Homenaje a Cataluña (28 page)

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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

BOOK: Homenaje a Cataluña
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La «línea» del POUM difería de aquélla en todos los puntos excepto, desde luego, en la importancia de ganar la guerra. El POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista*) era uno de esos partidos comunistas disidentes que han surgido en muchos países durante los últimos años como resultado de la oposición al «estalinismo», esto es, al cambio, real o aparente, en la política comunista. Estaba constituido en parte por ex comunistas y, en parte, por un partido anterior, el Bloque Obrero y Campesino
[24]
. Numéricamente se trataba de un partido pequeño
[25]
, sin mayor influencia fuera de Cataluña, pero importante sobre todo porque agrupaba una proporción insólitamente elevada de individuos políticamente conscientes. En Cataluña, su zona de influencia más fuerte era Lérida. No representaba a ningún bloque sindical. Los milicianos del POUM eran en su mayor parte miembros de la CNT, pero los miembros reales del partido pertenecían en general a la UGT. No obstante, el POUM sólo tenía algo de influencia en la CNT. La «línea» del POUM era aproximadamente la que sigue:

«Carece de sentido hablar de oponerse al fascismo por medio de una "democracia" burguesa. La "democracia" burguesa es sólo otro nombre del capitalismo y lo mismo ocurre con el fascismo; luchar contra el fascismo en nombre de la "democracia" significa luchar contra una forma de capitalismo en nombre de otra forma que es susceptible de convertirse en la primera en cualquier momento. La única alternativa real al fascismo es el control obrero. Si se fija cualquier otra meta, se terminará dándole la victoria a Franco o, en el mejor de los casos, se dejará entrar al fascismo por la puerta de atrás. Mientras tanto, los trabajadores deben aferrarse a cada centímetro ganado; si ceden al gobierno semiburgués, serán estafados. Las milicias y las fuerzas policiales de los trabajadores deben conservarse en su forma actual, y es necesario oponerse a todo esfuerzo tendente a aburguesarlas. Si los trabajadores no controlan las fuerzas armadas, las fuerzas armadas controlarán a los trabajadores. La guerra y la revolución son inseparables».

El punto de vista anarquista es más difícil de definir. En cualquier caso, el amplio término «anarquista» se utiliza para designar una multitud de individuos de opiniones muy diversas. El enorme bloque de sindicatos que constituían la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores*), con unos dos millones de miembros, tenía como órgano político a la FAI (Federación Anarquista Ibérica*), una organización verdaderamente anarquista. Pero, incluso los miembros de la FAI, aunque siempre impregnados, como quizá ocurra con la mayoría de los españoles, de la filosofía anarquista, no eran necesariamente anarquistas en el sentido más puro. En particular desde el comienzo de la guerra se habían orientado en la dirección del socialismo corriente, pues las circunstancias los habían obligado a tomar parte en la administración centralizada y también a violar todos sus principios al participar en el gobierno. No obstante, diferían fundamentalmente de los comunistas en tanto que, al igual que el POUM, propugnaban el control por parte de los trabajadores y no una democracia parlamentaria. Coincidían con el lema del POUM: «La guerra y la revolución son inseparables», si bien se mostraban menos dogmáticos al respecto. En líneas generales, la CNT-FAI representaba: 1) control directo de servicios e industrias por los trabajadores que constituyen sus plantillas, por ejemplo, en transportes, en fábricas textiles, etcétera; 2) gobierno ejercido por comités locales y resistencia a toda forma de autoritarismo centralizado; 3) hostilidad absoluta a la burguesía y la Iglesia. Este último punto, si bien era el menos preciso, revestía máxima importancia. Los anarquistas representaban lo opuesto de la mayoría de los llamados revolucionarios, porque aunque sus principios resultaran más bien vagos, su odio hacia los privilegios y la injusticia era absolutamente genuino. Desde un punto de vista filosófico, comunismo y anarquismo son polos opuestos; y en la práctica —por lo que se refiere al tipo de sociedad a la que aspiran— las diferencias son sólo de énfasis, pero por completo irreconciliables. El comunismo siempre pone el énfasis en el centralismo y la eficiencia, y el anarquismo, en la libertad y la igualdad. El anarquismo tiene profundas raíces en España y es probable que sobreviva al comunismo cuando la influencia rusa termine. Durante los primeros dos meses de la guerra fueron los anarquistas, más que cualquier otro sector, quienes salvaron la situación, y aún mucho más tarde la milicia anarquista, a pesar de su indisciplina, constituía el mejor elemento de lucha entre las fuerzas puramente españolas. Desde febrero de 1937 en adelante, los anarquistas y el POUM podían, en cierta medida, considerarse una unidad. Si los anarquistas, el POUM y el ala izquierda de los socialistas hubieran tenido el buen sentido de unirse desde el comienzo y forzar una política realista, la historia de la guerra podría haber sido distinta. Pero, al comienzo, cuando los partidos revolucionarios parecían tener la victoria en sus manos, ello resultó imposible. Entre anarquistas y socialistas existían antiguos resquemores; el POUM, desde su posición marxista, se mostraba escéptico con respecto al anarquismo; mientras que, desde el punto de vista anarquista, el «trotskismo» del POUM no era más preferible que el «estalinismo» de los comunistas. Con todo, las tácticas comunistas tendían a hacer coincidir ambas tendencias. La intervención del POUM en la desastrosa lucha de Barcelona, que tuvo lugar en mayo de 1937, se debió principalmente a un impulso instintivo de apoyo a la CNT, y más tarde, cuando el POUM fue proscrito, los anarquistas fueron los únicos que se atrevieron a levantar su voz para defenderlo.

Así, en líneas generales, la alineación de fuerzas era la siguiente: por un lado, la CNT-FAI, el POUM y un sector de los socialistas que propugnaba el control por parte de los trabajadores; por el otro, socialistas del ala derecha, liberales y comunistas, que defendían el gobierno centralizado y un ejército militarizado. Resulta fácil de entender por qué, en esa época, preferí la actitud comunista a la del POUM. Los comunistas tenían una política práctica definida, una política evidentemente mejor desde el punto de vista del sentido común que sólo tiene en cuenta el corto plazo. Y, por cierto, la política cotidiana del POUM, su propaganda, etcétera, eran increíblemente malas: tienen que haberlo sido, pues de otro modo habrían podido atraer una masa de afiliados más considerable. Lo que acababa de reafirmar todo esto era el hecho de que los comunistas, o así me parecía, seguían adelante con la guerra mientras que nosotros y los anarquistas nos quedábamos estancados. Tal era la sensación general en esa época. Los comunistas habían logrado poder y un enorme aumento de sus miembros apelando en parte a la clase media contra los revolucionarios, pero también, en alguna medida, porque eran los únicos que parecían capaces de ganar la guerra. Las armas rusas y la magnífica defensa de Madrid por tropas dirigidas en su mayor parte por comunistas habían convertido a estos últimos en los héroes de España. Como dijo alguien, cada aeroplano ruso que volaba sobre nuestras cabezas era propaganda comunista. El purismo revolucionario del POUM parecía bastante inútil, aunque su lógica me resultara evidente. Al fin y al cabo, lo que importaba era ganar la guerra.

Mientras tanto, la endiablada lucha interpartidista proseguía en los periódicos, en panfletos, en carteles, en libros, en todas partes. En esa época, los periódicos que yo leía con mayor frecuencia eran los del POUM,
La Batalla
y
Adelante
, y su incesante crítica contra el «contrarrevolucionario» PSUC me parecía pedante y cansina. Más tarde, cuando estudié detenidamente la prensa comunista y la del PSUC comprendí que el POUM resultaba casi inocente en comparación con sus adversarios. Por otra parte, contaba con muchas menos posibilidades. Al contrario que los comunistas, no tenía apoyo alguno de la prensa extranjera y, dentro de España, se encontraba en una situación muy desventajosa porque la censura periodística estaba casi por completo bajo control comunista, lo cual significaba que los periódicos del POUM corrían peligro de ser multados o eliminados si decían algo peligroso. También es justo señalar que, si bien el POUM predicaba interminables sermones sobre la revolución y citaba a Lenin
ad nauseam
, no solía lanzarse a ataques personales. Asimismo, reservaba sus polémicas casi exclusivamente a los artículos periodísticos. Sus grandes carteles multicolores, destinados a un público más amplio (los carteles son importantes en España debido a su vasta población analfabeta) no atacaban a los partidos rivales, sino que eran simplemente de índole antifascista o abstractamente revolucionaria: lo mismo cabe decir acerca de las canciones que entonaban los milicianos. Los ataques comunistas eran otra cosa. Más adelante habré de referirme a ellos; aquí sólo quiero dar una breve pincelada de la línea de ataque comunista.

Aparentemente, lo que enfrentaba a los comunistas y el POUM era una mera cuestión de tácticas. El POUM propugnaba la revolución inmediata, los comunistas no, y hasta allí ambos tenían mucho que decir en defensa de sus posiciones. Además, los comunistas sostenían que la propaganda del POUM dividía y debilitaba las fuerzas gubernamentales y ponía así en peligro la guerra; una vez más, aunque hoy no estoy de acuerdo, resultaba posible justificar este argumento. Pero es aquí donde la peculiaridad de la táctica comunista se muestra con toda claridad. Cautelosamente al comienzo, y luego de forma cada vez más franca, comenzaron a afirmar que el POUM dividía las fuerzas gubernamentales no por un error de criterio, sino de modo deliberado. Declararon que el POUM era sólo una pandilla de fascistas disfrazados, pagados por Franco y Hitler, que defendían una política seudorrevolucionaria como una forma de ayudar a la causa fascista. El POUM era una organización trotskista y la «quinta columna» de Franco. Ello implicaba que decenas de miles de trabajadores, ocho o diez mil soldados que se congelaban en las trincheras, y cientos de extranjeros que habían ido a España a luchar contra el fascismo, sacrificando a menudo sus medios de vida y su nacionalidad, eran traidores pagados por el enemigo. Esa versión se difundió por varios medios en toda España, y se repitió una y otra vez en la prensa comunista y procomunista de todo el mundo. Si me lo propusiera, podría llenar media docena de libros con tales citas.

Decían de nosotros que éramos trotskistas, fascistas, traidores, asesinos, cobardes, espías y cosas por el estilo. Admito que no resultaba agradable, en especial cuando uno pensaba en algunas de las personas responsables de esa campaña. No es muy agradable ver a un muchacho español de quince años transportado en una camilla, con el rostro pálido y asombrado asomando sobre las mantas, y pensar en los astutos señores que en Londres y París escriben panfletos para demostrar que ese muchacho es un fascista disfrazado. Uno de los rasgos más repugnantes de la guerra es que toda la propaganda bélica, todos los gritos y las mentiras y el odio provienen siempre de quienes no luchan. Los milicianos del PSUC a quienes conocí en el frente, los comunistas de las Brigadas Internacionales con quienes me encontraba de tanto en tanto nunca me llamaron trotskista ni traidor; dejaban ese tipo de cosas para los periodistas de la retaguardia. Los individuos que escribían panfletos contra nosotros y nos insultaban en los periódicos permanecían seguros en sus casas o, en el peor de los casos, en las oficinas periodísticas de Valencia, a cientos de kilómetros de las balas y el barro. Aparte de los libelos de la lucha entre partidos, estaban la autoglorificación y el vilipendio del enemigo, todo ello producto, como de costumbre, de gente que no luchaba y que, en muchos casos, habría huido para no hacerlo. Uno de los efectos más tristes de esta guerra ha sido el de enseñarme que la prensa de izquierda es tan espuria y deshonesta como la de derecha.
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Siento honradamente que, de nuestro lado, el lado republicano, esta guerra era distinta de las guerras corrientes e imperialistas; pero uno nunca lo hubiera supuesto guiándose por la naturaleza de la propaganda bélica. La lucha apenas había comenzado cuando los periódicos de derecha e izquierda se lanzaron simultáneamente al mismo pozo negro del ultraje. Todos recordamos el titular del
Daily Mail
: «LOS ROJOS CRUCIFICAN MONJAS», mientras que, para el
Daily Worker
, la Legión Extranjera de Franco estaba «compuesta por asesinos, tratantes de blancas, traficantes de drogas y el desecho de todos los países europeos». En octubre de 1937, el
New Statesman
nos regalaba historias de barricadas fascistas hechas con los cuerpos de niños vivos (elemento muy incómodo para hacer barricadas), y Mr. Arthur Bryant declaraba que «en la España leal era "lugar común" aserrar las piernas de un comerciante conservador». Quienes escribían este tipo de cosas nunca lucharon; posiblemente creían que escribirlo constituía un sustituto de la lucha. Lo mismo ocurre en todas las guerras; los soldados son los que luchan, los periodistas son los que gritan, y ningún «verdadero patriota» se acerca jamás a una trinchera, exceptuando las brevísimas giras de propaganda. A veces me resulta un consuelo pensar que el avión está modificando las condiciones de la guerra. Quizá cuando se produzca la próxima contienda podamos ver un espectáculo sin precedentes en toda la historia: un patriota incendiario con un orificio de bala.

Por lo que se refiere al aspecto periodístico, esta guerra era un fraude como todas las guerras. Pero existía una diferencia: mientras los periodistas suelen reservar sus invectivas más ponzoñosas para el enemigo, en este caso, a medida que pasaba el tiempo los comunistas y el POUM llegaron a escribir unos contra otros cosas más terribles que acerca de los fascistas. No obstante, en esa época no me decidía a tomarlo demasiado en serio. La lucha entre partidos era molesta e incluso desagradable, pero no la consideraba más que una rencilla doméstica. No creía que pudiera alterar nada o que hubiera una diferencia realmente irreconciliable en cuanto a la política a seguir. Me daba cuenta de que los comunistas y los liberales se oponían a que la revolución siguiera adelante; no comprendí que eran capaces de hacerla retroceder.

Existían buenos motivos para ello. Durante ese período estuve en el frente, y allí la atmósfera social y política no había cambiado. Salí de Barcelona a comienzos de enero y no regresé de permiso hasta finales de abril: durante todo ese tiempo e incluso hasta más tarde— en la zona de Aragón controlada por los anarquistas y el POUM persistían las mismas condiciones, por lo menos aparentemente. La atmósfera revolucionaria permanecía tal como la conocí al llegar. Generales y reclutas, campesinos y milicianos seguían tratándose como iguales; todo el mundo recibía la misma paga, llevaba las mismas ropas, comía lo mismo y se trataba con todo el mundo de «tú» y «camarada»; no había ni jefes ni lacayos, no había ni mendigos, ni prostitutas, ni abogados, ni curas, ni gestos de sometimiento ni saludos reglamentarios. Yo respiraba el aire de la igualdad y era lo bastante ingenuo como para imaginar que ésta existía en toda España. No me di cuenta de que, un poco por casualidad, estaba aislado en el sector más revolucionario de la clase trabajadora española.

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