Holocausto (34 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
10.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se detuvo junto al tablero de dibujo de Frey y, mirándole con intensidad, murmuró:

—Estas pinturas son una colección de embustes.

Frey quedó de nuevo silencioso. Luego dijo a María:

—Vigila desde la ventana. Habremos de comenzar ya la educación de nuestros dos aprendices.

Tan pronto como María se colocó de vigilancia junto al gran ventanal, Frey retiró de su mesa una tabla y sacó un rollo de dibujos. Los desenrolló y los sujetó por las esquinas.

—Aquí formamos un grupo más bien ecléctico —informó a Karl y a Felsher—. Lo que habéis visto ahí tiene un estilo, acaso romántico, pero también trabajamos con realismo, comentario social, si os parece mejor.

La primera obra era un dibujo a pluma… siniestro, aterrador, llamado «Condenados». Tres cuerpos colgaban de unas horcas. Hombres de la SS permanecían junto a ellos mirándolos con malignidad. El segundo se llamaba «El último viaje»… un dibujo a lápiz de un vagón cargado de féretros, todos ellos marcados con la estrella de David.

—¿Tuyo? —preguntó Karl.

—De todos nosotros.

María dijo desde la ventana:

—El comandante. Y un grupo de inspección.

Frey enrolló de nuevo los dibujos y los volvió a colocar en el espacio entre la tabla suelta y la de dibujo.

Segundos después entraban el comandante de la SS, un austríaco llamado Rahm y dos civiles. Éstos, por lo que María puede recordar, pertenecían a la Cruz Roja Internacional… acaso suizos, Rahm, el jefe de la SS, preguntó dicharachero.

—¿Y cómo se encuentran hoy mis artistas?

Todos se cuadraron, contestando Frey en nombre del grupo.

—Muy bien, Herr comandante. Todos ocupados.

Rahm miró resplandeciente a sus invitados.

—Estos caballeros pertenecen a la Cruz Roja. Han oído hablar de nuestro programa de arte ampliado, de nuestros creativos pintores y han querido visitar el estudio. Un auténtico taller, ¿no es así, caballeros? No se le puede calificar exactamente de cámara de tortura como la Prensa judía sigue insistiendo en los Estados Unidos. Frey, muestre a nuestros visitantes esos retratos de niños.

Karl y Felsher observaron cómo Frey mostraba algunos dibujos al pastel. Los niños parecían ángeles y no los hambrientos, sucios chiquillos, a la búsqueda de mendrugos que Karl había visto afuera.

—¡Delicioso! —declaró uno de los suizos—. Realmente encantador.

Helena y yo nos encontrábamos en lo que los guerrilleros rusos, en especial los judíos, llamaban «un campo de familia».

Comunidades enteras habían huido a los bosques, ancianos, jóvenes, niños y toda aquella gente que eran líderes natos como el tío Sasha.

Vivían en auténtica comunidad, compartiendo, manteniendo intactas dentro de lo posible las unidades familiares, ocupándose de los viejos y los ancianos y tratando de organizar cierto tipo de resistencia frente a los alemanes.

El campo del tío Sasha era uno de los más famosos. El número de su población oscilaba de ciento a ciento cincuenta personas. Vivían en chozas, tiendas, en cualquier tipo de vivienda que pudiera construirse apresuradamente y derribarlas con facilidad. Siempre se encontraban en movimiento con el fin de mantenerse fuera del alcance, tanto de los alemanes como de las bandas de guerrilleros cristianos, que eran capaces de matar a cualquier judío extraviado sin la menor vacilación. (Al parecer, Helena y yo habíamos sido afortunados en nuestro encuentro). El ambiente en una casa de familia siempre me pareció como algo fantasmal, como envuelto en bruma. La gente cuando hablaba, si es que lo hacía, hablaba en voz baja. No se oía toda la charla ruidosa, el chismorreo, las discusiones tan características de las comunidades judías.

Aquella gente había sido testigo de espantosos crímenes contra sus familias y amigos; no tenían tiempo para discutir entre sí ni para ocuparse de cosas triviales.

Sólo algunos niños parecían inmunes a aquel cambio de carácter. Jugaban a la pelota, se gastaban bromas unos a otros, corrían alrededor de las fogatas o las chozas de esa forma inconsciente en que se comportan los niños.

Helena y yo entablamos amistad con la pareja joven, Yuri y Nadya, que acompañaban al tío Sasha el día en que nos encontraron. Habían tenido una tienda de material fotográfico en una aldea ucraniana, vieron cómo mataban a todos sus parientes y se habían negado, al igual que nosotros, a acudir a la convocatoria para presentarse en un «campo de trabajo» y en su lugar habían huido al bosque.

Cierta noche, después de comer, nuestro sencillo yantar de avena y patatas (los alimentos teníamos que comprarlos corriendo un grave riesgo a granjeros ucranianos, que en cualquier momento podían denunciarnos), observamos a algunos hombres orando algo alejados de las chozas. Uno de los guerrilleros era un rabino llamado Samuel, un hombre más bien joven, con un rostro alargado y triste.

Observé que el tío Sasha no se unía a ellos. Permanecía sentado con uno de sus hombres estudiando cuidadosamente un mapa garrapateado de las zonas, planeando algún tipo de incursión. Ahora disponíamos de tres fusiles, todos ellos robados a los gendarmes locales, pero necesitábamos muchos más antes de que nos fuera posible atacar a los alemanes.

—¿Quién es? —pregunté.

—¿Sasha? —replicó a su vez Yurí—. Es un médico.

—Bromeas. ¿Dónde tiene su clínica?

Me asaltó el recuerdo de mi padre… la casa de Groningstrasse, la sala de espera, el olor del alcohol desinfectante con el que mi padre se lavaba las manos. Y la forma tan cariñosa que tenía de tomar el pulso o de palpar los tobillos rotos con la misma destreza que el entrenador de un equipo. Y sus pesados pasos subiendo las escaleras; su voz siempre amable y considerada.

—Aún es capaz de extirpar un apéndice. Y con un cuchillo de cocina. Desde que estamos aquí, ha traído al mundo a dos niños.

—¿Y el rabino?

—Samuel Mishkin. Es de la misma aldea que Sasha. Cuando nos venimos aquí, quiso acompañarnos para participar en la lucha.

—Así me gustan los rabinos —repliqué—. Es posible que algún día me induzca a volver a la sinagoga.

Karl y yo no habíamos acudido a ninguna desde que fuimos circuncidados.

Más hombres se unieron al rabino para la plegaria vespertina. Movían las cabezas. Tenían los ojos cerrados.

Los chales les cubrían las cabezas y parecían perdidos en algún otro mundo.

Uno de los muchachos dejó caer inadvertidamente la pelota en medio de los que oraban.

El rabino, tras recogerla, se la tiró de nuevo.

—Vete de aquí —advirtió en tono severo—. Esto es un shul.

—Pues no lo parece —contestó el chico.

—Ya te arreglaré luego las cuentas —le advirtió el rabino—. Donde los judíos se reúnen para orar, es siempre la Casa de Dios. Y ahora márchate.

Helena y yo nos echamos a reír.

—Como cuando yo era niño —dije—. Siempre me estaban echando de todas partes por jugar a la pelota en sábado.

El campamento, brumoso y lleno de humo, me hizo recordar de nuevo mi hogar. Pregunté a Yuri.

—¿Cómo llegasteis aquí?

—La mayoría de nosotros lo hicimos de Koretz con el tío Sasha. Él fue quien nos sacó de allí. Los alemanes mataron a su mujer y a sus dos hijas. En una sola tarde mataron a más de 2000 judíos. Les hicieron cavar sus propias tumbas, y después de obligarles a desnudarse, dispararon contra ellos. Una bala en la nuca. A mis padres también los mataron, y a mis hermanos. A casi toda la familia de Nadya. Uno de los pacientes del tío Sasha era un abogado ucraniano, un buen chico, nos advirtió de antemano. Nos escondió en su bodega a algunos de nosotros hasta que hubo terminado la carga. Luego nos sacó a escondidas. Se llamaba Lakov y algún día, si vivo, me ocuparé de que la gente le recuerde…

Nadya, llegado a aquel punto, prosiguió con la historia.

—Se nos unieron otros judíos. De Berdichev y Zhitomir. Todos los ghettos estaban siendo arrasados y los alemanes mataban a todos los judíos.

—Pero ¿por qué? —Preguntó Helena—. ¿Por que?

—No necesitan motivos —contesté yo—. Cualquier excusa es buena para ellos porque tienen armas y nosotros no.

Yuri estiró las piernas y echó leña a la hoguera.

—Éste es nuestro quinto campamento. Nos vemos obligados a seguir vagando. Saben que estamos aquí y, de vez en cuando, la SS envía patrullas a los bosques. No quieren que en Rusia quede un solo judío vivo.

—¿Cuándo lucharéis contra ellos? —pregunté.

—Cuando tengamos bastantes armas —repuso él.

Nadya movió la cabeza.

—No es fácil. El tío Sasha dice que no debemos abandonar a los ancianos, a los niños, a los enfermos. Ésa es la razón de que llame a esto un campamento de familia. Afirma que debemos sobrevivir como una comunidad, un vishuv.

Miré al líder de los guerrilleros. Ahora se encontraba sentado solo, fumando uno de esos delgados cigarrillos rusos, con la mirada fija en las llamas. Tenía unos rasgos fuertes, el rostro arrugado, pero debajo de todo ello, se adivinaba cariño y compasión, y de nuevo recordé a mi padre.

—¿Por qué no reza con los otros? —pregunté, Fue Nadya la que contestó.

—Al ser asesinada su familia, rasgó su chal. A todos cuantos llegan aquí les dice que ya está bien de aceptar la muerte, que se ha terminado lo de ir pacíficamente al matadero. De todas formas, vamos a morir; así que más vale que lo hagamos luchando.

—Pero sólo sois un puñado de gente —arguyó Helena—. Han matado a millares, a centenares de miles que no hicieron nada.

—Hay que ser tolerantes —declaró Nadya—. La gente estaba anonadada. Jamás creyeron que podría ocurrir.

Y ¿quién tenía armas, quién sabía cómo organizar la resistencia? Antes de que ni siquiera se dieran cuenta, fueron detenidos, trasladados y muertos.

El tío Sasha se había levantado de su asiento junto al fuego y se dirigía hacia nosotros. Siempre parecía cansado, obligándose a sí mismo a otro día de vagabundeo, manteniendo unida a la «familia».

—Puedes empezar el turno de vigilancia, Weiss —me indicó—. ¿Sabes disparar?

Indiqué el anticuado fusil que me alargaba.

—¿Cree que eso va a disparar?

—Si no responde, puede utilizarse como estaca.

—Eso sí que puedo hacerlo.

Sonrió.

—Parece como si hayas intervenido en algunas peleas.

—Así es. Y he ganado la mayor parte de ellas.

Empezamos a caminar hacia el lindero del campamento, donde había centinelas apostados las veinticuatro horas del día. Me miró de reojo.

—¿Por qué sonríes?

—Pensaba… mi padre es médico —contesté.

—¿En dónde?

—Estuvo en Berlín muchos años. Luego le deportaron, Por las últimas noticias que tengo, vive en Varsovia.

—Nos detuvimos. Helena estaba cerca, de pie. Es extraño. Hubo un tiempo en que quiso que asistiera a la Facultad de Medicina.

El tío Sasha se echó a reír.

—¿No puedes soportar la sangre?

—No fue por eso. Sencillamente, era un desastre de estudiante.

Sentí un impulso cálido hacia él, algo vital que había estado echando en falta en mi vida desde el día en que mi padre fuera deportado, desde qué escapé de Alemania.

Helena se acercó.

—¿Puedo ir con él hasta el puesto de guardia?

—Creo que no hay inconveniente —repuso el tío Sasha.

Se aproximaba un muchacho de unos catorce años armado con otro de aquellos anticuados fusiles.

—Vanya te indicará tu puesto. Permanece despierto. Y nada de hablar. Sois soldados.

Nos dispusimos a seguir a Vanya hasta el bosque. Siguiendo un impulso, me volví hacia al tío Sasha.

—Ese Samuel, el rabino… —titubeé un segundo.

—¿Qué hay de él? —interrogó el tío Sasha.

—¿Puede casar?

—¿Por qué no? Incluso le deberás sus emolumentos. Ya ha casado aquí a varios. Pero reserva el romance para cuando no estés de guardia.

Helena me besó. Temblaba ligeramente. Por un instante, nos cogimos la mano. Luego me puse el fusil en bandolera.

El rabino Mishkin nos casó dos días después. Las mujeres del campamento hicieron una guirnalda para colocar sobre los cabellos de Helena con hojas verdes y un velo de un viejo chal de encaje que una de las mujeres se llevara consigo de su aldea.

Uno de los guerrilleros, que era violinista, tocó extrañas y salvajes canciones, danzando a nuestro alrededor, unas veces imitando a un loco, otras arrancando gemidos a su violín como si llorara. Con toda seguridad, mi madre se hubiese sentido conmovida por aquella ejecución.

Permanecimos en pie debajo de una marquesina. Me enteré con grandes bromas respecto a mi indudable actitud de goy que su nombre, en yiddish, era chupa… y el rabino guerrillero nos unió como marido y mujer.

—¡Vaya un judío! —exclamó el tío Sasha, bromeando cuando el servicio estaba a punto de acabar—. Sobre su cabeza, ni siquiera la yannulka lo parece. La lleva como si fuera el sombrero de un explorador.

Felizmente, la ceremonia fue corta. Teniendo en cuenta mi ignorancia, casi todo el servicio se hizo en yiddish, bastante parecido al alemán para que pudiera entenderlo. Hacía años que había olvidado todo el hebreo que Karl y yo estudiamos brevemente en cheder. Aquellas extrañas vocales y los imposibles verbos se habían esfumado de mi cabeza, no resistiendo la competencia de los partidos de fútbol, las carreras de bicicleta y los combates de boxeo.

Pero me sentía respetuoso y feliz, y cuando Helena y yo intercambiamos los anillos, unos de cobre que hiciera un joyero miembro de la banda de Sasha y luego la besé cariñosamente, me sentí satisfecho, como parte integrante de una vieja tradición. Un extraño pensamiento se agitaba en mi cabeza mientras el rabino recitaba el servicio. Si ansían de forma tan desesperada matarnos, seguramente es que valemos la pena, porque somos valiosos, importantes para el mundo…

«Amado mío, ven a reunirte con tu amada —salmodiaba el rabino—. Saludemos a la princesa Sabbath»…

Hubo una lectura de la Biblia de la que no entendí palabra, pero que luego Sasha me tradujo:

En mi desesperanza, llamé al Señor y Él me contestó con una gran liberación

Finalmente, se me dijo que aplastara con la bota un vaso de cocina colocado en el suelo (hubiera debido utilizarse un vaso de vino de excelente cristal, pero no había ninguno en el campamento).

Así lo hice, haciendo añicos el vaso.

La gente lanzaba vítores, gritos y el violinista atacó una alegre canción.

Other books

Hey Sunshine by Tia Giacalone
Woke Up Lonely by Fiona Maazel
Thurgood Marshall by Juan Williams
The League of Sharks by David Logan
A Lesson in Passion by Jennifer Connors
Hester Waring's Marriage by Paula Marshall
Icelandic Magic by Stephen E. Flowers
A Ghost of Brother Johnathan's by Elizabeth Eagan-Cox
Scream of Eagles by William W. Johnstone