Read Historia universal de la infamia Online
Authors: Jorge Luis Borges
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurante de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos
sachems
de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman… Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo quiso atender y que Monk demostró su capacidad demoliendo con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención y la desmayó de un mazazo. "¡Me faltaba una marca para cincuenta!", exclamó después.
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para organizar fechorías y los particulares también. He aquí sus honorarios: 15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero. A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras que posterga el derecho internacional) lo puso enfrente de Paul Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto. Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de agosto del novecientos tres.
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del
Elevated
. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto y el tiroteo consiguiente creció a batalla de incontados revólveres. Desde el amparo de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos, y eran el centro de un despavorido horizonte de coches de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Colt en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla? Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato de cien revólveres los iba a aniquilar en seguida; segundo (creo) la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor, parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la policía y dos la rechazaron. A la primer vislumbre del amanecer el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos de gravedad, cuatro cadáveres y una paloma muerta.
Los políticos parroquiales, a cuyo servicio estaba Monk Eastman, siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas, o aclararon que se trataba de meras sociedades recreativas. La indiscreta batalla de Rivington los alarmó. Citaron a los dos capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en la boca, la diestra en el revólver y su vigilante nube de pistoleros alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos. Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez años de cárcel.
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing Sing, los mil doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El 8 de setiembre de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El 9 resolvió participar en otro desorden y se alistó en un regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más bravos que la guerra europea.
El 25 de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman amaneció en una de las calles centrales de Nueva York. Había recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad.
La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar mejicanos".
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los
Swamp Angels
(Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el
Dago
—el
Diego
— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice
2
. "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —ostentosamente.
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el
cowboy
; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.