Homicidio (102 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Menudo lugar para cargarse a alguien, piensa Rich Garvey mientras contempla el patio desierto. De hecho, es ideal. Anthony Morris muere tiroteado en una ciudad de más de 730.000 habitantes y en realidad la escena del crimen habría podido estar en el desierto de Nevada o la tundra ártica o cualquier otra zona salvaje y desierta.

La llamada que les llevó hasta allí hablaba de ruido de disparos. No hay ninguna denuncia de tiroteos, ni de un cadáver, ni siquiera pueden hablar con la gente que encontró a la víctima, porque fueron ellos. No pasaba nadie, no hay familiares desconsolados, ni dueños de las esquinas mirándoles desde el otro lado. Mientras McAllister trabaja en la escena del crimen, Garvey se queda ahí de pie, temblando en la madrugada, esperando alguna remota sugerencia de vida en los alrededores. Calidez o luz que indiquen un lugar dónde un inspector pueda dirigirse para hacer preguntas.

Nada. El silencio es total y la escena está vacía. Sólo están Garvey, su compañero, y los habituales del distrito Oeste, en un remolino de luces de emergencia azules, solos con un cadáver en la ciudad que duerme. Garvey se dice que no tiene importancia, que alguien en algún lugar está a punto de hablar con él para contarle lo que le pasó a Anthony Morris, para hablarle de él y de sus enemigos. Quizá la familia, o su novia, o un amigo de infancia del otro lado del barrio. O una llamada anónima a la unidad, o una nota de uno de sus informadores encarcelados por una acusación menor y que busca una salida fácil.

Porque cuando uno ha tenido un año perfecto, no hay escena que falle, por floja que sea. Después de todo, ¿cómo habría acabado lo de la calle Winchester si Biemiller no hubiera detenido a la novia en la escena del crimen? ¿O en el robo del bar Fairfield, si el chico del aparcamiento no hubiera recordado la matrícula del coche que huía? ¿O el asesinato de Langley en Pimplico, cuando la policía arrestó a un tipo por posesión de drogas a menos de una manzana, y resultó que era un testigo ocular?

Vale, se dice Garvey. No tengo nada. Bueno, ¿qué hay de extraño en eso? Excepto en los casos en que el pan comido te salta al cuello, todos parecen flojos cuando les echas la primera ojeada.

—Quizá tengas suerte con una llamada —dice un agente uniformado.

—Quizá sí —concede Garvey, amablemente.

Fieles a esa esperanza, él y McAllister se presentan en el salón de una casa adosada una hora más tarde, en una habitación llena de supervivientes. La madre de la víctima, sus hermanas, hermanos y primos están desperdigados por la estancia, mientras los inspectores están de pie, erguidos en el centro, como si ejercieran una cierta fuerza centrípeta.

En el calor silencioso de la sala atiborrada, Garvey observa a McAllister mientras se lanza hacia la exposición habitual en donde repasa lo que la familia debe y no debe hacer, ahora que pasan por su Momento de Pérdida. Garvey siente admiración por el arte con que Mac trata a las familias: con la cabeza ligeramente ladeada, las manos entrelazadas a la altura de la cintura, es el perfecto pastor. Expresa su más sentido pésame en tonos pausados y en voz baja. Hasta hace gala de un ligero y enternecedor tartamudeo que despliega en los momentos más tensos, y que le dota de un cierto aire de vulnerabilidad. Una hora antes, en la escena del crimen, mientras charlaban frente al cadáver, McAllister soltaba chistes tan rápido como el que más. Ahora, con la madre del muerto, es el rey del Dar y el Recibir. Como un jodido Phil Donahue en gabardina.

—No deben ir ahora a la oficina forense. De hecho, aunque quisieran ir no les dejarían pasar…

—¿Dónde? —dice la madre.

—Donde el forense—repite McAllister, más lentamente—. Pero no se preocupe por eso ahora. Lo único que tienen que hacer es ponerse en contacto con una funeraria, la que deseen, y decirles que recojan el cuerpo en la oficina del forense de la calle Penn con Lombard. Ellos sabrán qué hacer. ¿Me ha entendido?

La madre asiente.

—Bueno. Vamos a intentar descubrir quién hizo esto, pero necesitaremos que ustedes nos ayuden… Y estamos aquí para esto.

Entra el vendedor de milagros. McAllister se emplea a fondo, con su monólogo «No-podemos-devolverle-la-vida-pero-sí-vengarle», durante el cual la madre asiente. Garvey mira a su alrededor en busca de alguna señal en el rostro de los presentes, un pequeño indicio de incomodidad en cualquier pariente que sepa algo. Los más jóvenes parecen distantes, como si estuvieran desconectados, pero algunos aceptan las tarjetas. Aseguran a los inspectores que no saben nada, pero que si se enteran de algo les llamarán de inmediato.

—Y nuevamente, permítanme que les exprese nuestro pésame por su pérdida—dice McAllister, al abrir la puerta para irse.

Garvey observa la habitación llena de caras impasibles. Madre, hermanos, hermanas, primos y amigos; todos parecen ignorar el motivo del asesinato. El teléfono no tiene pinta de ir a sonar mucho con este caso, piensa.

—En fin, no duden en llamarnos si descubren algo o si les llega alguna información —termina McAllister.

Garvey avanza hasta la puerta y sale el primero. Cuando los dos inspectores ya están fuera, se gira hacia su compañero y se dispone a explicarle por qué cree que McAllister debería ser el inspector principal encargado de esta batalla perdida. Pero no dice nada; en lugar de eso, mira por encima del hombro hacia un joven, primo de la víctima, que les ha seguido furtivamente hasta el exterior.

—Disculpe, agente…

McAllister también se da la vuelta, lo cual no hace sino contribuir a la incomodidad del joven. Tiene algo que decir y piensa hacerlo.

—Disculpe —repite, con un hilillo de voz.

—¿Sí? —dice Garvey.

—¿Podría… um…?

Hete aquí el momento, piensa Garvey. Ahora llega el pariente transido de dolor que se aleja unos pasos prudenciales del resto de la familia para contarles esa pequeña verdad que andan buscando. El primo tiende la mano y McAllister la toma. Garvey le sigue el cuento, casi como si su compañero fuera en verdad de oro puro, como si de algún modo hubiera trascendido la realidad y se hubiera convertido en el Midas de los homicidios del gueto.

—¿Puedo…?

Sí, piensa Garvey. Sí que puedes. Claro que puedes contárnoslo todo, hasta el último detalle de lo que sabes de tu primito Anthony. Dinos qué drogas se chutaba, o con cuáles traficaba, o por qué se peleó con un cliente la noche anterior. Dinos qué problema de dinero tuvo con un proveedor rabioso que terminó jurando que se las pagaría. Dinos quiénes eran sus amiguitas o los que amenazaron con saltarle la tapa de los sesos porque se lió con sus novias. Dinos qué dice la calle después del asesinato, o aún mejor, dinos el nombre del tipo que fanfarronea acerca del crimen por los bares del barrio. Dínoslo todo.

—¿Podría… um… hacerles una pregunta?

¿Una pregunta? Pues claro, también. Seguro que quieres saber si la confidencia quedará en el anonimato. Mira, por nosotros, a menos que seas un testigo ocular o algo así, puedes quedarte en la anonimía, en la metonimia o en la pandemia. Somos tus amigos, ¿comprendes? Nos gustas. Nos caes bien. Vamos a llevarte a la Central y te invitaremos a café y donuts. Somos policías. Confía en nosotros. Dínoslo todo.

—¿Qué quieres preguntarnos? —dice McAllister.

—Es que… eso que dicen…

—¿Sí?

—Dicen que mi primo Anthony está muerto.

Garvey mira a McAllister y este mira sus zapatos para no echarse a reír.

—Ajá, sí—dice McAllister—. Lamento decirle que ha recibido una herida mortal. Es lo que le hemos dicho a su madre ahí dentro.

—Joder —dice el primo, genuinamente asombrado.

—¿Hay algo más que quieras comentarnos?

—Pues no —dice el primo.

—De nuevo, nuestras condolencias.

—Vale.

—Estamos en contacto.

—Vale.

Punto final. Historia. Ha sido una bonita racha: diez casos, uno detrás de otro, empezando con Lena Lucas y el viejo Booker elpasado mes de febrero. Pero ahora Garvey entiende con cada fibra de su ser que el genio del porche es un mensajero cósmico, una premonición andante de todo lo que es cierto en un crimen.

Las palabras del primo retrasado del muerto eran incoherentes pero para Garvey, son la confirmación de todas las reglas del código. No hay sospechoso, así que la víctima, por supuesto, no sobrevive. Y cuando no hay sospechoso, tampoco hay pruebas para el laboratorio, ni posibilidad de que la víctima supere sus heridas. Y si Garvey logra encontrar un testigo, seguro que mentirá, porque todos mienten. Y si se hace con un sospechoso, el tipo se quedará dormido en la sala de interrogatorios, seguro. Y si este caso, construido con pinzas, llega alguna vez a las puertas del juzgado y se presenta frente a un jurado, todas las dudas serán razonables. Y sobre todo: es bueno ser bueno, pero es mejor tener suerte.

El primo descerebrado es una señal inconfundible, un recordatorio de que las reglas siguen siendo válidas, incluso para alguien como Rich Garvey. No importa que dentro de diez días lleve un crimen por drogas en la zona Este, y esté cargando contra la puerta de una casa adosada para detener al atacante bajo las lucecitas parpadeantes de un árbol de Navidad decorado. Ni tampoco que el año que viene sea una cruzada, tan exitosa como cualquier otra. Ahora, en este momento, Garvey observa al primo de Anthony Morris deslizándose hacia el interior de la casa y sabe, con la fe y la certidumbre que proporciona la religión, que no llamará ningún soplón de la cárcel municipal y que nadie oirá nada por las calles de al zona Oeste. El nombre del muerto jamás se inscribirá en el tablero en tinta negra; será un caso abierto mucho después de que Garvey esté cobrando su pensión.

—Mac, ¿lo he soñado? —pregunta, riéndose, de regreso a la oficina—. ¿O realmente ha existido esa conversación?

—No, no —dice McAllister—. Seguro que te lo has imaginado. Olvídalo.

—Ins-peeec-tor —dice Garvey, en una mala imitación de un balido—. ¿Está intentando decirme que mi primo ha muerto?

McAllister se ríe.

—Siguiente caso —dice Garvey.

En un trabajo cualquiera, la perfección es un objetivo etéreo y escurridizo, una idea que se contradice con la pelea cotidiana. Para un inspector de homicidios, la perfección ni siquiera es una posibilidad. En las calles de la ciudad, el Año Perfecto es un susurro, un fragmento moribundo de esperanza, pálido, escuálido y débil.

El Crimen Perfecto le da siempre de hostias.

DOMINGO 11 DE DICIEMBRE

—Mira —dice Terry McLarney, observando los rincones de la calle Bloom con una inocencia burlona—. Ahí hay un criminal.

A media manzana de distancia, el chico de la esquina parece oírle. Se gira abruptamente para escudarse de los faros del Cavalier, y avanza por la calle mientras se lleva una mano al bolsillo y saca un periódico enrollado. McLarney y Dave Brown observan cómo el diario cae suavemente al suélo, cerca de una alcantarilla.

—Qué fácil es patrullar —dice McLarney, con tintes nostálgicos en la voz—. ¿Sabes qué quiero decir?

Dave Brown lo sabe. Si el Chevy sin distintivos fuera un coche patrulla, si llevaran uniformes, si Bloom y División fueran calles de su sector, habrían detenido al muchacho en un santiamén. Sería tan fácil como arrojar a la rata contra la pared, esposarle y custodiarle hasta dónde ha dejado caer el periódico. Recogerlo y mostrarle el cuchillo que ocultaba, las jeringuillas, las bolsitas de plástico o todo eso junto.

—Cuando estaba en la zona Oeste, había dos tipos en mi brigada —recuerda McLarney—. Apostaban cuál de los dos salía y hacía una detención antes que el otro, lo antes posible.

—En la zona Oeste, serían unos cinco minutos —dice Brown.

—Menos —responde McLarney—. Al cabo de un tiempo, les dije que tendrían que hacerlo más difícil. Sabes, mejor que una detención por posesión ilícita. Pero no les gustó la idea. Demasiado trabajo.

Brown gira por la calle Bloom y luego se dirige a Etting. Contemplan la misma escena, más veces: un chico alejándose de su esquina y arrojando paquetes de plástico envueltos en bolsas de papel, o corriendo hacia los bloques de casas.

—Mira esa casa de ahí —dice McLarney, señalando hacia una pila de ladrillos pintados de dos pisos—. Ahí me dieron una buena. Justo en el pasillo de esa casa. ¿Te lo he contado alguna vez?

—Creo que no —dice Brown, educadamente.

—Nos llamaron porque había un tipo merodeando con un cuchillo. Cuando llegué, me miró y se largó corriendo hacia la casa…

—Totalmente culpable —dice Brown, girando a la derecha para ir hacia la avenida Pennsylvania.

—Así que yo también eché a correr tras él y resulta que en el salón hay como una convención de negros, todos sanotes y corpulentos. Fue de lo más raro; nos miramos todos durante unos segundos.

Dave Brown se echa a reír.

—Le puse la mano en el hombro a mi chico y se me tiraron encima. Cinco o seis a la vez.

—¿Qué hiciste?

—Pues eso, me dieron una buena —dice McLarney, riéndose—. Pero tampoco solté a mi presa. Para cuando la patrulla acudió a mi solicitud de ayuda, todos se habían escabullido exceptuando mi chico, que terminó recibiendo por lo que me habían hecho sus amigos. La verdad es que lo sentí por él.

—¿Y a ti que te pasó?

—Me dieron puntos en la cabeza.

—¿Antes o después de que te disparasen?

—Antes —dice McLarney—. Eso fue cuando estuve en la Central.

Con el ánimo aligerado por el paseo nocturno en las calles de Baltimore Oeste, Terry McLarney rescata una historia tras otra del almacén de su cerebro. A McLarney siempre le pasa lo mismo cuando va en coche por la zona Oeste. Puede atravesar el gueto y acordarse de eso tan raro que sucedió en aquél rincón, o de un comentario divertido que un día oyó en esa calle de más allá. Por encima, todo parece formar parte de una pesadilla, pero si se analiza más de cerca, McLarney es capaz de señalar la perversa elocuencia del desfile de escenas, la comedia sin fin del crimen y el castigo urbano.

Esa esquina de ahí es dónde dispararon a
Mocos
Boogie.

—¿Mocos
Boogie? —repite Brown, incrédulo.

—Así le llamaban sus amigos —dice McLarney—. Imagínate los demás.

—Encantador.

McLarney se ríe y empieza a narrar la parábola de
Mocos
Boogie, que se metió en el juego ilegal del barrio, esperó a que las apuestas engordaran y luego agarró el dinero y echó a correr. Uno de los jugadores, iracundo, le descerrajó un tiro.

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