Tal… Haz que sea, al menos, una granja legendaria. —El suelo volvió a temblar.

—¡Mira! —dijo él—. La tierra se mueve.

Se enderezaron, ignorándose mutuamente, arrancados de la discusión. Un cielo de bronce se extendía sobre castillos de nubes, que mostraban ahora corazones morados y bordes amarillos. El calor aumentó, y se hundieron en un opresivo silencio, mirando, dándose la espalda.

Un reiterado gorgoteo los llevó a mirar la laguna. La superficie estaba alterada por burbujas que se alzaban, estallaban con un olor a huevos podridos y ensuciaban el agua, clara hasta ese momento. Las burbujas se elevaban cada vez más oscuras y abundantes desde los abismos de la tierra. Una densa niebla invadió la hondonada.

De la laguna brotó un chorro oscuro que se elevó en el aire. Unos glóbulos de barro hirviente mancharon el follaje de alrededor. Los dos humanos huyeron, ella envuelta en una túnica del color del cielo estival.

Un minuto después de que se fueran, la laguna era una masa de bullente líquido negro.

Antes de que llegaran a Oldorando, el cielo se abrió y cayó una lluvia gris y helada.

Mientras trepaban a la gran torre oyeron voces arriba; más alta que todas la de Aoz Roon. Acababa de llegar con los amigos de su propia generación, Tanth Ein, Faralin Ferd y Eline Tal, todos vigorosos guerreros y buenos cazadores. Con ellos estaban sus mujeres, felices con las nuevas pieles de miela, y Dol Sakil, sombría, sentada en el antepecho de la ventana, a pesar de la lluvia. También estaba allí Raynil Layan, vestido con pieles perfectamente secas; se tiraba de la barba hendida y miraba de un lado a otro, sin hablar y sin que le hablaran.

Aoz Roon apenas dedicó una mirada a su hija natural antes de decir a Laintal Ay en tono desafiante: —Has faltado otra vez.

—Por un rato. Fui a inspeccionar las defensas. Yo…

Aoz Roon miró a sus compañeros y dijo, después de una risa breve: —Por el aire que tienes, y por el vestido de Oyre, mal abrochado, sé que has estado inspeccionando bastante más que las defensas. No me mientas, gallito de riña.

Los demás hombres rieron. Laintal Ay enrojeció.

—No soy un mentiroso. Fui a inspeccionar nuestras defensas, pero no tenemos defensas. No hay guardias mientras todos beben en los prados. Oldorando caería ante el ataque de un solo borlienés. Estamos tomando la vida con demasiada facilidad, y no das buen ejemplo.

Laintal Ay sintió en el brazo la mano serena de Oyre.

—Por aquí vienes muy poco —dijo Dol, en tono de reproche, pero fue ignorada, pues Aoz Roon se volvió a los otros y dijo: —Ya veis lo que he de tolerar de estos supuestos lugartenientes. Siempre insolencias. Oldorando está ahora oculta y protegida por la vegetación que crece más cada semana. Cuando vuelva el clima guerrero, que volverá, habrá tiempo para la guerra. Estás tratando de crear problemas, Laintal Ay.

—No es así. Trato de evitarlos.

Aoz Roon se adelantó y se detuvo ante él; la enorme figura negra descollaba sobre la del joven.

—Entonces calla. Y no me des lecciones.

Se oyeron gritos afuera, por encima del ruido de la lluvia. Dol miró por la ventana y avisó que alguien estaba en dificultades. Oyre corrió a reunirse con ella.

—Atrás —gritó Aoz Roon, pero las tres mujeres mayores también se acercaron a la ventana. La habitación se hizo aún más oscura.

—Vamos a ver qué ocurre —dijo Tanth Ein. Empezó a bajar las escaleras, casi bloqueando la puerta trampa con los hombros, seguido por Faralin Ferd y Eline Tal. Raynil Layan permaneció en las sombras, mirando cómo salían. Aoz Roon hizo un movimiento, como si quisiera detenerlos. Al fin se quedó indeciso en el centro de la sombría habitación. Sólo Laintal Ay lo miraba.

Laintal Ay se adelantó y le dijo: —Perdí la serenidad; pero no tenías que haberme llamado mentiroso. Aunque esto no implica que olvides mi advertencia. Es nuestra responsabilidad mantener la ciudad defendida como en otro tiempo.

Aoz Roon se mordió el labio, sin escuchar.

—Recibes tus ideas de esa maldita mujer, Shay Tal.

Habló en tono ausente, con un oído alerta a los ruidos exteriores. A los gritos de antes se unían otros masculinos. También las mujeres de la ventana gritaron mientras se abrazaban unas a otras.

—¡Apártate! —gritó Aoz Roon aferrando con rabia a Dol. Cuajo, el gran mastín amarillo, se puso a aullar.

El mundo danzaba con el tambor de la lluvia. Las figuras debajo de la torre estaban grises. Dos de los tres macizos cazadores alzaban un cuerpo del barro, en tanto que el tercero, Faralin Ferd, intentaba llevar a un lugar protegido a dos ancianas empapadas. Las dos mujeres, que no pretendían estar más cómodas, alzaban los rostros llorosos mientras la lluvia les caía en las bocas abiertas. Eran la mujer de Datnil Skar y una viuda, la tía de Faralin Ferd.

Las dos mujeres habían traído el cuerpo desde la puerta norte, cubriéndolo y cubriéndose de barro en el camino. Cuando los cazadores se irguieron con la carga, se pudo ver el cuerpo. Tenía el rostro deformado y cubierto por una máscara de sangre, que la lluvia no lavaba. La cabeza le cayó hacia atrás cuando los cazadores lo levantaron. La sangre le goteaba aún sobre la cara y las ropas. Le habían mordido el cuello, tan limpiamente como puede morder un hombre un gran bocado de manzana.

Dol empezó a chillar. Aoz Roon la empujó, ocupó con los hombros el espacio de la ventana y gritó a los de abajo: —No lo traigáis aquí.

Los hombres prefirieron no escucharlo. Buscaban el abrigo más próximo. De los parapetos que tenían encima caían chorros de agua de lluvia. Resbalaban en el estiércol con la carga enlodada.

Aoz Roon lanzó un juramento y corrió hacia abajo, seguido por Cuajo. Sobrecogido por el drama, Laintal Ay lo siguió, y luego Oyre, Dol y las demás mujeres, apretujándose en los escalones. Raynil Layan descendió al final, con mayor parsimonia.

Los cazadores y las mujeres arrastraron o escoltaron el cuerpo muerto hasta el establo y lo depositaron sobre la paja. Los hombres se apartaron, secándose los rostros con las manos, mientras debajo del cuerpo aparecía una charca sobre la que goteaba la sangre, y en la que flotaban espiras y trocitos de paja girando como botes que buscan un estuario. Las mujeres, como bultos grotescos, lloraban echadas sobre los hombros de las otras en una pila monumental. Aunque el pelo y la sangre cubrían el rostro del muerto, la identidad era obvia. El maestro Datnil Skar yacía muerto ante ellos, y Cuajo lo olisqueaba.

La mujer de Tanth Ein era bonita y se llamaba Farayl Musk. Estalló en una serie de largos gritos quejumbrosos e irreprimibles. Nadie pensaba que la herida mortal del cuello no fuera la mordedura de un phagor. El modo de ejecución corriente en Pannoval había sido transmitido por Yuli el Sacerdote, y utilizado en las escasas ocasiones en que había sido necesario. En alguna parte, afuera, bajo la lluvia, Wutra aguardaba. Wutra, siempre en guerra. Laintal Ay pensó en la alarmante idea de Shay Tal, para quien Wutra era un phagor. La mente le volvió a un momento anterior de ese mismo día, antes de que viera desnuda a Oyre. Había encontrado a Goija Hin, que llevaba a Myk más allá de la puerta norte. No había dudas sobre quién era responsable de esa muerte; pensó que Shay Tal tendría una nueva pena.

Miró los rostros acongojados que lo rodeaban —y el satisfecho de Raynil Layan— y cobró valor. En voz alta dijo: —Aoz Roon, tú has matado a este buen anciano.

Lo señaló, como si alguno de los presentes pudiese no saber a quién se refería.

Todos los ojos se volvieron al señor de Embruddock, erguido, con la cabeza apoyada en las vigas y el rostro pálido.

—No te atrevas a hablar contra mí —respondió ásperamente—. Una palabra más, Laintal Ay, y te derribaré.

Pero no era posible detener a Laintal Ay. Colérico, dijo: —¿Es éste otro de tus crueles golpes contra el conocimiento, contra Shay Tal?

Los demás murmuraron, inquietos, en el espacio confinado. Aoz Roon dijo: —Esto es justicia. He sabido que Datnil Skar permitía a los extraños leer el libro secreto de la corporación. Está prohibido. Y el justo castigo es hoy, como siempre, la muerte.

—¡Justicia! ¿Esto parece justicia? Un golpe a escondidas, un crimen sigiloso. Todos lo habéis visto. Ha sido como el crimen de…

El ataque de Aoz Roon no fue precisamente inesperado, pero su ferocidad abatió la guardia de Laintal Ay. Devolvió el golpe bailando ante Aoz Roon, negro de furia. Oyó gritar a Oyre. Luego un puño lo alcanzó de lleno en el costado de la mandíbula. Como desde lejos, se vio trastabillar, tropezar contra el cadáver de ropas empapadas y caer impotente sobre el suelo del establo.

Tuvo conciencia de gritos, chillidos, botas que pisoteaban el suelo muy cerca. Sintió puntapiés en las costillas. Hubo una confusión mientras lo alzaban como al otro cuerpo que habían traído, y él trataba de protegerse el cráneo para que no chocase contra la pared, y lo sacaban a la lluvia. Oyó un trueno como un latido gigantesco.

Desde los escalones lo arrojaron al barro. La lluvia cayó sobre su rostro. Mientras estaba allí, extendido, pensó que ya no era el lugarteniente de Aoz Roon. A partir de ese momento, la enemistad que los separaba era manifiesta y visible para todos.

La lluvia seguía cayendo. Cadenas de densas nubes rodaban por el centro del continente. En los asuntos de Oldorando prevalecía una atmósfera de estancamiento.

El distante ejército del joven kzahhn Hrr-Brahl Yprt se vio obligado a detenerse entre las sierras quebradas del este. La tropa prefería una especie de estado de brida antes que afrontar las lluvias.

También los phagors sintieron los temblores de tierra, similares a los que sacudían a Oldorando. En el norte, muy lejos, unos violentos temblores sísmicos turbaban las antiguas fallas de la región de Chalce. A medida que la carga de hielo desaparecía, la tierra se estremecía y se elevaba.

En ese período, el océano que rodeaba Heliconia quedó libre de hielo, aun fuera de la amplia zona tropical, que se extendía desde el ecuador hasta los treinta y cinco grados de latitud norte y sur. La circulación hacia el oeste de las aguas oceánicas determinó una serie de maremotos que devastaron las regiones costeras en todo el globo. Con frecuencia las inundaciones se combinaban con el vulcanismo para alterar las zonas continentales.

Todos estos acontecimientos geológicos eran seguidos por los instrumentos de la Estación Observadora Terrestre, que Vry llamaba Kaidaw. Los datos eran enviados a la Tierra distante. Ningún planeta de la galaxia era observado con más atención que Heliconia.

Se advirtió que los rebaños de yelks y biyelks que habitaban al norte en la llanura de Campannlat disminuían con rapidez; los terrenos donde pastaban estaban amenazados. Por otra parte, se multiplicaban los kaidaws, a medida que el pasto crecía en las tierras litorales, áridas hasta entonces.

En el continente tropical había dos tipos de comunidades phagor: grupos establecidos, sin kaidaws, apegados a la tierra, y grupos nómadas o móviles con kaidaws. El kaidaw era un animal trashumante; pero, además, la búsqueda de forraje imponía a quienes lo habían domesticado un continuo movimiento en busca de nuevos territorios. Por ejemplo, el ejército del joven kzahhn reunía a distintos grupos, numerosos y pequeños, que llevaban una vida nómada y con frecuencia guerrera. La cruzada era apenas una parte de una vasta migración desde el este al oeste de todo el continente, que tardaría décadas en completarse.

El terremoto que provocaba avalanchas de tierra en las cercanías del ejército del kzahhn, señalaba el extremo de un levantamiento de la corteza. Un río alimentado por el deshielo del glaciar de Hhryggt, había sido desviado, abriendo un nuevo valle. El río entró en él y a partir de entonces corrió hacia el oeste y no hacia el norte, como antes.

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