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Authors: David Simon

Homicidio (79 page)

BOOK: Homicidio
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Worden señdla las marcas de dedos en los brazos.

—¿La agarraron antes? —pregunta.

Goodin niega con la cabeza.

—De hecho —dice—, eso son contusiones que se podrían haber producido cuando el vehículo la atropello.

Worden menciona los pendientes, encontrados uno a cada lado de su cabeza, junto con mechones de pelo. ¿Podría haberlos arrancado un agresor violento?

—Lo más probable es que fueran arrancados cuando el coche le pasó por encima.

¿Y los pantalones rasgados? ¿Las bragas rotas? No, dice Goodin, sosteniendo ambas piezas de ropa juntas para demostrar que se partieron por el mismo lado, en el punto que resultaría el más débil si le pasara una rueda por encima.

—Esto lo pueden haber hecho las ruedas.

Worden suspira, se aparta y mira a Brown. Ambos inspectores ven claramente por dónde van los tiros, así que será mejor que dejen trabajar a la buena doctora y se retiren al restaurante Penn.

—Bueno —dice Worden—, estaremos al otro lado de la calle y volveremos en una media hora.

—Pueden tardar una hora.

Worden asiente.

El restaurante Penn es un local básicamente de comidas, un establecimiento propiedad de una familia griega, la mayoría de cuyos clientes proceden del complejo hospitalario al otro lado de la calle. La decoración es azul y blanca, bastante recargada de fórmica y con los inevitables murales con pinturas de la Acrópolis y un mapa del mar Egeo. Los
gyros
son excepcionales; los desayunos, aceptables; y la cerveza, fría. Brown pide el plato combinado de bistec y huevos fritos. Worden, una cerveza.

—¿Cómo quiere el bistec? —pregunta la camarera.

—Le gusta poco hecho —dice Worden, sonriendo.

Brown le mira.

—Vamos, David, pídetelo bien sangriento y demuéstranos que no te impresiona.

—Normal —dice Brown.

Worden sonríe y la camarera se marcha hacia la cocina. Brown mira a su veterano compañero.

—¿Tú qué crees?

—Yo apostaría ahora mismo que no lo va a calificar como asesinato —le dice Worden.

—No después de lo que le hiciste pasar la última vez —dice Brown con cinismo—. Desde luego, la arruinaste para el resto de nosotros.

—Bueno, qué quieres…

Comen y beben en silencio. Al terminar el bistec, Brown mira de nuevo a Worden.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —dice—. Voy a tener que sacarla de ahí y enseñarle la escena.

Worden asiente.

—¿Crees que eso ayudará?

Worden se encoge de hombros.

—Sé que es un asesinato, Donald.

Brown termina el café y se fuma su segundo cigarrillo. En mayo había conseguido bajar a sólo dos pitillos al día gracias al método de la clínica Johns Hopkins. Ahora, cuando tosía, parecía un triturador de basura en el que se ha colado una cuchara.

—¿Listo?

—Sí.

Cruzan la calle, bajan por la rampa y pasan por el muelle de carga, atraviesan las puertas que marcan la entrada a la sala de descomposición; allí se examinan los casos más horribles, que se separan de los otros para que la vida en la calle Penn no sea totalmente insufrible. Ya en el mismo muelle de carga se percibe un rastro de un hedor insoportable.

En la sala de autopsias, Julia Goodin está terminando su examen. Como esperaban, les dice que nada en el cuerpo apunta concluyentemente a un homicidio. Particularmente importante es la ausencia de contusiones visibles en las piernas. Lo más probable, explica, es que la mujer ya estuviera tumbada en aquella parcela cuando la atropellaron. Los resultados de toxicología tardarán semanas, pero tanto Goodin como los inspectores imaginan que darán positivo como mínimo por alcohol y quizá también por drogas. Después de todo es una chica billy a la que han encontrado un domingo por la mañana; lo más probable es que hubiera ido, por lo menos, a dos bares la noche anterior. No hay semen ni ningún indicio directo de agresión sexual.

¿Cómo sabemos, pregunta Goodin, que no se cayó al suelo borracha antes de que la atropellaran? ¿Y si alguno de aquellos camiones con remolque no la vio en el suelo mientras iba marcha atrás hacia el muelle de carga?

Worden le comenta lo que ha dicho el hombre de tráfico sobre las marcas de ruedas, que sugerían que el vehículo que la había atropellado no había sido un camión sino un coche deportivo.

—Si una camioneta o un camión le hubieran pasado por encima —dice Worden—, habrían causado mucho más destrozo, ¿no?

—Es difícil decirlo.

Dave Brown saca el tema del zapato que falta. Si se hubiera caído borracha, ¿no estaría su sandalia por allí cerca? Es intrigante, admite Goodin, pero sigue sin estar convencida y arguye que, si la víctima estaba borracha, podría haber perdido la sandalia dos manzanas antes de caerse al suelo.

—Miren, chicos, si me traen algo concluyente, dictaminaré que es un homicidio —dice—. Pero ahora mismo no tengo otra opción que dejarlo pendiente.

Más adelante, esa misma tarde, Dave Brown regresa a la calle Penn y recoge a la doctora para llevarla a la escena del crimen, argumentando que tiene que ver la parcela para comprender que no es un lugar donde se pueda haber producido el típico atropello y posterior fuga del conductor. Goodin le escucha atentamente, examina el lugar y asiente pero aun así se niega a considerar el incidente un homicidio.

—De todas formas sigo necesitando alguna prueba concluyente —insiste—. Tráigame algo definitivo.

Brown acepta la derrota con elegancia y, aunque sigue convencido de que el caso es un asesinato, comprende que tenga que dejarse pendiente. Después de todo, hace sólo tres semanas que Goodin declaró un asesinato sólo para ver cómo acto seguido nuevas pruebas ponían en tela de juicio su decisión; ahora el mismo grupo de vaqueros le pedían que declarara otro asesinato sin tener ninguna prueba concluyente. Probablemente sea un asesinato, medita Brown, pero ahora mismo probablemente deba ser declarado como pendiente.

Sin embargo, la decisión de Goodin crea otro tipo de problema. Un caso en que el dictamen del patólogo está pendiente no es, según la forma de pensar del departamento de policía, un asesinato. Y si no es un asesinato, no aparece en la pizarra. Y si no aparece en la pizarra, no existe. A menos que el inspector primario decida por sí mismo proseguir con la investigación de un caso calificado de pendiente, lo más probable es que, cuando el inspector reciba una llamada que le diga que

es un asesinato, sea demasiado tarde para llevar a cabo una investigación efectiva. Si este caso se resuelve, será porque Dave Brown, de alguna manera, ha tenido capacidad para seguirlo, y Worden, por su parte, duda mucho de que la tenga.

De vuelta en la oficina de homicidios, los dos hombres se encuentran con que McLarney se ha encargado de todos los preliminares. Se ha empezado el papeleo, y los dos billies que han encontrado el cuerpo están dormidos en la pecera después de haber prestado declaración. Y la mujer con la que Brown habló en la escena ha vuelto a llamar; ha escuchado una descripción de la víctima que circula de boca en boca por el barrio y encaja con la de su tía. Brown le pregunta por las joyas de su tía, y la mujer describe tanto el collar como los pendientes. Le dice que no hay necesidad de que la familia vaya a la calle Penn para reconocer a la víctima; las heridas en la cara hacen que sea imposible. Más o menos una hora más tarde, una comparación de huellas dactilares identifica a la víctima como Carol Ann Wright, una mujer de cuarenta y tres años y aspecto juvenil que vivía a menos de dos manzanas de distancia de donde murió. Era madre de cinco hijos, y la última vez que su familia la vio con vida fue poco antes de las once de la noche del sábado, cuando fue a la calle Hanover a que la llevaran al distrito Sur, donde habían encerrado a uno de sus amigos.

Todavía no ha avanzado la tarde cuando Brown confirma que su víctima efectivamente visitó brevemente a un prisionero en los calabozos del distrito Sur y luego se marchó no se sabía a dónde. Y todavía no ha terminado esa misma tarde cuando su familia llama para contar el resto de la historia. Cumpliendo con las fervientes expectativas de Brown, la buena gente del sur de Baltimore habla entre ella y con la policía, circulando todo tipo de hechos relevantes y rumores.

Reconstruyendo la historia desde el final, Brown se entera de que poco después de que las televisiones identificaran a la víctima, a la sobrina de la víctima la llamaron unos amigos suyos del bar Helen's Hollvwood, que estaba en la calle Broadway, en la zona de Fell's Point. Tanto la camarera como el propietario conocían a Carol, y los dos recordaban que se presentó allí a eso de la una de la mañana con un tipo llamado Rick, que era rubio, con el pelo largo y sucio y conducía un deportivo negro.

Poco después la familia vuelve a llamar con más información: antes de ir al bar aquella noche, Carol fue a la casa de una amiga en Pigtown un poco después de medianoche para comprar un poco de marihuana. Brown y Worden sacan un coche del garaje de la central y se presentan primero en la calle South Stricker, donde la amiga confirma la visita, pero dice que no pudo ver bien al tipo que trajo a Carol porque él se había quedado en el coche. Le pareció un tipo joven y de aspecto algo grasiento, con pelo largo y rubio. Su coche, dice, era azul o verde. Quizá de un verde azulado. Desde luego, no era negro.

Más tarde, esa noche, en Helen's, en la calle Broadway, los dos inspectores consiguen poco más de los parroquianos habituales y de los empleados del turno de noche. El tipo era rubio y llevaba el pelo largo y un poco ondulado. Y también llevaba bigote. Y era delgado.

—¿Cómo de alto? —pregunta Brown a la camarera— ¿Cómo yo?

—No —dice—. Más bajo.

—¿Cómo él? —dice, señalando a un cliente.

—Quizá un poco más bajo.

—¿Y qué hay del coche?

El coche. Nada es más frustrante para Brown y Worden que escuchar a aquella gente intentar describir el coche que atropello a Carol Ann Wright. La mujer de la calle Stricker dice que era un utilitario azul o verde. El dueño del bar dice que era negro y deportivo, con paneles que se podían retirar en el techo y una insignia redonda en el capó, como un 280Z. No, dice la camarera, tenía esas puertas que se abren hacia arriba, como alas.

—¿Puertas como alas? —pregunta Brown, que no da crédito— ¿Cómo un Lotus?

—No sé cómo se llaman.

—¿Está segura?

—Creo que sí.

Es difícil desestimar el testimonio de la empleada porque, de hecho salió afuera cuando cerraron y estuvo hablando con el tipo, que le contó que era un mecánico, un experto en la transmisión, y que él mismo se encargaba de la mecánica de su coche.

—Estaba muy orgulloso de ello —le dice a Brown.

Pero es muy difícil creerla cuando afirma que hay un grasiento mecánico llamado Rick que conduce por Baltimore Sur un Lotus a medida, de sesenta mil dólares, en el que lleva a chicas billy a la comisaría del distrito Sur. Sí, claro, piensa Brown, y Donald Worden es mi esclavo sexual personal.

Lo que resulta particularmente exasperante para los inspectores es que si aquellos testigos no consiguen identificar el coche correctamente —siendo el coche un objeto definido con su marca y modelo escritos en letras cromadas en su exterior—, entonces desde luego no se puede confiar en que siquiera se acerquen a dar una descripción correcta del tipo que lo conducía. Todos han mencionado el cabello rubio hasta los hombros, pero algunos dicen que lo llevaba sucio, otros que era ondulado. Sólo la mitad hablan del fino bigote, y en cuanto a la altura y peso del tío hay opiniones para todos los gustos. ¿Color de los ojos? Ni idea. ¿Rasgos distintivos? Oh, sí: conduce un Lotus.

Por lo general, una mala descripción es lo habitual. Cualquier buen inspector o fiscal sabe que la identificación de un desconocido es el tipo más débil de prueba; en un mundo tan abarrotado, la gente simplemente no tiene capacidad de recordar nuevos rostros. Muchos inspectores veteranos ni siquiera se molestan en incluir descripciones preliminares en sus informes por ese motivo: una descripción de un tipo de dos metros y ciento veinte kilos de peso resultará dañina cuando el sospechoso resulta que mide metro setenta y cinco y pesa ochenta kilos. Fieles al estereotipo, estudios policiales han demostrado que las identificaciones interraciales —negros identificando a blancos, y viceversa— suelen ser las menos fiables, pues ambas razas tienen problemas para distinguir a los miembros de la otra a primera vista. En Baltimore, al menos, la reputación de ser los peores en cuanto a descripciones e identificaciones se refiere se la llevan los coreanos, propietarios de muchas tiendas en el centro de la ciudad: «Todos se
palecen»,
es el credo que siempre ofrecen a los inspectores de robos.

Pero este caso debería haber sido distinto. Por un lado, la identificación era de blanco a blanco. Por otro, el tipo estuvo en el bar más de una hora, revoloteando alrededor de Carol y conversando con los demás parroquianos y empleados. En conjunto, esta gente recuerda que el tipo dijo ser mecánico, un experto en transmisión, que bebía Budweiser, que mencionó un bar en concreto en Highlandtown con un nombre que sonaba a alemán y que todos olvidaron. Incluso recuerdan que se enfadó cuando Carol se levantó para bailar al ritmo de la música de la gramola con otra chica. Todo eso los parroquianos de Helen's lo almacenaron en su memoria y, aun así, a Brown no le queda más que una descripción parcial del tipo.

Frustrado, Brown revisa con la camarera la historia que le ha contado una segunda vez, y luego se va a conferenciar con Worden al fondo del bar, cerca de la mesa de billar.

—¿Estos son nuestros mejores testigos? —dice Brown—. No tenemos nada.

Apoyándose contra el teléfono de la pared de atrás, Worden le lanza a Brown una de esas miradas de qué-quieres-decir-nosotros-Kemosabe.

—El problema es que era hora de cerrar y estaban todos como una cuba —continúa Brown—. No se van a acordar de ese tío lo bastante bien como para hacer un retrato robot.

Worden no dice nada.

—Crees que no tiene sentido llamar al dibujante, ¿verdad?

Worden le mira con escepticismo. Incluso con buenos testigos, el dibujante nunca consigue hacer que su retrato se parezca al sospechoso. De algún modo, todos los negros acaban pareciéndose a Eddie Brown, y, según el color del cabello, todos los blancos son clavados a Dunnigan o Landsman.

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