Historias desaforadas (17 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

BOOK: Historias desaforadas
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—¿Qué pasa?

—Usted es el joven Rugeroni.

El que habló no era vigilante, sino el comisario Baldasarre, que había entrado en el escritorio por la puerta que daba al cuarto contiguo. Rugeroni repitió su pregunta.

El comisario Baldasarre era un hombre corpulento, cetrino y a juzgar por la traza, abúlico, negligente, poco dado al aseo. Parecía cansado, atento únicamente a encontrar un sillón donde echarse. Lo encontró, suspiró, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ahora se diría que miraba el vacío, con ojos inexpresivos pero benévolos. Contestó:

—Justamente, lo estaba esperando para hacerle esa misma pregunta.

Rugeroni se dijo: «Todavía va a resultar que sospecha de mí». Contestó con otra pregunta:

—¿Se puede saber por qué me esperaba?

El comisario suspiró de nuevo, se desperezó, respondió sin apuro. Estaba al tanto de que todas las mañanas Rugeroni concurría al chalet para tomar clases y había pensado que, por tener ese trato cotidiano y familiar con el profesor, a lo mejor podía contarle algo que orientara la pesquisa.

Más tranquilo sobre la situación personal, Rugeroni se inquietó por el profesor. No pudo averiguar nada, porque el comisario lo interrumpió:

—Si lo interpreto —dijo—, usted vino esta mañana a tomar clase, como siempre.

Los ojos del comisario se habían encapotado.

—Como siempre —repitió Rugeroni, mientras se preguntaba si el comisario se había dormido—, aunque mi estado de ánimo es muy especial.

—¿Por qué? ¿Algún presentimiento?

—De ningún modo. Estoy un poco arrepentido. Quiero pedir disculpas. El señor Melville me ha hecho un gran honor. Me comunicó una teoría suya recién inventada o entrevista, y yo se la refuté con petulancia. Como oye: con petulancia.

Los ojos del comisario despertaron, se movieron en un rápido relumbrón y se fijaron, como en una presa, en Rugeroni.

—¿No pasó nada más? ¿La disputa subió de tono? ¿Se fueron a las manos?

—¿Cómo se le ocurre? El profesor me refirió una teoría, por la que se podía averiguar la verdadera índole de nuestros sentimientos, mediante su confrontación con una rata que hay en la casa.

El comisario abrió la boca. Un poco después habló:

—Créame, joven Rugeroni, no entiendo palabra. Mejor dicho: una palabra, sí. Rata. No deja de interesar que sea usted quien la emplea y con referencia al hecho ocurrido.

—¿Cuál es el hecho?

—Le prevengo que si usted pretende desviar hacia una rata la investigación, ni yo, ni el fiscal, ni el juez, le hacemos caso. Punto uno: está probado que no hay ratas en la casa. Punto dos: no hay rata en el mundo capaz de dar tales dentelladas.

—¿De qué dentelladas me habla?

—De las que provocaron la muerte del occiso.

—¿El occiso? ¿Quién es el occiso? No me diga que le pasó algo al profesor.

—Y usted no me diga que está asombrado. Nuestra presencia acá ¿no le sugiere nada? El repartidor del mercadito se encontró a primera hora, cuando llegó al chalet, con un espectáculo verdaderamente dantesco y corrió a llamarnos. Le informo, para su gobierno, que las dentelladas en cuestión corresponden a un animal mucho más grande que una rata. Grande, por lo menos, como usted.

Los ojos del comisario se detuvieron en la protuberante dentadura de Rugeroni. Éste, para ocultarla, apretó los labios, en una reacción instintiva.

—¿Está acusándome? ¿Por qué haría yo semejante monstruosidad?

—No está probado que la hiciera. Conocemos tal vez la chispa que provocó el incendio: una disputa sobre futesas. Veamos ahora el móvil; ¿sabía usted que el profesor le dejaba la casa, para que la habitara con su novia?

—¿De dónde saca eso?

—Del propio testamento del profesor. Lo encontramos en la mesa de luz. —El comisario continuó en tono de conversación amistosa.

—¿Van a instalarse acá?

—Por nada del mundo, después de lo que pasó…

—¿Después de lo que pasó? —El comisario Baldasarre volvió a un tono de interrogatorio.

—¿No era que no sabía lo que pasó?

—Usted me lo dijo.

—¿Qué motivos tiene para no mudarse?

—Por lo menos uno: la rata. No quiero vivir con la rata. Antes dudaba de su existencia. Ahora, no.

—En la casa no hay ratas ni alimañas de ninguna especie. El cabo, un reputado especialista que trabajó en grandes empresas desratizadoras, revisó la casa, cuarto por cuarto, centímetro por centímetro. No descubrió nada.

—¿Nada?

—Nada. En cambio si yo descubriera el por qué y el cómo (una suposición), debería preguntarle a mi sospechoso si tiene una coartada.

—Ahora soy yo el que no entiende.

—Le estoy preguntando con quién estuvo anoche.

—¿Con quién iba a estar? Con mi novia.

5. UNA MAÑANA, UN TIEMPO DESPUÉS

Se ocupaban en distribuir sus pocas pertenencias por cuartos y roperos, cuando alguien llamó a la puerta. Era Baldasarre. Con mal disimulado sobresalto, Rugeroni preguntó:

—Comisario, ¿qué lo trae por acá?

Baldasarre fijó los ojos, primero en la muchacha, después en su interlocutor. Eran ojos despiertos, pero afables.

—El deseo, nomás, de reanudar el trato de buenos vecinos que alguna vez, por razones profesionales, me vi penosamente obligado a interrumpir.

Fingiendo coraje, observó Rugeroni:

—Hasta el punto de sospechar de uno de sus buenos vecinos…

—Pero cuando supe que le respaldaba la coartada una persona tenida en tal alto concepto como la señorita, hoy señora, Marisa, me dije que no valía la pena insistir. Dirigí, sin perder un instante, mis cañones sobre el repartidor del mercadito, sospechoso más indefenso y, por eso, más maleable, mucho más maleable. Todo inútil. Pasé horas amargas. Yo soy un hombre a la antigua. Entre nosotros le confieso que si me impiden la picana y el cepo, haga de cuenta que tengo las manos atadas. Comprendí que en tales condiciones no quedaba opción. La única salida ética era la renuncia.

—¿Renunció?

—Renuncié. De modo que ya no hay que decirme comisario, sino Baldasarre, a secas. Aprovecho la oportunidad para comunicarle que he adquirido el fondo de comercio del mercadito, de manera que espero no sólo tenerlos de amigos, sino también de clientes. Claro que ustedes no notarán nada, porque el repartidor es el mismo. Ya les dije. Me considero un hombre a la antigua, que se encariña con la gente y con la rutina. No quiero cambios.

Rugeroni preguntó:

—¿Un cafecito?

—Me van a perdonar. Estoy visitando a la clientela. No alcanza el tiempo. Otro día será. ¿Se encuentran a gusto en el chalet?

—Muy a gusto.

—Digan después que el comisario no tenía razón.

—¿En qué? —preguntó Marisa.

—¿En qué va a ser? En que no hay ratas. Menos mal que le bastó una semana para convencerse.

—Yo no las tengo todas conmigo —dijo en broma, Rugeroni.

—Hombre de poca fe —dijo Marisa.

—Muerto el perro se acabó la rabia —dijo el comisario.

Caminando con soltura, aunque estaban abrazados, lo acompañaron hasta la galería. Lo vieron alejarse, con la bicicleta. Cuando entraron en el chalet y cerraron la puerta, oyeron un rumor inconfundible.

ADOLFO BIOY CASARES, (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Debe, además, parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Éste lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.

Bioy nació en Buenos Aires y fue el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los 11 años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años) y, naturalmente, el español. En 1932, Victoria Ocampo le presenta a Jorge Luis Borges, quien en adelante será su gran amigo y con quien escribirá en colaboración varios relatos policiales bajo diversos seudónimos, el más conocido de los cuales fue el de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casa con la hermana menor de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora y pintora.

Entre sus premios y distinciones destacan la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,1 el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994 Sus restos descansan en el Cementerio de la Recoleta.

Novelas

La invención de Morel (1940). Plan de evasión (1945). El sueño de los héroes (1954.) Diario de la guerra del cerdo (1969). Dormir al sol (1973). La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985). El perjurio de la nieve (1945). Un campeón desparejo (1993). De un mundo a otro (1998).

Colecciones de relatos

La trama celeste (1948). Historia prodigiosa (1956). Guirnalda con amores (1959). El lado de la sombra (1962). El gran serafín (1967). El héroe de las mujeres (1978). Historias desaforadas (1986). Una muñeca rusa (1990). Una magia modesta (1997).

Ensayos

La otra aventura (1968). Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970). Diccionario del argentino exquisito (1971). Diccionario de palabras que no deberíamos utilizar. De jardines ajenos: libro abierto (1997), recopilación de frases, poemas, y miscelánea diversa, editada en colaboración con Daniel Martino De las cosas maravillosas (1999).

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