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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (33 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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—Parece que no os gusta vuestro juego —dijo tranquilamente Sydney—. ¿Jugáis?

—Creo, señor —dijo el espía humildemente volviéndose hacia el señor Lorry—, que puedo apelar a un caballero de vuestros años y de vuestra benevolencia, para que haga desistir a este otro caballero de jugar la carta de que acaba de hablar. Admito que soy espía y que no es oficio digno, aunque alguien ha de desempeñarlo; pero ese caballero no lo es y no ha de descender hasta convertirse en tal.

—Jugaré mi carta, señor Barsad —dijo Carton mirando su reloj —sin el menor escrúpulo, dentro de muy pocos minutos.

—Había esperado, señores —dijo el espía tratando de envolver en la conversación al señor Lorry—, que por respeto a mi hermana…

—Lo mejor que puedo hacer en favor de vuestra hermana —dijo Sydney Carton— es librarla cuanto antes de semejante hermano.

—¿Lo creéis así, señor?

—Estoy perfectamente convencido de ello.

Era evidente que el espía estaba asustado y, notándolo Carton, añadió:

—Y ahora que se lo mejor, tengo la impresión de que en mi juego hay otra carta excelente, que todavía no he nombrado. ¿Quién era el individuo que hablaba con vos en la taberna y que también parece ser espía?

—Francés, no le conocéis.

—Francés, ¿eh? —dijo Carton como para, sí mismo—. Es posible.

—Os lo aseguro, aunque eso es lo de menos —añadió el espía.

—Aunque eso es lo de menos —repitió Carton maquinalmente, aunque eso es lo de menos. No, no tiene importancia alguna. Sin embargo, conozco aquella cara.

—Estoy seguro de que no. No puede ser —replicó el espía.

—No puede ser —repitió distraídamente Carton, llenando nuevamente la copa que, por fortuna, era pequeña—. Habla bien el francés, pero con acento extranjero.

—Es de provincias —insinuó el espía.

—¡No, es extranjero! —exclamó Carton convencido ya.

—¡Es Cly! Desde luego disfrazado, pero él sin duda alguna. Lo vi hace ya algún tiempo en Old Bailey.

—Os engañáis completamente, señor —dijo el espía sonriendo—, y eso me da alguna ventaja sobre vos. Cly, que fue mi compañero, murió hace ya algunos años. Lo cuidé en su última enfermedad. Fue enterrado en Londres, en la parroquia de San Patricio. La impopularidad de que gozaba me impidió asistir a su entierro, pero ayudé a meterlo en el ataúd.

En aquel momento el señor Lorry observó una sombra que se movía a lo largo de la pared, y, buscando su origen, vio que era la del señor Roedor, cuyo cabello estaba más erizado que nunca.

—Vamos a ponernos en razón —dijo el espía—. Para demostraros cuán equivocado andáis, voy a mostraros el certificado de defunción del pobre Cly, que, por casualidad, llevo conmigo —dijo apresurándose a sacar el documento—. Aquí está. Miradlo bien, que no es falso.

El señor Lorry observó que se alargaba la sombra de la pared y el señor Roedor se levantó y se acercó a los que hablaban. Tocó al espía en el hombro y dijo secamente:

—¿De manera que fuisteis vos quien puso en el ataúd a maese Roger Cly?

—Sí.

—¿Quién lo sacó, pues, del ataúd?

—¿Qué queréis decir? —preguntó el espía tartamudeando.

—Quiero decir que no estuvo nunca en el ataúd. ¡No! ¡Me apuesto la cabeza a que nunca estuvo allí encerrado!

El espía se volvió hacia los dos caballeros, que estaban muy asombradas por las palabras de Jeremías Roedor.

—Os digo —prosiguió éste— que el ataúd solamente contenía piedras y tierra, pero no un cadáver. ¡No me vengáis a mí con la historia de que enterrasteis a Cly! Fue un engaño. Lo sé yo y lo saben dos amigos míos.

—¿Cómo lo sabéis?

—¡Qué os importa! ¡Hace tiempo que os la tengo jurada por el engaño de que hicisteis víctimas a unos honrados menestrales! ¡Por menos de media guinea sería capaz de estrangularos!

Sydney Carton que, como el mismo señor Lorry, estaba asombradísimo ante la intervención de Jeremías, rogó a éste que se moderase y que se explicara.

—Ya lo haré en otra ocasión, señor —contestó evasivamente—. Lo que repito que ese Cly no estuvo nunca enterrado. ¡Que se atreva ese tuno a repetirlo y le quitaré las ganas de mentir!

—¡Caramba! —exclamó Carton—. Aquí tengo otro triunfo, señor Barsad. Os será imposible en una ciudad que se halla en circunstancias tan especiales como ésta, sobrevivir a mi denuncia, toda vez que estáis en relación con otro espía aristocrático, de los mismos antecedentes vuestros y que, por colmo, está rodeado del misterio de haber fingido su muerte o de haber resucitado. Eso se parece a una conspiración de dos extranjeros contra la República. Es un triunfo magnífico… que equivale a la Guillotina. ¿Jugáis?

—No —contestó el espía—. Me rindo. Confieso que llegué a ser tan odiado por las turbas que me vi obligado a salir de Inglaterra para no morir ahorcado y que Cly estaba en tan crítica situación que no habría salido con vida a no ser por este engaño. Lo que me maravilla es que ese hombre esté enterado de ello.

—No os preocupéis de mí —contestó el señor Roedor—. Bastante tenéis que hacer prestando atención a este caballero.

El espía se volvió a Sydney Carton y le dijo:

—He de volver a prestar mi servicio y no puedo entretenerme. Me anunciasteis una proposición. ¿Cuál es? Os advierto que será inútil pedirme demasiado. Si me exigís algo que ponga en peligro mi cabeza, preferiré correr los riesgos de la denuncia antes que consentir en lo que me pidáis. No olvidéis que si creo que me conviene os denunciaré, tratando de librarme de mi perdición como pueda, sin reparar en los medios. ¿Qué queréis de mí?

—Poca cosa. ¿Sois carcelero en la Conserjería?

—Tomad nota de que es completamente imposible facilitar una evasión.

—No necesitáis advertirme acerca de una cosa que no os he pedido. ¿Sois carcelero en la Conserjería?

—A veces.

—¿Podéis serlo en el momento en que os convenga?

—Puedo entrar y salir cuando quiero.

—Hasta ahora hemos hablado en presencia de estos señores, para que no quedase ignorado de ellos el valor de las cartas que poseo. Venid ahora a esa habitación y cambiaremos unas palabras a solas.

Capítulo IX

Hecho el juego

M
ientras Sydney Carton y Barsad estaban en la vecina estancia hablando tan quedo, que no se oía una sola de sus palabras, el señor Lorry miraba a Jeremías con la mayor desconfianza. El señor Roedor no estaba tranquilo, pues se daba cuenta de la aproximación de la tormenta.

—Venid aquí, Jeremías —ordenó el señor Lorry.

El llamado obedeció y el anciano le preguntó:

—¿Qué más habéis sido, aparte de mensajero del Banco?

Después de alguna vacilación, el señor Roedor pareció haber hallado la respuesta y dijo:

—Me dedicaba a trabajos agrícolas.

—Me parece —replicó el señor Lorry— que habéis usado de la respetabilidad del Banco Tellson como de una pantalla para ocultar ocupaciones criminales e infames. Si no me equivoco, no esperéis el perdón cuando regresemos a Inglaterra ni que guarde el secreto, pues Tellson no debe ser engañado.

—Espero, señor —contestó avergonzado el señor Roedor—, que después de haber envejecido a vuestro servicio, no os resolveréis a perjudicarme, aunque fuese cierto lo que sospecháis. ¿Creéis que un hombre podría enriquecerse aprovechando los desperdicios de los empresarios de pompas fúnebres, o con lo que no querrían los sacristanes ni los vigilantes de los cementerios, todos ellos capaces de cualquier cosa para ganar algo? No, no, señor Lorry, es un oficio que no da nada.

—¡Uf! —exclamó el señor Lorry

—Me da horror el veros.

—Lo que quisiera rogaros, señor Lorry —replicó el señor Roedor con mayor humildad todavía—, lo que quiero pediros, por lo que más queráis, es que, si habéis de destituirme, deis el cargo que yo desempeñaba en el Banco a mi hijo para que pueda cuidar de su madre, y dejadme a mí que excave cuanto quiera. Esto es lo que quiero pediros, y debo añadir que si antes hablé, lo hice en favor de una causa buena.

—Eso es verdad —contestó el señor Lorry—. Callad ahora. Aun es posible que siga siendo vuestro amigo si me mostráis vuestro arrepentimiento con actos, no con palabras.

En aquel momento entraron nuevamente en la estancia Sydney Carton y el espía.

—Adiós, señor Barsad —dijo el primero—. Quedamos de acuerdo. No debéis temer nada de mí.

Se sentó al lado del señor Lorry, el cual le preguntó qué había hecho.

—Poca cosa. Si las cosas se ponen malas para nuestro amigo, podré ir a verle una vez.

El señor Lorry mostró su desencanto.

—No he podido hacer más. Pedir demasiado sería poner en peligro a ese hombre y, como antes ha dicho, ya no podría ocurrirle nada peor si le denunciara. Este es el punto flaco de la cuestión.

—Pero el poder verle —observó el señor Lorry— no servirá para salvarle.

—Nunca dije que lo conseguiría.

El señor Lorry miró al fuego. Aquella nueva desgracia acaecida a Carlos lo había anonadado. El pobre hombre no era ya más que un anciano agobiado por el pesar.

—Sois un hombre excelente y un verdadero amigo —dijo Carton con alterada voz—. Perdonadme si he observado que estáis afectado. No habría podido ver llorar a mi padre y permanecer indiferente, y os aseguro que no respeto menos vuestro dolor de lo que habría respetado el suyo.

Era tal la emoción que traicionaban sus palabras, que el señor Lorry, que desconocía su lado bueno, se asombró. Le tendió la mano y Carton la estrechó afectuosamente.

—Volviendo ahora al pobre Carlos —dijo Carton—, creo que no debéis decir a su esposa lo que hemos tratado aquí. No le habléis tampoco de mí, pues dadas las circunstancias ni siquiera iré a verla y lo que pueda hacer por ella lo realizaré mejor no viéndola. ¿Vais a visitarla ahora?

—Sí.

—Me alegro. Os quiere mucho. ¿Cómo está la pobre?

—Desde luego se siente muy desgraciada, pero está tan hermosa como siempre.

Carton profirió una exclamación que más bien parecía un sollozo y se quedó mirando el fuego tristemente.

—¿Habéis terminado ya vuestra misión, señor? —preguntó Sydney Carton.

—Sí. Como os decía ayer noche, cuando llegó tan inesperadamente Lucía, he hecho ya cuanto podía hacerse. Esperaba dejar a nuestros amigos sanos y salvos y marcharme. Tengo el pasaporte despachado y ya estaba dispuesto a volver a Inglaterra.

Hubo un silencio entre ellos y Carton dijo luego:

—Larga ha sido ya vuestra vida, señor Lorry.

—En efecto, voy a cumplir setenta y ocho años.

—Habéis sido siempre útil, siempre estuvisteis ocupado y gozasteis de la confianza y del respeto de todos.

—Me dediqué a los negocios desde mi primera juventud.

—Y ahora ocupáis un lugar envidiable. ¡Cuántos os echarán de menos cuando lo dejéis vacante!

—Soy un solterón —contestó el señor Lorry meneando la cabeza— y nadie llorará por mí.

—¿Cómo podéis decir eso? ¿No llorará
ella
?

—Sí, a Dios gracias. Es verdad.

—Si esta noche pudierais deciros que en vuestra larga vida no pudisteis conquistar el amor, el afecto o la gratitud de nadie y que nada hicisteis bueno o servicial digno de ser recordado, vuestros setenta y ocho años os parecerían setenta y ocho maldiciones, ¿verdad?

—Eso sería, efectivamente.

Sydney volvió nuevamente los ojos al fuego y después de corto silencio, añadió:

—Deseo preguntaros otra cosa. ¿Os parece muy lejana vuestra infancia?

—Hace veinte años, sí —contestó el señor Lorry—, pero ahora, no. A medida que me acerco al final de mi vida, me parece como si estuviera a punto de terminar el recorrido de un círculo y que estoy más cerca del principio. Con frecuencia me parece ver de nuevo a mi pobre madre, ¡tan linda y tan joven! y me acuerdo de cosas ocurridas en mi vida, cuando el mundo no me parecía tan verdadero ni habían arraigado en mí las faltas.

—Os comprendo perfectamente —dijo Carton—, y estos recuerdos seguramente os hacen mejor de lo que sois.

Ayudó al señor Lorry a ponerse el gabán, en tanto que éste le decía:

—Vos, en cambio, sois muy joven.

—Sí, pero el camino de mi juventud va la ancianidad.

—¿Vais a salir?

—Os acompañaré hasta su casa. Ya sabéis que soy un vagabundo y me gusta andar errante por las calles. Pero no hay cuidado. Mañana por la mañana me dejaré ver de nuevo. ¿Iréis al tribunal?

—Sí, por desgracia.

—Yo asistiré también, pero confundido entre él público. Mi espía me reservará sitio. Dadme el brazo.

Salieron a la calle y pocos minutos después el anciano llegaba a su destino. Carton lo dejó y se alejó unos pasos, mas cuando la puerta de la casa estuvo nuevamente cerrada, se acercó a ella para tocarla.

—Muchas veces ha salido por ella para ir a la prisión y habrá pisado estas piedras.

Voy a seguir sus pasos.

Eran las diez de la noche cuando llegó ante la prisión de La Force, donde ella estuvo centenares de veces. Un aserrador, después de cerrar su tienda, estaba fumando una pipa ante la puerta.

—Buenas noches, ciudadano —dijo Carton deteniéndose ante él.

—Buenas noches, ciudadano.

—¿Cómo marcha la República?

—Si te refieres a la Guillotina, no va mal. Hoy, sesenta y tres. Pronto llegaremos al centenar. A veces Sansón y sus hombres se quejan de estar derrengados. Es un tipo muy curioso ese Sansón ¡un barbero estupendo!

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