Hijos de la mente (18 page)

Read Hijos de la mente Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Hijos de la mente
13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Andrew. Despierta —dijo ella bruscamente, pues su contacto siempre había bastado para despertarlo y esta vez no fue suficiente. El continuó boqueando en busca de aire, sin abrir los ojos.

El hecho de que estuviera dormido la sorprendió. No era un anciano todavía. No daba cabezadas por la mañana. Y sin embargo allí estaba, tendido a la sombra del campo de croquet del monasterio cuando le había dicho que iba a buscar agua para ambos. Y por primera vez a ella se le ocurrió que no estaba echando una cabezada, sino que debía de haberse caído; debía de haberse desplomado, y el hecho de que estuviera boca arriba, a la sombra, con las manos sobre el pecho, le hizo creer que se había tumbado en aquel sitio. Algo iba mal. No era un viejo. No debería estar tumbado de aquella forma, faltándole el aire.


Ajuda-me!
—exclamó ella—.
Me ajuda, por favor, venga agora!

Su voz se alzó hasta que, contra su costumbre, se convirtió en un grito, un sonido frenético que la asustó aún más. Su propio grito la aterraba.


Êle vai morrer! Socorro!

Va a morir, eso era lo que se oyó decir.

Y en el fondo de su mente, comenzó otra letanía: yo lo traje a este lugar, al duro trabajo de este sitio. Es tan frágil como los demás hombres, su corazón no es menos débil. Le hice venir aquí por mi propia búsqueda egoísta de la santidad, de la redención y, en vez de salvarme a mí misma de la culpa por las muertes de los hombres que amo, he añadido otro a la lista; he matado a Andrew igual que maté a Pipo y Libo, o que nada hice por salvar a Esteváo y Miro. Se está muriendo y otra vez es por culpa mía, siempre culpa mía, haga lo que haga provoco muertes, la gente que amo tiene que morir para escapar de mí.
Mamãe, Papae
, ¿por qué me dejasteis? ¿Por qué pusisteis la muerte en mi vida desde que era una niña? Nadie a quien yo amo puede quedarse.

Esto no sirve de nada, se dijo, obligando a su mente consciente a apartarse de la familiar salmodia de la culpa. No ayudará a Andrew que me sumerja de nuevo en una culpa irracional.

Al oír sus gritos, varios hombres y mujeres acudieron corriendo desde el monasterio, y algunos desde el jardín. Momentos después llevaron a Ender al edificio mientras alguien corría en busca de un médico. Algunos se quedaron con Novinha, pues su historia no les era desconocida, y sospechaban que la muerte de otro ser querido sería demasiado para ella.

—No quería que viniera —murmuraba—. Él no tenía que venir.

—No es estar aquí lo que le ha hecho enfermar —dijo la mujer que la sostenía—. La gente enferma sin que sea culpa de nadie. Se pondrá bien, ya lo verás.

Novinha oyó las palabras, pero en lo más profundo de sí no las creyó. En aquel profundo rincón sabía que todo era por su culpa, que el mal se extendía desde las oscuras sombras de su corazón y se desparramaba por el mundo envenenándolo todo. Llevaba dentro de su corazón una bestia que devoraba la felicidad. Incluso Dios deseaba que muriera.

No, no, eso no es verdad, dijo en silencio. Sería un terrible pecado. Dios no me quiere muerta, no por mi propia mano, nunca por mi propia mano. No ayudaría a Andrew, no ayudaría a nadie. No ayudaría, sólo lastimaría. No ayudaría, sólo…

Entonando en silencio su mantra de supervivencia, Novinha siguió el cuerpo jadeante de su marido hasta el monasterio, donde quizá la santidad del lugar expulsara de su corazón las ideas de autodestrucción. Ahora debo pensar en él, no en mí. No en mí. No en mí.

6. LA VIDA ES UNA MISIÓN SUICIDA

«¿Hablan entre sí

los dioses de diferentes naciones?

¿Hablan los dioses de las ciudades chinas

con los antepasados de los japoneses?

¿Con los señores de Xibalba?

¿Con Alá? ¿Yahvé? ¿Visnú?

¿Hay alguna reunión anual

donde comparan a sus adoradores mutuos?

Los míos inclinan la cara sobre el suelo

y siguen por mí las vetas de la madera, dice uno.

Los míos sacrifican animales, dice otro.

Los míos matan a cualquiera que me insulte, dice

un tercero.

Ésta es la pregunta que más a menudo me planteo:

¿Hay alguno que honradamente pueda alardear

de que sus adoradores obedezcan sus buenas leyes,

y se traten unos a otros amablemente,

y vivan vida generosa y sencilla?»

de Los susurros divinos de Han Qing jao

Pacífica era un mundo tan diverso como cualquiera, con sus zonas templadas, casquetes polares congelados, junglas tropicales, desiertos y sabanas, estepas y montañas, lagos y mares, bosques y playas. No era un mundo joven. Después de más de dos mil años de presencia humana, todos los nichos que los hombres podían ocupar estaban llenos. Había grandes ciudades y vastas cordilleras, aldeas entre zonas de granjas y estaciones de investigación en los emplazamientos más remotos, arriba y abajo, al norte y al sur.

Pero el corazón de Pacífica había estado formado siempre, y seguía estándolo, por las islas tropicales del océano que llamaban Pacífico en honor del mar más grande de la Tierra. Los habitantes de estas islas vivían, no exactamente a la antigua usanza, sino con el recuerdo de las antiguas costumbres que todavía componían el fondo de todos los sonidos y el contorno de todas las vistas. Aquí todavía se bebía el sagrado kava en las antiguas ceremonias. Aquí los recuerdos de los antiguos héroes se conservaban vivos. Aquí los dioses todavía hablaban al oído de hombres y mujeres sabios. Y si sus cabañas de hierba tenían frigorífico y ordenador conectado a la red, ¿qué más daba? Los dioses no otorgan dones extraños. El truco era encontrar un modo de dejar que las cosas nuevas entraran en la vida de uno sin destrozarla.

Había muchos en los continentes, en las grandes ciudades, en las granjas, en las estaciones de investigación… había muchos que tenían poca paciencia con los interminables dramas (o comedias, dependiendo del punto de vista) que tenían lugar en esas islas. Y desde luego los habitantes de Pacífica no eran solamente los polinesios. Había allí todo tipo de razas, todo tipo de culturas; se hablaban todas las lenguas, o eso parecía. Sin embargo, incluso los detractores buscaban en las islas el alma del mundo. Incluso los amantes del frío y la nieve peregrinaban (probablemente lo llamaban pasar las vacaciones), a las costas tropicales. Arrancaban la fruta de los árboles, surcaban los mares en canoas primitivas, sus mujeres iban con los pechos desnudos y todos metían los dedos en el pudín de taro y con los dedos pringosos arrancaban la carne a los peces. Los más blancos, los más delgados, los más elegantes se llamaban a sí mismos pacificanos y hablaban en ocasiones como si la antigua música del lugar resonara en sus oídos, como si las viejas historias hablaran de su propio pasado. Hijos adoptivos, eso eran; y los verdaderos samoanos, tahitianos, hawaianos, tonganos, maorís y fijianos sonreían y los dejaban sentirse bienvenidos, aunque esta gente que siempre iba con prisas, haciendo reservas y mirando el reloj, no sabía nada de la auténtica vida a la sombra del volcán, al socaire de la barrera de coral, bajo el cielo moteado de loros, dentro de la música de las olas contra el arrecife.

Wang-mu y Peter llegaron a una parte moderna, civilizada y occidentalizada de Pacífica, y una vez más, preparadas ya por Jane, encontraron nuevas identidades esperándolos. Eran funcionarios de carrera del Gobierno entrenados en su planeta natal, Moskva, que pasaban un par de semanas de vacaciones antes de comenzar su trabajo como burócratas en alguna oficina del Congreso en Pacífica. Necesitaban saber poco de su supuesto planeta natal. Sólo tenían que mostrar sus papeles para conseguir un avión que los sacara de la ciudad donde supuestamente habían sido transportados desde una lanzadera recién llegada de Moskva. El vuelo los llevó a una de las islas más grandes del Pacífico, y no tardaron en mostrar de nuevo sus papeles para conseguir alojamiento en un hotel turístico de una sofocante costa tropical. No hicieron falta papeles para coger un barco que los llevara a la isla donde Jane les dijo que debían ir. Nadie les pidió su identificación. Pero nadie estaba tampoco dispuesto a aceptarlos como pasajeros.

—¿Por qué van allí? —preguntó un voluminoso barquero samoano—. ¿Qué asunto les trae?

—Queremos hablar con Malu en Atatua.

—No lo conozco —dijo el barquero—. No sé nada de él. Deberían intentar ir con alguien que sepa en qué isla está.

—Ya se lo hemos dicho —respondió Peter—. En Atatua. Según el atlas no está lejos de aquí.

—He oído hablar de ella, pero nunca he ido allí. Vayan a preguntarle a otro.

Lo mismo les sucedió una y otra vez.

—¿Te das cuenta de que no quieren visitantes
papalagi
allí? —le dijo Peter a Wang-mu en la puerta de su habitación—. Estos tipos son tan primitivos que no sólo rechazan a ramen, framlings y utlannings. Apuesto a que ni siquiera un tongano o un hawaiano pueden ir a Atatua.

—No creo que sea un problema racial, sino religioso. Creo que están protegiendo un lugar sagrado.

—¿Qué prueba tienes de eso? —preguntó Peter.

—Porque no nos odian ni nos temen. No hay ira velada contra nosotros, sólo alegre ignorancia. No les importa nuestra presencia, simplemente consideran que no pertenecemos a un lugar santo. Sabes que nos llevarían a cualquier otro sitio.

—Tal vez —dijo Peter—. Pero no pueden ser tan xenófobos, o Aimaina no se habría hecho tan buen amigo de Malu ni le habría enviado un mensaje.

Peter ladeó un poco la cabeza para escuchar a Jane.

—Oh —comunicó—. Jane nos ahorraba un paso. Aimaina no envió un mensaje a Malu, sino a una mujer llamada Grace. Pero Grace fue a Malu y por eso Jane supuso que bien podríamos ir directamente a la fuente. Gracias, Jane. Me encanta tu intuición.

—No seas desagradable con ella —dijo Wang-mu—. Se enfrenta a un plazo límite. La orden de desconexión podría llegar en cualquier momento. Naturalmente, quiere darse prisa.

—Creo que debería abortar esa orden antes de que nadie la reciba y apoderarse de todos los malditos ordenadores del universo —dijo Peter—. Meter la nariz en ellos.

—Eso no los detendría. Sólo los aterraría aún más.

—Mientras tanto, no vamos a contactar con Malu subiendo a un barco.

—Entonces encontremos a esa Grace —dijo Wang-mu—. Si ella puede hacerlo, entonces es posible que un extranjero tenga acceso a Malu.

—Ella no es extranjera, sino samoana. También tiene un nombre samoano, Teu 'Ona, pero ha trabajado en el ámbito académico y es más fácil tener un nombre cristiano, como ellos lo llaman. Un nombre occidental. Grace es el nombre que esperará que usemos, según dice Jane.

—Si recibió un mensaje de Aimaina, sabrá de inmediato quiénes somos.

—No lo creo —dijo Peter—. Aunque Aimaina nos mencionara, ¿cómo iba ella a creer que la misma gente pueda estar en su mundo ayer y en este mundo hoy?

—Peter, eres un positivista consumado. Tu confianza en la razón te vuelve irracional. Claro que creerá que somos la misma gente. Aimaina también estará seguro. El hecho de que viajáramos de un mundo a otro en un solo día simplemente les confirmará lo que ya creen: que nos han enviado los dioses.

Peter suspiró.

—Bueno, mientras no intenten sacrificarnos a un volcán o algo así, supongo que no es malo ser dioses.

—No juegues con esto, Peter. La religión está unida a los sentimientos más profundos de la gente. El amor que surge de esa olla hirviente es el más dulce y el más fuerte, pero el odio es el más caliente, y la furia la más violenta. Mientras los extranjeros se mantengan apartados de sus lugares sagrados, los polinesios son pacíficos; pero si penetras la luz del fuego sagrado, ten cuidado, porque no hay ningún enemigo más implacable ni brutal.

—¿Has estado contemplando vids otra vez? —preguntó Peter.

—Leyendo —dijo Wang-mu—. De hecho, he leído algunos artículos escritos por Grace Drinker.

—Ah. Ya la conocías.

—No sabía que fuera samoana. No habla de sí misma. Si quieres saber de Malu y su lugar en la cultura samoana de Pacífica (tal vez deberíamos llamarlo Lumana'i, como ellos), tienes que leer algo escrito por Grace Drinker, o a alguien que la cite, o a alguien que la rebata. Tenía un artículo sobre Atatua, y por eso me topé con su obra. Y ha escrito sobre el impacto de la filosofía del Ua Lava sobre el pueblo samoano. Imagino que la primera vez que Aimaina estudió el Ua Lava leyó algunas obras de Grace Drinker, y que luego le escribió para hacerle preguntas y así empezó la amistad. Pero su conexión con Malu no tiene nada que ver con el Ua Lava. Él representa algo más antiguo, de antes del Ua Lava, pero el Ua Lava aún depende de ello, al menos en su tierra natal.

Peter la miró fijamente unos instantes. Ella notó que la reevaluaba y decidía que era inteligente después de todo, que podría de algún modo ser útil. Bueno, bien por ti, Peter, pensó Wang-mu. Qué listo eres que al final te das cuenta de que tengo una mente analítica además de la intuitiva, gnómica y mántica que decidiste era lo único para lo que servía.

Peter se levantó de su asiento.

—Vamos a verla. Y a citarla. Y a discutir con ella.

La Reina Colmena permanecía inmóvil. Había acabado de poner huevos por ese día. Sus obreras dormían en la oscuridad de la noche, aunque no era la oscuridad lo que las detenía en las profundidades de la cueva que era su hogar. Más bien era su necesidad de estar a solas con su mente, de descartar los miles de distracciones de los ojos y los oídos, los brazos y las piernas de sus obreras. Todas ellas requerían su atención para funcionar, al menos de vez en cuando; pero también le hacían falta todos sus pensamientos para escrutar su mente y recorrer todas las redes que los humanos le habían enseñado a considerar como ‹filóticas›. El padre-árbol pequenino llamado Humano le había explicado que, en uno de los idiomas de los hombres, tenían que ver con el amor. Las conexiones del amor. Pero la Reina Colmena sabía algo más. El amor era el salvaje acoplamiento de los zánganos. El amor eran los genes de todas las criaturas pidiendo ser copiados, copiados, copiados. El enlace filótico era otra cosa. Había en él un componente voluntario; si la criatura era verdaderamente inteligente podía ser leal a lo que quisiera. Esto era algo más grande que el amor, porque creaba algo más que descendencia aleatoria. Allí donde la lealtad unía a las criaturas, éstas se convertían en algo más grande, algo nuevo, entero e inexplicable.

Other books

Until You by Bertrice Small
A Midsummer Night's Dream by Robert Swindells
Frozen Fear by H. I. Larry
The Bone Yard by Paul Johnston
Dead Mech by Jake Bible