A Tuek no le gustaba la forma en que Stiros hablaba de Sheeana. Tuek había hecho callar finalmente a Stiros con declaraciones efectuadas allí en el Sanctus con su gran altar e imágenes del Dios Dividido. Difusores de rayos prismáticos arrojaban finos haces de resplandor a través del serpenteante incienso de melange contra la doble línea de altas columnas que sostenían en alto el altar. Tuek sabía que sus palabras iban directamente a Dios desde aquel lugar.
—Dios actúa a través de nuestra Siona rediviva —había dicho Tuek a Stiros, observando la confusión en el rostro del viejo consejero—. Sheeana es el recuerdo viviente de Siona, ese instrumento humano que lo trasladó a Él a su actual División.
Stiros se enfureció, diciendo cosas que no se atrevería a repetir ante todo el Consejo. Confiaba demasiado en su larga asociación con Tuek.
—Te digo que ella se sienta aquí rodeada por adultos que intentan justificarse a sí mismos ante ella y…
—¡Y ante Dios! —Tuek no pudo dejar pasar aquellas palabras.
Inclinándose hacia el Sumo Sacerdote, Stiros graznó:
—Se halla en el centro de un sistema educativo orientado a todo lo que exija su imaginación. ¡No le negamos nada!
—Ni deberíamos hacerlo.
Era como si Tuek no hubiera hablado. Stiros dijo:
—¡Cania le ha proporcionado grabaciones de Dar–es–Balat!
—Yo soy el Libro del Destino —entonó Tuek, citando las propias palabras de Dios del tesoro de Dar–es–Balat.
—¡Exactamente! ¡Y ella escucha todas las palabras!
—¿Por qué debería inquietarte esto? —preguntó Tuek en su tono más calmado.
—No hemos probado
su
conocimiento. Ella prueba
el nuestro
!
—Dios debe desearlo así.
No había ninguna duda acerca de la amarga irritación en el rostro de Stiros. Tuek observó aquello y aguardó mientras el viejo consejero esgrimía nuevos argumentos. Las bases de tales argumentos eran, por supuesto, enormes. Tuek no lo negó. Era la interpretación lo que importaba. Era por eso por lo que el Sumo Sacerdote debía ser el intérprete final. Pese a (o quizá a causa de) su forma de ver la historia, los sacerdotes sabían mucho de cómo Dios había acudido a residir en Rakis. Poseían el propio Dar–es–Balat y todo su contenido… la no–cámara más antigua conocida en el universo. Durante milenios, mientras Shai–Hulud transformaba el verdeante planeta de Arrakis en el desierto Rakis, Dar–es–Balat aguardaba bajo la arena. Gracias a aquel Sagrado Tesoro, los sacerdotes poseían la propia voz de Dios, Sus palabras impresas e incluso holofotos. Todo quedaba explicado, y sabían que la superficie desértica de Rakis reproducía la forma original del planeta, su apariencia al principio, cuando era la única fuente conocida de la Sagrada Especia.
—Ella pregunta por la familia de Dios —dijo Stiros—. ¿Por qué debería preguntar por…?
—Nos prueba. ¿Les hemos otorgado los lugares que les corresponde? La Reverenda Madre Jessica a su hijo, Muad'dib, a su hijo, Leto II… el Sagrado Triunvirato de los Cielos.
—Leto III —murmuró Stiros—. ¿Qué hay del otro Leto que murió a manos de los Sardaukar? ¿Qué hay de él?
—Cuidado, Stiros —entonó Tuek—. Sabes lo que mi bisabuelo pronunció acerca de esta cuestión desde este mismo banco. Nuestro Dios Dividido fue reencarnado con parte de Él quedándose en el cielo a través de la Ascendencia. Esa parte de Él quedó entonces sin nombre, ¡como debe serlo la Auténtica Esencia de Dios!
—¿Oh?
Tuek oyó el terrible cinismo en la voz del viejo hombre. Las palabras de Stiros parecieron temblar en el aire cargado de incienso, invitando a un terrible castigo.
—Entonces, ¿por qué ella debe preguntar cómo nuestro Leto fue transformado en el Dios Dividido? —pregunto Stiros.
¿Cuestionaba acaso Stiros la Sagrada Metamorfosis? Tuek se sintió desconcertado. Dijo:
—A su debido tiempo, ella nos iluminará.
—Nuestras débiles explicaciones deben llenarla de decepción —ironizó Stiros.
—¡Estás yendo demasiado lejos, Stiros!
—¿De veras? ¿No crees que es iluminador el que ella pregunte cómo las truchas de arena encapsulan la mayor parte del agua de Rakis y recrean el desierto?
Tuek intentó ocultar su creciente ira. Stiros
representaba
una poderosa facción entre los sacerdotes, pero su tono y sus palabras suscitaban cuestiones que habían sido respondidas por Sumos Sacerdotes hacía mucho tiempo. La Metamorfosis de Leto II había dado nacimiento a incontables truchas de arena, cada una de ellas llevando un Pedazo de El Mismo. De las truchas de arena al Dios Dividido: la secuencia era conocida y venerada. Cuestionar aquello era negar a Dios.
—¡Tú te sientas aquí y no haces nada! —acusó Stiros—. Somos peones de…
—¡Ya basta! —Tuek había oído todo lo que deseaba oír del cinismo de aquel viejo. Envolviéndose en su dignidad, Tuek pronunció las palabras de Dios:
—Nuestro Señor sabe muy bien lo que está en tu corazón. Tu alma tiene suficiente con el día de hoy para cubrir su cuota contra ti. No necesito testigos. No escuchas a tu alma, sino que escuchas a tu ira y a tu irritación.
Stiros se retiró frustrado.
Tras pensar largamente, Tuek se envolvió en su más adecuado atuendo, dorado y púrpura. Acudió a visitar a Sheeana.
Sheeana estaba en el jardín del tejado en la parte superior del complejo central de edificios, con Cania y otras dos personas… un joven sacerdote llamado Baldik, que estaba al servicio privado de Tuek, y una sacerdotisa acólita llamada Kipuna, que se comportaba demasiado como una Reverenda Madre para el gusto de Tuek. La Hermandad tenía sus espías allí, por supuesto, pero a Tuek no le gustaba pensar en ello. Kipuna se había hecho cargo de gran parte del adiestramiento físico de Sheeana, y había nacido una relación de amistad entre la muchacha y la sacerdotisa acólita que despertaba los celos de Cania. Pero ni siquiera Cania, sin embargo, podía oponerse a las órdenes de Sheeana.
Los cuatro permanecían sentados junto a un banco de piedra casi a la sombra de una torre de ventilación. Sheeana estaba creciendo, observó Tuek. Seis años llevaba ya a su cargo. Podía ver los inicios de unos pechos haciendo presión bajo sus ropas. No había un soplo de viento en el tejado, y el aire se notaba cargado en los pulmones de Tuek.
Tuek miró al jardín a su alrededor para asegurarse de que sus disposiciones de seguridad no estaban siendo ignoradas. Uno nunca sabía por qué lado podía aparecer el peligro. Cuatro de los propios guardias personales de Tuek, bien armados pero ocultándolo, compartían el tejado a una cierta distancia… uno en cada esquina. El parapeto que rodeaba el jardín era alto, únicamente las cabezas de los guardias sobresalían de él. El único edificio más alto que aquella torre sacerdotal era la trampa de viento primaria de Keen, aproximadamente a unos mil metros al oeste.
Pese a la visible evidencia de que sus órdenes de seguridad estaban siendo cumplidas, Tuek captó peligro. ¿Estaba Dios avisándole? Tuek se sentía alterado todavía por el cinismo de Stiros. ¿Era un error permitir a Stiros una tal libertad?
Sheeana vio acercarse a Tuek y detuvo los extraños ejercicios de flexión de dedos que estaba realizando siguiendo las instrucciones de Kipuna. Adoptando una actitud de inteligente paciencia, la muchacha se puso silenciosamente en pie con los ojos fijos en el Sumo Sacerdote, obligando a sus compañeros a girarse y a mirar con ella.
Sheeana no consideraba a Tuek como una figura atemorizante. Más bien le gustaba el viejo hombre, pese a que algunas de sus preguntas eran torpes. ¡Y sus respuestas! Completamente por accidente, había descubierto la pregunta que más alteraba a Tuek.
—¿Por qué?
Algunos de los sacerdotes auxiliares interpretaron su pregunta en voz alta como: «¿Por qué crees en esto?» Sheeana captó inmediatamente eso y, a partir de entonces, sus sondeos a Tuek y a los demás adoptaban la forma invariable:
—¿Por qué crees en esto?
Tuek se detuvo a unos dos pasos de Sheeana e hizo una inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, Sheeana. —Frotó nerviosamente su cuello contra el collar de su atuendo. El sol caía caliente sobre sus hombros, y se preguntaba por qué la muchacha prefería estar ahí afuera tan a menudo.
Sheeana mantuvo su inquisitiva mirada clavada en Tuek. Sabía que aquello lo alteraba.
Tuek carraspeó. Cuando Sheeana lo miraba de aquella forma, siempre se preguntaba:
¿Es Dios mirándote a través de sus ojos?
Cania dijo:
—Sheeana ha estado preguntando hoy acerca de las Habladoras Pez.
Con su tono más untuoso, Tuek dijo:
—El Sagrado Ejército de Dios.
—¿Todas ellas mujeres? —preguntó Sheeana. Hablaba como si no pudiera creerlo. Para aquellos en la base de la sociedad rakiana, las Habladoras Pez eran un nombre de la antigua historia, gente exorcizada en los Tiempos de Hambruna.
Está probándome, pensó Tuek. Las Habladoras Pez. Quienes llevaban ahora ese nombre tan sólo tenían una pequeña delegación de comercio–espionaje en Rakis, compuesta tanto por hombres como por mujeres. Sus antiguos orígenes ya no tenían ningún significado en sus actuales actividades, la mayor parte de ellas trabajando como un brazo de Ix.
—Los hombres siempre sirvieron en las Habladoras Pez en calidad de consejeros —dijo Tuek. Observó atentamente para ver cómo iba a responder Sheeana.
—Entonces siempre había los Duncan Idaho —dijo Cania.
—Sí, sí, por supuesto: los Duncan. —Tuek intentó no fruncir el ceño. ¡Aquella mujer siempre estaba interrumpiendo! A Tuek no le gustaba que le recordaran este aspecto de la presencia histórica de Dios en Rakis. El recurrente ghola y su posición en el Sagrado Ejército le hacían recordar a la Bene Tleilax. Pero no podía prescindir del hecho de que las Habladoras Pez habían guardado a los Duncan de todo daño, actuando por supuesto bajo las órdenes de Dios. Los Duncan eran sagrados, sin la menor duda, pero en una categoría especial. El propio Dios había matado a algunos de los Duncan él mismo, obviamente
trasladándolos
inmediatamente a los cielos.
—Kipuna me ha estado hablando de la Bene Gesserit —dijo Sheeana.
¡Cómo estaba avanzando la mente de la muchacha!
Tuek carraspeó, reconociendo su propia ambivalente actitud hacia las Reverendas Madres. Se exigía reverencia a aquellas que eran «Bienamadas de Dios», como la Piadosa Chenoeh. Y el primer Sumo Sacerdote había construido un relato lógico de cómo la Sagrada Hwi Noree, Esposa de Dios, había sido una secreta Reverenda Madre. Honrando esas especiales circunstancias, los sacerdotes sentían una irritante responsabilidad hacia la Bene Gesserit, que se traducía principalmente vendiéndole melange a la Hermandad a un precio ridículamente por debajo del que cargaban los Tleilaxu.
Con su tono más ingenuo, Sheeana dijo:
—Cuéntame acerca de la Bene Gesserit, Hedley.
Tuek miró secamente a los adultos que rodeaban a Sheeana, intentando captar una sonrisa en sus rostros. No sabía cómo tratar a Sheeana cuando ella lo llamaba de aquella forma por su nombre de pila. En un cierto sentido, era degradante. En otro sentido, lo honraba con una tal intimidad.
Dios me prueba dolorosamente
, pensó.
—¿Son buena gente las Reverendas Madres? —preguntó Sheeana.
Tuek suspiró. Todos los informes confirmaban que Dios albergaba reservas acerca de la Hermandad. Las palabras de Dios habían sido cuidadosamente examinadas y sometidas finalmente a la interpretación de un Sumo Sacerdote. Dios no iba a permitir que la Hermandad amenazara su Senda de Oro. Aquello estaba muy claro.
—Muchas de ellas son buenas —dijo Tuek.
—¿Cuál es la Reverenda Madre más próxima? —preguntó Sheeana.
—La de la Embajada de la Hermandad aquí en Keen —dijo Tuek.
—¿La conoces?
—Hay muchas Reverendas Madres en el Alcázar Bene Gesserit —dijo él.
—¿Qué es un Alcázar?
—Así es como llaman a su hogar aquí.
—Debe haber una Reverenda Madre al cargo. ¿La conoces?
—Conocía a su predecesora, Tamalane, pero ésta es nueva. Acaba de llegar. Su nombre es Odrade.
—Es un curioso nombre.
Tuek había pensado lo mismo, pero dijo:
—Uno de nuestros historiadores me ha dicho que es una forma del nombre Atreides.
Sheeana reflexionó sobre aquello.
Atreides
. Esa era la familia que había hecho nacer a Shaitan. Antes de los Atreides había habido tan sólo los Fremen y Shai–Hulud. La Historia Oral, que el pueblo conservaba contra las prohibiciones de los sacerdotes, cantaba las líneas sucesorias de la gente más importante de Rakis. Sheeana había oído aquellos nombres muchas noches en su poblado.
Muad'dib engendró al Tirano.
El Tirano engendró a Shaitan.
Sheeana no sentía deseos de discutir con Tuek acerca de la veracidad de todo aquello. Además, el hombre parecía hoy cansado. Dijo simplemente:
—Tráeme a esa Reverenda Madre Odrade.
Kipuna ocultó una maliciosa sonrisa con su mano.
Tuek retrocedió, asombrado. ¿Cómo podía cumplir con una tal petición? ¡Ni siquiera los sacerdotes de Rakis mandaban sobre la Bene Gesserit! ¿Y si la Hermandad se negaba? ¿Podía ofrecer un regalo de melange a cambio? Eso podía ser tomado como un signo de debilidad. ¡Las Reverendas Madres podían regatear! No había regateadoras más duras que las Reverendas Madres de fríos ojos de la Hermandad. Aquella nueva, aquella Odrade, parecía ser una de las peores.
Todos aquellos pensamientos pasaron por la mente de Tuek en un instante.
Cania intervino, dando a Tuek el enfoque necesario.
—Quizá Kipuna pueda transmitir la invitación de Sheeana —dijo Cania.
Tuek lanzó una rápida mirada a la joven sacerdotisa acólita. ¡Sí! Muchos sospechaban (Cania entre ellos, obviamente) que Kipuna espiaba para la Bene Gesserit. Por supuesto, todo el mundo en Rakis espiaba para alguien. Tuek adoptó su más congraciadora sonrisa mientras hacía una inclinación de cabeza hacia Kipuna.
¡Al menos ella sigue mostrando la adecuada deferencia!
—Excelente —dijo Tuek—. ¿Serías tan amable de trasladar esta graciosa invitación de Sheeana a la embajada de la Hermandad?
—Haré todo lo posible en mis pobres capacidades, mi Señor Sumo Sacerdote.
—¡Estoy seguro de que lo harás!
Kipuna inició un orgulloso giro hacia Sheeana, con el reconocimiento de su éxito creciendo en su interior. La petición de Sheeana había sido ridículamente fácil de prender, utilizando las técnicas proporcionadas por la Hermandad. Kipuna sonrió y abrió la boca para hablar. Un movimiento en el parapeto a unos cuarenta metros detrás de Sheeana captó la atención de Kipuna. Algo resplandecía allí a la luz del sol. Algo pequeño y…