—Somos valiosos, amigo mío. Unimos al pueblo. Me temo que a los nazis les importa muy poco Cristo o el dogma religioso.
—Ya. Sólo cuando les conviene utilizarlo.
Mi padre terminó de vendarle y lo hizo como un artista. Luego dijo:
—Ya está como nuevo, Lowy.
Mi madre llamó con los nudillos en la puerta y pidió a mi padre que saliera al vestíbulo.
Yo acababa de llegar acompañando a los abuelos desde su apartamento en ruinas. Anna, que no tenía miedo a nada o, al menos, jamás lo demostraba, había venido también para ayudar con las maletas.
—Ésta será su casa —dijo mi padre a los ancianos.
El abuelo indicó algunas maletas.
—Es todo cuanto nos han dejado. Los libros… han desaparecido… Mi madre le dio unas palmaditas en la mano. —Aquí estaréis a salvo. Y tenemos mucho sitio. Dormiréis en la antigua habitación de Karl.
El abuelo Palitz movía la cabeza.
—No tenemos derecho a haceros la vida más difícil.
—No digas tonterías. Nos sentiremos muy honrados de que viváis con nosotros. Tengo algunas buenas noticias que daros. Uno de mis pacientes, que lo pesca todo, dice que esto va a terminar. Que la fiebre ya ha cubierto su ciclo.
Anna y yo tomamos las maletas y empezamos a subir las escaleras. ¡Qué ciegos estaban! ¿O acaso yo, a través de la perspectiva de catorce años transcurridos, aquí, en mi hogar de Israel, me estoy mostrando cruel con ellos, despiadado con su recuerdo? No fueron los únicos que se engañaron, a quienes adormecieron, haciéndoles sentirse seguros un día y destruyéndoles al siguiente.
—Sí. Me siento inclinado a creerlo —estaba diciendo mi abuelo. ¡Todavía ostentaba su Cruz de Hierro! Desde el punto de vista de la economía carece de sentido. Schacht debe darse cuenta de ello. ¿Acabar con los negocios, apartarnos de la economía? No tiene el menor sentido, Yo estaba desalentado ante su habilidad para engañarse a sí mismos.
—Jamás aprenderéis —dije. Y a mi madre, sorprendida ante mi nueva audacia—: Y tú tampoco.
Mi padre estaba al teléfono y parecía pálido, conmocionado.
—Sí, sí. Inga. Te oigo… pero ¿por qué? ¿Cuál es el motivo? Karl, comprendo. Pero ¿qué dijeron? ¿Quieres que vayamos alguno de nosotros? Sí, sí. Intentaremos hacer algunas llamadas.
Colgó. Recuerdo que trató de ocultar las malas noticias a mi madre. Su alta figura estaba casi encorvada con el esfuerzo de contener la emoción.
—Han detenido a Karl. No dieron razón alguna. Se encuentra en la central de Policía. Con varios millares más.
Mi madre empezó a llorar. No de manera histérica, naturalmente, sino con lágrimas discretas.
—¡Mi hijo! ¡Mi pobre Karl!
—Inga está en la central de Policía. No se irá hasta que obtenga más información. Pronto nos volverá a llamar, Y mientras Anna y yo permanecíamos allí asustados, mi madre perdió el dominio de sí misma, la cualidad de la que se sentía más orgullosa. Empezó a sollozar desconsoladamente, entre los brazos de mi padre.
—Karl saldrá con bien, mamá —le tranquilizó—. Jamás hizo nada. No le pueden acusar de nada.
Mentía para animarla; habían llegado a un punto en que ya no necesitaban motivo alguno. Hacía años que era así.
—Rudi tiene razón —dijo mi padre—. Ya lo verás. Le soltarán. No pueden seguir llenando las cárceles con gente inocente.
Mi madre contempló la mirada dolorida de mi padre.
—Estamos siendo castigados. Por mi orgullo, por mi testarudez. Debimos huir hace muchos años, Josef.
—No, no. Nada de eso. No es culpa tuya ni de nadie.
En realidad, mi madre era asombrosa. Al cabo de un momento recobró el dominio de sus emociones, se enjugó las lágrimas y se arregló el traje.
—He de ocuparme de mis padres. Hoy comprarás tú las cosas para la cena, Rudi.
—Si es que hay alguna tienda abierta.
Mi padre me palmoteo en la espalda.
—Tú tienes recursos, hijo. Encontrarás una.
Mi madre empezó a subir las escaleras y de pronto vaciló. Mí padre acudió presuroso junto a ella y la cogió por el brazo.
—Estoy bien, Josef —le dijo.
—Debes descansar. Te daré un sedante.
—No, no. Me encuentro bien. Dejaste esperando a un paciente, Me recuperaré.
—Y yo también —auguró mi padre.
Se encaminó hacia la puerta de cristal con el rostro ceniciento tratando de ocultarle sus temores y también a todos nosotros.
Anna y yo mirábamos sin decir palabra. Me maldije por ser tan joven, tan inexperto y lo peor de todo, tan incapaz de prestarles ayuda.
Una vez fuera, con la bolsa de la compra debajo del brazo, me detuve en los escalones.
Dos patanes, dos sonrientes canallas con el uniforme pardo pintaban la palabra jude en el múrete de ladrillo delante de nuestra casa. No hicieron el menor caso de mi. Apretando los puños, empecé a bajar los peldaños.; En el cinturón llevaban unas porras cortas de madera y cuchillos envainados. ¿De qué me serviría pelear?; Pero el ansia de arremeter contra ellos casi llegaba a ahogarme.
—¿Qué miras, chico? —preguntó uno.
No contesté.
—Tu viejo es judío, ¿no? —dijo el otro—. ¿Por qué no proclamarlo?
Y siguieron pintando. La estrella de seis puntas junto a las cuatro letras.
DIARIO DE ERIK DORF.
Berlín, Noviembre de 1938.
Marta está asombrada ante mi rápida ascensión. Me he convertido en uno de los favoritos de Heydrich. Le gusta lo que él llama mi «ágil mente legal».
Esta noche, mientras se hallaba sentada en mis rodillas, más bella que nunca, y más feliz de lo que fuera durante años, le dije que Heydrich quería que fuéramos una noche a la ópera con él. Estábamos ascendiendo en la escala social. Habremos de mostrarnos más sociales, celebrar fiestas.
—Con todas esas mujeres tan ricas…, me sentiré incómoda, Erik
—Tú serás la más bella de todas.
Marta se ruborizó.
—Bueno, ya me conoces. Estoy contenta con ocuparme de la casa y los niños.
—Una casa mucho mejor. Ya he localizado un nuevo apartamento. En un barrio también mejor.
Marta me echó los brazos al cuello y me besó.
—Soy tan feliz, Erik, por todos nosotros. Y tú, que te burlabas de lo que… ¿cómo lo llamabas? ¡Trabajo policial! Ya ves que has tenido éxito.
Sentado aquí con mi copa de coñac en la mano (había tenido un largo y agotador día de trabajo), aunque sé que mi carácter no es propicio a la jactancia, cada vez me resulta más fácil hablar de mí mismo y naturalmente, a Marta le encantaba esta nueva versión del capitán Erik Dorf. Le conté, mientras ella escuchaba sonriente, cómo había resuelto un intrincado problema resultante de los recientes acontecimientos.
Muchas de las compañías alemanas de seguros se encontraban al borde de la quiebra debido a las reclamaciones por daños de los comerciantes judíos. Después de reflexionar a fondo sobre el problema, aconsejé a Heydrich que deberíamos dejar que las compañías pagaran las indemnizaciones, pero antes de que los judíos pudieran cobrarlas el Gobierno confiscaría las indemnizaciones basándose en que fueron los judíos quienes incitaron a las revueltas y por tanto, no tenían derecho a que se les indemnizase. El dinero podía ser devuelto a toda firma aria que lo solicitara (las compañías de seguros judías no tienen derecho a tales reembolsos).
Marta confesó que le resultaba difícil seguir mi razonamiento legal, pero se mostró de acuerdo en que se trataba de una solución justa. Aseguró que los judíos eran los culpables de todo lo que les había ocurrido.
Mi actitud frente a los judíos ha cambiado de forma incuestionable desde mi época ingenua, hace ya tres años.
Ahora puedo ver con claridad la forma en que se habían introducido en nuestra vida, extendiendo sus tentáculos, impidiendo que Alemania llegara a realizar su destino. Comprendo lo que el Führer quiere decir con una Europa «libre de judíos». Resultará en beneficio de todos los interesados, incluidos los judíos. De vez en cuando me inquieta algún antiguo concepto legal, pero no resulta difícil olvidarlo bajo el benévolo liderazgo de Heydrich. Desde luego, tenía razón en lo que dijo con ocasión de nuestro primer encuentro.
Tengo que dar de lado todas las anticuadas ideas de justicia. Hay épocas y casos en los que sencillamente no encajan.
Una vez que Peter y Laura acabaron de bañarse, vinieron junto a nosotros con sus nuevos albornoces. Les besé.
—Oléis como flores de primavera, niños —les dije.
A Peter aquello le sentó mal.
—Yo no soy una flor. Tal vez ella lo sea.
Ya tiene casi nueve años. Es alto, robusto, con los hermosos rasgos de su madre y su fuerte voluntad.
Laura, que tiene tendencia a mostrarse reflexiva, con cambios de humor, como yo cuando era niño, se apoyó pesadamente sobre mi rodilla, como hacen los niños siempre que quieren que les presten atención. Su mirada inocente se encontró con la mía y preguntó:
—¿Por qué todos odian a los judíos, papá?
Peter contestó antes de que yo pudiera hacerlo.
—Porque mataron a Cristo. ¿Es que no has aprendido eso en la escuela dominical?
—Bueno, hay también otros motivos —dijo Marta—. Algún día lo comprenderéis, cuando seáis mayores.
Y se los llevó a la cama.
Analicé la contestación ingenua, aunque real, de Peter a la pregunta de Laura. Sí, habían matado a Cristo. Y aun cuando el Partido, nuestro movimiento, los escritos del Führer sobre el tema le dan poca importancia, nosotros nos beneficiamos, ciertamente, de una larga tradición. Mis conocimientos históricos no son suficientes y tampoco soy un filósofo, pero me parece que existe una cadena casi ininterrumpida de la denuncia de los judíos por el mayor crimen jamás cometido contra Dios, hasta lo que estamos planeando para ellos. Después de todo, no somos nosotros quienes inventamos el antisemitismo.
Mis reflexiones quedaron interrumpidas al sonar el timbre de la puerta. Marta parecía sobresaltada, pero le advertí que se quedara con los niños y que yo abriría.
Era el doctor Weíss, de pie en el rellano. Parecía mucho más viejo y encorvado.
—Siento mucho molestarle a esta hora, capitán Dorf —dijo—, pero temía que si le telefoneara se negase a recibirme.
Estaba irritado con él. Hubiera debido tener más sentido común.
—Le dije que no recurriera a mí.
—No tengo a nadie más. A mi hijo Karl, es algo más joven que usted, tal vez lo recuerde de cuando vivía en el viejo barrio, le han detenido. No nos han comunicado nada, nada en absoluto. Tampoco han dado motivo alguno. Jamás ha estado mezclado en política. Es un artista. Es… Se le quebró la voz.
No podía ayudarle y así se lo dije.
—¿Qué crimen hemos cometido? ¿Qué les hemos hecho? Mi padre político fue un héroe del Ejército alemán.
Su tienda y su casa han sido saqueadas por rufianes. Mis hijos… siempre se han sentido tan alemanes como ustedes… —Estas acciones no están dirigidas a usted personalmente ni a su familia —le dije.
—Eso no nos facilita las cosas.
—Se trata de una política de largo alcance, doctor. Tanto en beneficio de ustedes como de Alemania.
—Pero se han destrozado vidas. Mucha gente ha quedado arruinada. ¿Por qué?
Estaba empezando a ponerme nervioso. No tenía derecho a acudir a mí.
—No puedo discutir esto con usted.
—Por favor, capitán Dorf. Usted tiene influencias. Es oficial de la SS. Ayude a mi hijo.
Mientras permanecía allí en pie suplicándome, Marta apareció en el vestíbulo.
—¿Pasa algo, Erik?
—Nada, querida.
Weiss se inclinó ante Marta.
—Tal vez usted lo comprenda, señora Dorf. Póngase en mi lugar. Suponga que se llevan a su hijo como han hecho con el mío. En cierta ocasión ambos me confiaron su salud… Sólo pido… El tono de voz de Marta era firme. Le ignoró totalmente.
—Los niños, Erik.
El doctor Weiss no estaba dispuesto a marcharse. Me acerqué a Marta.
Ella me susurró:
—Haz que se vaya. Sólo contribuirá a perjudicar tu carrera. Explícale que no puedes hacer nada por él. Tú no has detenido a su hijo.
—Ya se lo he dicho.
—Repíteselo. Muéstrate cortés, pero convéncelo de que no puedes hacer absolutamente nada.
Me acerqué de nuevo a la puerta.
—Doctor Weiss, lamento no poder ayudarle. Estos asuntos quedan fuera de mi jurisdicción.
—Pero una palabra a sus superiores… que sepamos al menos dónde está mi hijo… de qué se le acusa.
—Lo siento. No puedo.
Se le desencajó aún más el rostro.
—Lo comprendo. Buenas noches, capitán.
Cerró la puerta al salir.
Aquella visita me perturbó brevemente. Siempre me había parecido un tipo decente y supongo que también su hijo. Pero había cruzado un puente, vadeado un río y ya no podía volverme atrás. Tanto Heydrich como Himmler nos habían puesto en guardia a menudo contra el «buen judío», aquel que queremos salvar, como alemanes compasivos que somos. Nuestro programa es de largo alcance y se ocupa de pueblos enteros, de profundos cambios. No podemos permitir que los sentimientos, las falsas simpatías se interpongan en nuestro camino.
Sólo nosotros, los SS, la élite de la SS, según afirma Heydrich, somos lo bastante fuertes para llevar a cabo esta tarea. Ahora sé, después de escuchar los lentos pasos del médico en el rellano de la escalera, lo que quiere decir.
RELATO DE RUDI WEISS.
Pocos días después de la visita de papá a Erik Dorf —yo no tenía idea de quién era o de su importancia, únicamente que se había negado a ayudarnos—, se ordenó la deportación de mi padre a Polonia.
Mi padre, que siempre pensaba bien de la gente o se negaba a pensar mal, estaba convencido de que Dorf nada tenía que ver con aquella medida. Es posible que tuviera razón. Por entonces era una política generalizada. A todo judío extranjero residente en Alemania, y había miles de judíos polacos, se les obligaba a marcharse.
De hecho, cuando aquel tipo con la cartera entró en el consultorio mientras mi padre se ocupaba del tobillo roto de un chiquillo, abrigó la esperanza de que se trataba de buenas noticias de Dorf, acaso sobre Karl.
Pero el hombre pertenecía a la oficina de inmigración y le dijo a mi padre.
—Usted es el doctor Josef Weiss, nacido en Varsovia, Polonia, y por tanto, de acuerdo con las nuevas leyes, se encuentra ilegalmente en este país, Se ha ordenado su deportación a Polonia. Mañana estará a las seis de la madrugada en la estación de ferrocarril Anhalter, con comida para un día y una maleta.