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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (38 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—Tal como es la vida, te mantendría ciertamente ocupado. ¿Cómo lo harías?

—No lo sé —Mark pareció sorprendido por este súbito cambio—. Volaría los laboratorios. Rescataría a los niños.

—Buena táctica, mala estrategia. Simplemente, reconstruirían. Necesitas más de un nivel de ataque. Si imaginaras alguna forma de hacer que el negocio no diera beneficios, se moriría solo.

—¿Cómo?

—Déjame ver… Están los clientes. Gente rica y sin ética. Supongo que difícilmente se los podría persuadir para que elijan la muerte sobre la vida. Un logro médico que ofreciera alguna otra forma de extensión personal de vida quizá los dividiera.

—Matarlos los dividiría también —gruñó Mark.

—Cierto, pero sería poco práctico a la larga. La gente de esa clase suele tener guardaespaldas. Tarde o temprano uno te pillaría y todo se acabaría. Mira, debe de haber cuarenta puntos de ataque. No te atasques con el primero que te venga a la cabeza. Por ejemplo, supongamos que regresas conmigo a Barrayar. Como lord Mark Vorkosigan, podrías esperar amasar con el tiempo una base de poder financiero y personal. Completar tu educación… adecuarte para atacar el problema estratégicamente, no sólo, ah, abalanzarte contra la primera pared con la que te encuentres y, zas.

—Nunca iré a Barrayar —dijo Mark entre dientes.

«Sí, y parece que todas las mujeres con un coeficiente superior de la galaxia están en completo acuerdo contigo… puede que seas más listo de lo que crees.» Miles suspiró entre dientes. «Quinn, Quinn, Quinn, ¿dónde estás?» En el pasillo, la policía cargaba a los últimos asesinos inconscientes en una plataforma flotante. La posibilidad de salir de allí se presentaría pronto, o nunca.

Miles se dio cuenta de que Ivan lo estaba mirando.

—Estás completamente chiflado —dijo, con total convicción.

—¿Qué, no piensas que ya es hora de que alguien se las haga pagar a esos bastardos de Jackson's Whole?

—Claro, pero…

—Yo no puedo estar en todas partes. Pero sí apoyar el proyecto —Miles miró a Mark—, si has acabado de intentar ser yo, claro está.

Mark vio cómo se llevaban a los últimos asesinos.

—Puedes quedártelo. Me extraña que no seas tú quien intenta cambiar de identidad conmigo —miró a Miles con la cabeza ladeada, lleno de renovado recelo.

Miles se echó a reír, dolorosamente. Qué tentación. Tirar su uniforme, meterse en un tubo y desaparecer con una nota de crédito por valor de medio millón de marcos en el bolsillo. Ser un hombre libre… Posó la mirada sobre el sucio uniforme verde imperial de Ivan, símbolo de su servicio. «Eres lo que decides ser… elige otra vez.» No. El hijo más feo de Barrayar elegiría seguir siendo su campeón. No se arrastraría a un agujero para no ser nadie.

Hablando de agujeros, era hora de salir de aquél. Los últimos miembros del comando policial desaparecieron tras la curva del pasillo, tras la plataforma flotante. Los técnicos llegarían de un momento a otro. Sería mejor actuar rápido.

—Es hora de irnos —dijo Miles, desconectando el escáner y recuperando la linterna.

Ivan gruñó aliviado y alargó los brazos para abrir la compuerta. Empujó a Miles para ayudarlo a salir. Miles a su vez le lanzó la cuerda del equipo de rappel, como antes. El pánico inundó el rostro de Mark durante un instante cuando vio a Miles enmarcado en la salida y advirtió por qué él podía ser el último; su expresión se cerró de nuevo cuando Miles hizo bajar la cuerda. Miles recogió la pequeña cámara, la devolvió a su caja y pulsó el comunicador de muñeca.

—Nim, informe de situación —susurró.

—Tenemos ambos vehículos de vuelta en el aire, señor, a un kilómetro tierra adentro. La policía ha acordonado su zona. El lugar está repleto de ellos.

—Muy bien. ¿Alguna noticia de Quinn?

—Ningún cambio.

—Déme sus coordenadas exactas dentro de la torre.

Nim así lo hizo.

—Muy bien. Estoy dentro de la Barrera, cerca de la Torre Seis, con el teniente Vorpatril de la embajada barrayaresa y mi clon. Vamos a intentar salir por la Torre Siete y recoger a Quinn de paso. O al menos —Miles tragó saliva, sintiendo estúpidamente que la garganta se le había agarrotado—, vamos a averiguar qué le ha pasado. Mantenga su actual situación. Naismith fuera.

Se quitaron las botas y tomaron pasillo abajo en dirección sur, pegados a la pared. Miles oyó voces, pero estaban detrás de ellos. La intersección en forma de T estaba ahora iluminada. Miles alzó las manos mientras se acercaban, se arrastró hasta la esquina y se asomó. Un hombre ataviado con un mono de la Autoridad de Mareas y un policía uniformado examinaban la compuerta. Les daban la espalda. Miles indicó a Mark e Ivan que avanzaran. Todos se introdujeron en silencio en la boca del túnel.

Había un policía estacionado en el vestíbulo del tubo elevador en la base de la Torre Siete. Miles, con las botas en una mano y el aturdidor en la otra, hizo una mueca de frustración. Se acabaron sus esperanzas de salir sin dejar rastro.

No podía evitarlo. Tal vez compensaran con velocidad la falta de sigilo. Además, el hombre se interponía entre Miles y Quinn y, por tanto, se merecía su destino. Apuntó con el aturdidor y disparó. El policía se desplomó.

Flotaron tubo arriba. «Este nivel», señaló Miles en silencio. El corredor estaba muy iluminado, pero no había ningún sutil sonido que indicara la presencia de gente cerca. Miles siguió las indicaciones que Nim le había dado y se detuvo ante una puerta cerrada con el rótulo: MATERIALES. Tenía el estómago revuelto. Supongamos que los cetagandanos hubieran preparado una muerte lenta para ella, supongamos que los minutos que Miles había pasado escondido lo significaran todo…

La puerta estaba cerrada. Habían atascado el control. Miles lo rompió, provocó un cortocircuito y abrió la puerta manualmente. Casi estuvo a punto de romperse los dedos.

Ella yacía en el suelo, demasiado pálida y quieta. Miles se arrodilló a su lado. El pulso en la garganta, el pulso en la garganta… lo había. La piel estaba caliente, el pecho subía y bajaba. Aturdida, sólo aturdida. Miró a Ivan que se acercaba ansioso, tragó saliva y controló su respiración entrecortada. Aquélla era, después de todo, la posibilidad más lógica.

16

Se detuvieron en la entrada lateral de la Torre Siete para volver a ponerse las botas. El parque se extendía entre ellos y la ciudad, salpicado de chispas blancas y zonas verdes a lo largo de los paseos iluminados, oscuro y misterioso en la zona intermedia. Miles calculó la carrera hasta los matorrales más cercanos y supuso la situación de los vehículos policiales dispersos por los aparcamientos.

—Supongo que no llevarás tu petaca encima —le susurró a Ivan.

—Si la tuviera la habría vaciado hace horas. ¿Por qué?

—Me preguntaba cómo dar veracidad a tres tipos que arrastran a una mujer inconsciente por un parque a estas horas de la noche. Si rociáramos a Quinn con un poco de coñac, al menos podríamos simular que la llevábamos a casa después de una fiesta o algo así. La resaca provocada por los aturdidores se parece bastante a la de verdad, sería convincente aunque ella se despertara un poco grogui.

—Confío en que tenga sentido del humor. Bueno, ¿qué significa un pequeño desprestigio entre amigos?

—Es mejor que un tiro.

—Uh. De todas formas, no tengo mi petaca. ¿Estamos listos?

—Supongo. No, espera…

Otro coche aéreo se estaba posando en tierra. Civil, pero el policía de guardia en la entrada principal de la torre fue a recibirlo. Un hombre mayor salió del vehículo y corrieron juntos a la torre.

—Ahora.

Ivan cogió a Quinn por los hombros y Mark por los pies. Miles pasó cuidadosamente por encima del cuerpo aturdido del policía que protegía aquella salida y todos cruzaron la acera en busca de cobijo.

—Dios, Miles —jadeó Ivan mientras se detenían en el césped para observar el siguiente tramo—, ¿por qué no te lías con mujeres pequeñitas? Tendría más sentido…

—Vamos, vamos. Sólo pesa lo que una mochila de combate llena. Puedes conseguirlo.

No hubo gritos desde detrás, ningún perseguidor a la carrera. La zona más cercana a la torre era probablemente la más segura. Habría sido examinada y barrida antes, y declarada libre de intrusos. La atención policial estaría concentrada en las inmediaciones del parque. Y tendrían que cruzarlo para alcanzar la ciudad y escapar.

Miles escrutó las sombras. Con tanta luz artificial, sus ojos no se adaptaban tan bien a la oscuridad como hubiese querido.

Ivan le imitó.

—No se ve a ningún poli en los matorrales —murmuró.

—No estoy buscando a la policía.

—¿Entonces qué?

—Mark dijo que un hombre con la cara pintada le disparó. ¿Has visto a alguien con pintura en la cara?

—Ah… tal vez la policía lo cogió antes de que viéramos a los otros.

Pero Ivan miró por encima de su hombro.

—Tal vez. Mark… ¿de qué color era la cara? ¿Qué dibujo llevaba?

—Casi toda azul, con una especie de manchas blancas, amarillas y negras. Un ghem-lord de rango medio, ¿no?

—Un capitán de centuria. Si pretendías hacerte pasar por mí, tendrías que ser capaz de leer las ghem-marcas al dedillo.

—Había tanto que aprender…

—De todas formas, Ivan… ¿de verdad crees que un capitán de centuria, altamente entrenado, enviado desde su cuartel general con un juramento de caza, dejó que un pobre poli de Londres lo sorprendiera y lo aturdiera? Los otros no eran más que soldados corrientes. Los cetagandanos los sacarán más tarde. Un ghem-lord moriría antes que pasar esa vergüenza. Será también un cabroncete persistente.

Ivan puso los ojos en blanco.

—Maravilloso.

Avanzaron un centenar de metros entre árboles, matorrales y sombras. El siseo y el zumbido del tráfico de la principal carretera costera llegaba ahora débilmente. Los pasos subterráneos de peatones estaban sin duda vigilados. La autopista de alta velocidad, protegida por una valla, quedaba estrictamente prohibida al tráfico a pie.

Una caseta de sintarmigón cubierta de lianas y matorrales con la esperanza de ocultar su tosca función, se alzaba cerca del sendero principal que conducía al paso subterráneo. Al principio Miles la consideró una letrina pública, pero una segunda mirada reveló que tenía una única puerta cerrada. Los reflectores que deberían haber iluminado ese lado estaban apagados. Mientras Miles observaba, la puerta empezó a abrirse lentamente. Un arma sostenida por una mano pálida brilló débilmente en la oscuridad. Miles apuntó con su aturdidor y contuvo la respiración. La oscura forma de un hombre se asomó.

Miles resopló.

—¡Capitán Galeni!

Galeni se sacudió como si le hubieran disparado, se agachó, y corrió hacia ellos a cuatro patas. Maldijo entre dientes al descubrir, como había hecho Miles, que los matorrales de adorno tenían espinas. Sus ojos hicieron un rápido inventario del grupito: Miles y Mark, Ivan y Elli.

—Que me zurzan. Todavía están vivos.

—Me estaba preguntando lo mismo acerca de usted —admitió Miles.

Galeni parecía… parecía extraño. Había desaparecido de él la fría tranquilidad que había absorbido sin comentarios la muerte de Ser Galen. Casi sonreía, electrizado por una sensación de júbilo algo desequilibrada, como si se hubiera pasado con alguna droga estimulante. Respiraba de manera entrecortada; tenía la cara magullada, la boca le sangraba. Su mano hinchada sujetaba un arma… la última vez iba desarmado y ahora llevaba un arco de plasma cetagandano. El mango de un cuchillo le asomaba de la bota.

—¿Se ha topado, ah, con un tipo con la cara pintada de azul? —inquirió Miles.

—Oh, sí —dijo Galeni, con cierta satisfacción.

—¿Qué demonios le ha pasado, señor?

Galeni habló en un rápido susurro.

—No encontré una entrada a la Barrera cerca de donde le dejé. Divisé eso de allí —indicó la caseta—, y supuse que tal vez habría algún túnel de tuberías de fibra óptica o de agua que condujese hasta la Barrera. Casi acerté. Hay túneles por todo el parque. Pero me confundí bajo tierra y, en vez de salir en la Barrera, acabé en una portilla del paso de peatones bajo la autopista del canal. ¿Y adivina a quién encontré allí?

Miles sacudió la cabeza.

—¿A la policía? ¿Los cetagandanos? ¿Barrayareses?

—Caliente, caliente. Era mi viejo amigo y homólogo en la embajada cetagandana, el ghem-teniente Tabor. La verdad es que tardé un par de minutos en darme cuenta de qué hacía allí. Actuaba como refuerzo en el perímetro exterior para los expertos enviados por el cuartel general. Lo mismo que habría hecho yo de no estar —Galeni hizo una mueca— confinado en mis habitaciones.

»No se alegró de verme —continuó—. No imaginaba qué hacía yo allí. Ambos fingimos contemplar la luna, mientras yo miraba el equipo que había metido en su vehículo de tierra. Puede que me creyera; creo que pensó que estaba borracho o drogado. —Miles se abstuvo amablemente de observar: «Comprendo por qué.»—. Pero entonces empezó a recibir señales de su equipo y tuvo que deshacerse rápidamente de mí. Me disparó con un aturdidor, lo esquivé… no me dio de lleno, pero me tumbé fingiendo estar más tocado de lo que estaba y escuché su conversación con el escuadrón de la torre mientras esperaba una oportunidad de invertir la situación.

»Recuperaba la sensibilidad de la parte izquierda del cuerpo cuando apareció su amigo azul. Su llegada distrajo a Tabor, y salté sobre ambos.

Miles alzó las cejas.

—¿Cómo demonios consiguió hacer eso?

Galeni flexionó las manos mientras hablaba.

—No lo sé del todo —admitió—. Recuerdo haberlos golpeado… —miró a Mark—. Fue agradable tener un enemigo claramente definido para variar.

Miles supuso que había descargado sobre ellos todas las tensiones acumuladas durante la última semana y en esa enloquecida noche. Miles ya había sido testigo de arrebatos de salvajismo.

—¿Siguen vivos?

—Oh, sí.

Miles decidió que lo creería cuando tuviera la oportunidad de comprobarlo con sus propios ojos. La sonrisa de Galeni era alarmante, con aquellos dientes enormes brillando en la oscuridad.

—Su coche —dijo Ivan impaciente.

—Su coche —coincidió Miles—. ¿Sigue allí? ¿Podemos llegar a él?

—Tal vez —respondió Galeni—. Ahora hay al menos una patrulla de la policía en los túneles. Los he oído.

—Tendremos que correr el riesgo.

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