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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (32 page)

BOOK: Hijo de hombre
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19

Más nervioso y febril que en la base, el jaleo del asedio repercutía en la isleta de samuhúes y quebrachos, donde funcionaba el puesto de comando divisionario, en la retaguardia de Boquerón. Grandes ampollas de aire parecían reventar a ratos, muy hondo en la tierra, propagando un oleaje sísmico que hacía temblar los colgajos de polvo. De pronto arreciaba el crepitar de la fusilería y de las automáticas marcando detrás del monte la imprecisa línea de batalla. Entre los árboles, las empalizadas de los tucas vomitaban y tragaban agitadas siluetas que se atropellaban sonámbulas a pleno día.

Cerca de la picada de acceso, la macilenta romería de los evacuados desparramaba sus desechos, que esperaban el improbable momento de ser transportados a la base o de ser devueltos a las líneas, según el ritmo de apuro y la voracidad del combate. «¡Aquel a quien le sobre una pata y un brazo, puede seguir bailando en el cerco!…», parecía ser la consigana. Los que aún podían mantenerse en pie cargaban, por las dudas, sus impedimentas.

Al oír un ronquido de motores, se incorporaron como movidos por un resorte. El camión de Cristóbal Jara estaba entrando en la hondonada. Las sombras andrajosas se abalanzaron sobre el camión y le cerraron el paso, a riesgo de ser aplastadas. Cristóbal no tuvo más remedio que detener la marcha. Saltó y procuró inútilmente contener a los espectros embrutecidos por la sed que se disputaban el grifo. Gamarra también fue arrollado por la avalancha. Al aparecer los restantes camiones, muchos se lanzaron hacia ellos, para ser los primeros. Un oficial con el brazal de la policía militar se acercó corriendo, seguido por un piquete. Pistola en mano, se abrió paso a empellones y gritando como un energúmeno:

—¡Atrás…, atrás! ¡En fila! ¡A ponerse en fila!

El caño de la pistola y las culatas de los fusiles de los
yaguáperö
[8]
, caían con golpes secos sobre las hirsutas cabezas. Poco a poco, lograron su propósito. Los grupos que se apeñuscaban y forcejeaban ante los picos, cedieron y se retiraron a regañadientes. Jara se aproximó al oficial.

—¡Este aguatero no es para la línea, mi teniente! ¡Voy en misión especial!

—¡Salga de aquí entonces! —bramó el otro.

Jara subió y enderezo en dirección a los refugios. Gamarra trotó renqueando tras el camión. Salu’í tenía los ojos vacíos.

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—¡A formar! ¡En fila! ¡Primero los heridos!… —seguía vociferando el oficial y corriendo de un lado a otro para acabar de imponer el orden.

Jaqueada por las culatas, la columna se formó desordenadamente. Entonces el oficial mandó repartir la ración de agua. Medio jarro de agua por cabeza. Vigilaba alerta y severo la distribución recorriendo la fila. Los de atrás estiraban hacia él los pescuezos, las ansiosas y demacradas facciones. La fila era cada vez más larga.

—¡Basta! —dijo de pronto el oficial con el brazo en alto—. ¡Los demás esperen en sus unidades! ¡El resto del agua se va a mandar a la línea! ¡Veo que tienen todavía el pie bastante duro! ¡Pueden ir a pelear!

Un ronco clamor, casi animal, brotó a lo largo de toda la fila. Algunos dejaban escapar estrangulados sollozos. Uno cayó de rodillas y golpeó la tierra con los puños, clamando entre dientes:

—¡No aguanto más…, no aguanto más! —lloraba sangre; se levantó y se alejó tambaleando hacia el bosque.

Rota a trechos, la cola de sedientos permanecía sin embargo en la espera obcecada del agua, masticando un sordo y lastimero rumor, aplastados estúpidamente por la desesperación. El oficial los ahuyentó con ademanes y gritos, cada vez más exasperados.

—¡Rompan filas…, he dicho! ¡Se acabó el agua! ¡Vayan a sus unidades, si quieren su ración!

Los proveedores llenaban febrilmente sus latas. Las ensartaban en palos y con los extremos sobre sus hombros, se marchaban encorvados por el peso, salpicando tornasolados chorritos.

El soldado que se dejó caer de rodillas y luego se metió en el monte, regresó abriéndose paso entre los remolones y se presentó al oficial.

—Quiero agua, mi teniente. Estoy herido… —le mostró la mano vendada en un jirón de camisa, que traía enganchada de un dedo en el botón de la chompa.

—¿Dónde te heriste? —clavó en él los ojos desconfiados.

—En la línea, mi teniente… —trataba de simular firmeza, indignada honradez.

—¡Estabas hace un rato en la fila!

—¡No…, mi teniente! ¡Me herí en la línea!

—¡A ver!… —le arrancó el ensangrentado pingajo.

El boquete abierto en carne viva tenía los bordes ahumados de pólvora.

—¡Miserable…, cobarde! —lo tumbó de una patada—. ¡Te hubieras encajado el tiro en el mate de una vez!

El soldadito se arrastró gimoteando, con la cara aplastada contra el suelo, como si quisiera meterse bajo tierra.

—¡Llévenlo!

Los
yaguá-perö
se abalanzaron sobre él, colmilludos y empapados.

21

Frente al tuca de la intendencia, Cristóbal Jara recibía las últimas instrucciones.

—¡Elementos de sanidad, ni qué hablar! —protestó el intendente—. ¡Los puestos frontales no dan más! ¡Es inútil pedirles nada!

—Llevo un camillero —dijo Cristóbal, después de vacilar levemente, señalando a Salu’í, sentada en el camión.

—Conténtese con eso. Yo buscaré un reemplazante para el sargento Aquino. Es una gran pérdida para nosotros…, justo en estos momentos. ¡Vaya no más! Él le ayudará a llegar —dijo señalando un hombre esquelético—. Sargento Mongelós, indíquele el camino de su batallón. ¡Y buena suerte!

El esqueleto harapiento y descalzo se cuadró.

Al pasar por la linde del bosque, vieron que estaban fusilando a un hombre.

22

Así estaban rodando ahora rumbo al destacamento aislado en tierra de nadie. Librados a su propia suerte. La tierra se levantaba detrás y seguía al camión con sus tolvaneras, tapándole el regreso como un muro.

El esqueleto llamado Mongelós tendía el brazo en la dirección de una ruta inexistente, cuyo itinerario llevaba él pirograbado en los nervios resecos, y por esa ruta avanzaba el camión a los tumbos, pechando malezas, tunales, médanos llameantes, bajo el sol blanco que martillaba los sesos desde un cielo combado sobre el desierto como una chapa de cinc.

El baqueano y Gamarra iban hamacándose sobre los cajones de nafta y comestibles, asegurados a soga en los costados de la carrocería; el tanque, bien cubierto por dos cueros vacunos que buscaban protegerlo de la evaporación y servían a la vez de pontones en los arenales.

Monte y desierto. Desierto y monte. Y ese bordoneo incesante y enorme que basculaba contra la piel, porque no podía caber en los tímpanos, agrietando el recuerdo mismo del oído. Los cañones se callaban al caer la noche, pero el zumbido seguía y seguía, el trémolo del inmenso gualambau cuya cuerda era la tierra resquebrajada, tensa en el arco del horizonte. Dejaron incluso de percibir el ruido del motor.

En el vidrio azogado de polvo, Salu’í contemplaba a ratos la cara fantasmal de Cristóbal. Si lo miraba de costado era distinto, era otro, con el duro perfil y los ojos de moho, tendidos hacia adelante, inventariando las más mínimas probabilidades de marcha.

Más allá de ese rostro vio de repente que unas borrosas siluetas saltaban sobre el camión.

Una veintena de soldados gesticulaban y gritaban con las bayonetas centelleantes. Los rotosos verdeolivos dejaban ver su origen.

—¡Altoo…! —aullaron frenéticos, acorralando amenazadoramente al camión.

Con un brusco viraje, Cristóbal intentó eludirlos. Se cerraron aún más. Se agachó entonces para recoger el mosquetón. Uno de los atacantes se abalanzó sobre él y le asentó un puntazo que le atravesó la mano, haciéndole soltar el arma.

—¡
Peyeí tajhasá
!
[9]
—rugió de indignación, sin detener la marcha culebreante.

Pero en ese momento reventaron los neumáticos a bayonetazos. El camión se detuvo en seco. En el bandazo, la tapa del tanque saltó entre los cueros y un grueso chorro se proyectó por la banderola, empapando las espaldas de Cristóbal y Salu’í.

Sobre la carrocería, Mongelós y Gamarra también ya estaban inmovilizados por varias bayonetas que apuntaban sus costillas. Un montón de semblantes terrosos forcejeaba ante el grifo derrochando inútilmente el agua. Era como una escena de violación y el agua, el cuerpo desnudo de la mujer que se escapaba gimiendo entre los muslos y las caras bestiales de los hombres. Ningún poder, salvo la muerte, hubiera podido arrancarlos de esa faena enloquecida.

—¡Cobardes! ¡No saben morir como hombres…, en sus puestos! —gritó Cristóbal en un estallido de rabia. Pero su grito se perdió en el ronco jadear de los violadores.

En un rasgo desesperado de humor, Gamarra trató de ironizar la situación, escondiendo su pánico. Con un dedo apartó la bayoneta que le hincaba el costado, diciendo al que la empuñaba:

—¡No me hagas cosquillas, compí! ¡Tomen despacio! ¡No se apuren! ¡Si total para ustedes no más trajimos el agua!

El convulso sarambí seguía ante el pico, como un hozar de chanchos en un chiquero. Algunos trataban de llenar sus caramañolas, amenazándose e insultándose mutuamente.

Salu’í trató de restañar la mano herida de Cristóbal, que goteaba como un espiche. Él se la arrebató con furia, de la misma manera que la había arrebatado a la bayoneta. Sólo más tarde, cuando los asaltantes retrocedieron de espaldas al monte, sin dejar de apuntarlos con sus fusiles y se desbandaron, desvaneciéndose finalmente en la maraña, iba a permitirle que se la vendara. De seguro ya en ese momento habría vislumbrado lo que luego iba a hacer.

23

El camión hundido en el espartillar sobre las ruedas desinfladas, parecía aún más pequeño y chato. Sólo su sombra había crecido y se alargaba hacia atrás. El sol, ahora rojo, se estaba enterrando a medias en el horizonte caldeado.

—Voy a volver con Gamarra para traer cámaras de repuesto —propuso Mongelós.

—No —dijo Jara, contemplando atentamente el espartillar.

—¿Y eso, Kiritó? —preguntó Gamarra señalando las ruedas.

—Vamos a rellenar las cubiertas con espartillo —dijo Cristóbal, como si hubiera ordenado dar viento a las gomas en una estación de servicio.

Pusieron manos a la obra afanosamente. Con el entripado de espartillo atacaban la cubierta y la volvían a calzar en la llanta. Salu’í segaba y acarreaba las brazadas de la dura y elástica gramínea. Cristóbal trabajaba dificultosamente por la herida. La sangre empapaba el vendaje en el esfuerzo. Se sacó entonces del bolsillo el sombrero de Aquino y se enguantó con él la mano. Salu’í se acercó y se lo aseguró a la muñeca. Le ofreció otra vez la pastilla de coagulante, que ahora también aceptó e ingirió.

Gamarra y Mongelós retiraron los gatos. Cristóbal subió al camión y puso en marcha el motor. El baqueano se le acercó.

—Ahora no podemos seguir…

—Ya sé. Voy a meterlo en el monte.

Puso en marcha el camión y lo condujo hasta la parte más espesa, ya invadida de sombras. Las ruedas chirriaban con sus nuevos neumáticos. Gamarra las señaló con un visaje.

—Nos debe sus zapatos
okaichipá

La noche cerró por completo sobre el camión estacionado en la espesura. Y el monótono, inaudible vibrato. Poco después el arco de la luna menguante apareció sobre el bosque, filtrando una tenue claridad.

Era la primera detención, ahora forzosa, en la marcha, luego de dos días de ayuno y sin sueño. Gamarra sacó su ración de fierro e invitó a Mongelós.

—¡A ranchear!

Se sentaron los dos junto al camión y empezaron a devorar ávidamente las galletas duras como guijarros y la carne enlatada. Sus bocas hacían un ruido de todos los demonios. Cristóbal sacó su avío y lo compartió con Salu’í. Después se levantó, trajo un poco de agua del grifo en una lata de aceite y la distribuyó a medio jarro para cada uno. Él no bebió.

—¿No vas a tomar? —le preguntó Salu’í.

—No.

—Yo no tengo sed —le dijo ella, tendiéndole su jarro.

—Yo tampoco…

Se miraron con una expresión indefinible. El rostro de Cristóbal por primera vez pareció ablandarse y humanizarse.

De pronto oyeron a Gamarra, que decía invisible al otro:

—¡Nuestra última cena! ¡Qué rica es!

—Para mí es como la primera —dijo el baqueano.

Salu’í y Cristóbal sonrieron.

—Duerman —dijo éste, levantándose—. Yo voy a hacer el primer turno.

Salu’í les convidó con sus cigarritos y subió a la cabina. Gamarra y Mongelós hicieron una limpiada con el machete junto al camión, y se tendieron sobre sus mantas.

—Lo único que falta es que venga ahora una yarará a acostarse conmigo —se chanceó Gamarra, prendiendo el cigarrito.

Mongelós encendió el suyo y se quedaron callados.

—Parece que esta guerra va a ser larga —dijo Gamarra, cuando ya parecía que se había quedado dormido.

—Recién comienza.

—Para nosotros ya está acabando.

—Puede ser… —consistió el baqueano, sin muchas ganas.

—¡Lejos hemos venido a nuestro velorio! —suspiró Gamarra.

—Y así no más tiene que ser.

Las puntitas rojas de los cigarros se movían sobre las caras oscuras.

—Recuerdo allá en Sapukai, de Mongelós. Formamos una parte una montonera. La revolución reventaba ya por todos lados. Pero nos descubrieron. Mandaron a la caballería de Paraguarí y nos agarraron a toditos… A toditos los que no habíamos muerto en el tiroteo del estero. Kiritó fue el único que se escapó. Por un milagro. Y ahora está aquí también. Ojalá que vuelva a escapar de esta hecha. Y nosotros con él… ¿Ayepa, Monge?

—Dormí y soñá con eso. Mediometro… Algo es algo… —le volvió la espalda y se cubrió la cabeza con un extremo de la manta.

La uña luminosa rascaba el vidrio y lo hacía chispear como si algunos muãs se hubieran pegado al polvo.

Cristóbal regresó de su recorrido y subió al camión. Los otros roncaban abajo.

—¿Te duele la herida?

—No.

—¿Querés fumar?

—No tengo tabaco.

—Yo tengo…

Sacó uno de los últimos cigarritos que le diera Juana Rosa, raspó un fósforo contra el vidrio y lo prendió. Le dio algunas chupadas hasta que el filete rojo se perfiló en la punta, y se lo pasó.

—¡Qué extraño que estemos juntos esta noche, en tu camión!

—¿Por qué extraño?

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