Hotel (20 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

BOOK: Hotel
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No oyó a Keycase cuando entró y tampoco cuando se movió cuidadosamente y metódicamente por la habitación. No se interrumpió su profundo sueño mientras Keycase le quitaba el dinero de la cartera y se guardaba el reloj y el anillo de sello, la pitillera de oro, el encendedor que hacía juego y unos gemelos de brillantes. Tampoco se movió cuando Keycase se marchó silenciosamente.

Era mediodía cuando Stanley, de Iowa, se despertó, y pasó otra hora antes de que advirtiera entre la penumbra de su lastimosa condición física, que le habían robado. Cuando por fin comprendió la importancia de este nuevo desastre, que se agregaba a su presente estado, más la costosa e improductiva aventura de la noche anterior, se sentó en una silla y lloró como un niño.

Mucho antes de eso, Keycase ponía a buen recaudo su botín.

Saliendo de la 1062, Keycase decidió que había demasiada luz para arriesgar otra partida, y volvió a su propia habitación, 830. Contó el dinero. Sumaba la satisfactoria cantidad de noventa y cuatro dólares, la mayor parte en billetes de cinco y de diez, todos usados, lo que significaba que no podían ser identificados. Con verdadero placer agregó el dinero de su propia cartera.

El reloj y otras cosas eran más difíciles de ocultar. Al principio había vacilado con respecto a la conveniencia de cogerlas, pero había cedido a la codicia y a la ocasión. Desde luego, implicaba un peligro en algún momento del día. La gente podía perder dinero y no estar segura de cuándo ni cómo, pero la ausencia de joyas indicaba un robo, en forma concluyen te. Ahora era mucho más probable la rápida atención de la Policía, y el tiempo que se había otorgado podía ser menor, aunque tal vez no fuera así. Encontró que su confianza aumentaba, con una mejor disposición para correr riesgos, si era necesario.

Entre sus efectos había una maleta pequeña, de hombre de negocios, del tipo que se puede entrar y sacar de un hotel sin llamar la atención. Keycase puso los artículos robados en ella, calculando que, sin duda, algún joyero de su confianza le pagaría por lo menos cien dólares aun cuando su verdadero valor fuera mucho mayor.

Esperó, dejando que el hotel despertara, y que el vestíbulo estuviera bastante concurrido. Entonces tomó el ascensor, salió de él, y caminó con la maleta hasta el aparcamiento de Canal Street, donde había dejado el coche la noche anterior. Desde allí, se dirigió conduciendo con cuidado, a su habitación en el motel sobre la carretera Chef Menteur. Se detuvo una vez en la ruta, levantó el capó del «Ford» simulando un problema en el motor, mientras sacaba la llave escondida en el filtro de aire del carburador. Se quedó en el motel sólo el tiempo necesario para pasar los efectos robados a otra maleta. En el camino de vuelta al centro, repitió la pantomima del coche, volviendo a colocar la llave en el escondrijo. Cuando hubo estacionado el coche (en un estacionamiento distinto) no había nada en su persona ni en la habitación del hotel que lo pudiera relacionar con las cosas robadas.

Se sentía tan contento con la forma en que se desarrollaban las cosas que se detuvo a desayunar en la cafetería del «St. Gregory».

Al salir vio a la duquesa de Croydon.

Un momento antes había salido del ascensor al vestíbulo del hotel. Los
Bedlington terriers,
tres de un lado y dos del otro, tiraban hacia delante con entusiasmo de exploradores. La duquesa sostenía las correas con firmeza y decisión, si bien sus pensamientos estaban en otra parte, los ojos fijos al frente, como si estuviera viendo mucho más allá, a través de las paredes del hotel. Su soberbia altivez, su señorío, eran tan evidentes como siempre. Sólo un observador muy alerta podría haber advertido líneas de tensión y cansancio en su rostro, que los afeites y un esfuerzo de voluntad no podían borrar del todo.

Keycase se detuvo, al principio sorprendido e incrédulo. Sus ojos lo sacaron de la duda:
era
la duquesa de Croydon. Keycase, ávido lector de revistas y periódicos, había visto demasiadas fotografías de ella para no estar seguro. Y la duquesa se hospedaba, presumiblemente, en este hotel.

Su cabeza trabajaba con velocidad. La colección de joyas de la duquesa de Croydon era una de las más fabulosas del mundo. Cualquiera que fuera la ocasión, siempre aparecía resplandeciente con sus alhajas. Aun ahora, sus ojos se entrecerraron al ver sus anillos y un broche de zafiros, que deberían ser de un valor incalculable. La costumbre de la duquesa significaba que, a pesar de las naturales precauciones, siempre tendría parte de su colección muy a mano.

Una idea a medio formar: inquieta, audaz, imposible… ¿lo sería? estaba tomando cuerpo en la mente de Keycase.

Continuó observando, mientras precedida por los perros, la duquesa de Croydon pasó por el vestíbulo hacia la calle soleada.

2
Herbie Chandler llegó temprano al hotel, pero no para beneficio del «St. Gregory», sino para el suyo propio.

Entre los fraudes sistematizados del jefe de botones había uno al que se le llamaba, en los muchos hoteles en que se practicaba, «mezcla de fondos de licor».

Los huéspedes del hotel que recibían visitas en sus habitaciones, o aun los que bebían solos, con frecuencia dejaban unos centímetros de licor en las botellas, en el momento de marcharse. Cuando hacían las maletas, la mayor parte se abstenía de incluir los fondos de licor, ya fuese por temor a que se derramaran o para no pagar exceso de equipaje aéreo. Pero la psicología humana los llevaba a no tirar un buen licor y por lo general lo dejaban, intacto, sobre la mesita de noche de las habitaciones desocupadas.

Si un botones observaba tales residuos cuando lo llamaban para llevar las maletas de los huéspedes que partían, era común que volviera a los pocos minutos para recogerlos. Cuando los huéspedes cargaban con sus propias maletas, como muchos prefieren hacerlo en nuestros días, la camarera del piso casi siempre lo notificaba al botones, quien compartiría con ella el beneficio.

Los restos de licor se abrían paso hacia el rincón de almacenamiento en un subsuelo, dominio privado de Herbie Chandler. Estaba protegido como tal por la intervención del encargado de la despensa, quien a su vez, recibía ayuda de Chandler para ciertas raterías propias.

Se llevaban las botellas allí; por lo general, en las bolsas de la lavandería, que los botones podían manipular dentro del hotel, sin provocar comentarios.

En el transcurso de uno o dos días, la cantidad recolectada era sorprendentemente grande.

Cada dos o tres días (con más frecuencia, si el hotel estaba atareado con los congresos) el jefe de botones consolidaba su provisión, como estaba haciendo ahora.

Herbie juntó las botellas que contenían gin, en un grupo. Eligiendo dos de las marcas más caras, y empleando un pequeño embudo, vació las otras marcas en ellas. Terminó con la primera botella llena y la segunda hasta sus tres cuartas partes. Tapó las dos botellas, poniendo la segunda a un lado para llenarla con la próxima remesa. Repitió el proceso con el Bourbon, Scotch y whisky de centeno. En total, se llenaron siete botellas con restos de otras. Luego de vacilar un momento, vació algunos restos de vodka en las botellas de gin.

Ese mismo día, algo más tarde, las siete botellas se entregarían a un bar que quedaba a pocas manzanas del «St. Gregory». El dueño del establecimiento, con pocos escrúpulos respecto a la calidad, servía el licor a los clientes, pagando a Herbie la mitad del precio de la bebida comprada en forma regular. Periódicamente, para los involucrados dentro del hotel, Herbie declaraba el dividendo, que en general era lo más pequeño que se atrevía a formular.

Últimamente, la «mezcla de fondos de licor» había sido buena, y la acumulación del día de hoy habría complacido a Herbie, si no hubiera estado preocupado con otras cosas. La noche anterior, un poco tarde, hubo una llamada telefónica de Stanley Dixon. El joven había relatado su propia versión de la conversación sostenida con Peter McDermott. También había informado de la citación que les había formulado a él y a sus compinches, para que concurrieran a la oficina de McDermott a las cuatro de la tarde del día siguiente que era hoy. Lo que Dixon quería saber era: ¿Hasta dónde estaba enterado McDermott?

Herbie no pudo dar respuesta, excepto advertir a Dixon que fuera discreto y no admitiera nada. Pero desde entonces no había hecho otra cosa que pensar en qué habría pasado en las habitaciones 1126-7, dos noches antes, y hasta dónde estaría informado (en cuanto concernía a la parte desempeñada por el jefe de botones) el subgerente general.

Faltaban nueve horas para las cuatro. Herbie pensaba que pasarían muy despacio.

3
Como lo hacía la mayoría de las mañanas Curtis O'Keefe, primero se duchó y luego rezó. El procedimiento era eficiente, ya que podía llegar a presencia de Dios, limpio, y además se secaba bien en una bata de tela de esponja durante los veinte minutos, más o menos, que permanecía de rodillas.

Un sol brillante que entraba en la
suite,
confortable y fresca por el aire acondicionado, daba al hotelero una sensación de bienestar. La sensación se transfirió a sus locuaces oraciones que adquirieron el aire de una conversación íntima entre iguales. Curtis O'Keefe no olvidó, sin embargo, recordar a Dios su gran interés en el «St. Gregory Hotel».

El desayuno se servía en la
suite
de Dodo. Ella hizo el pedido para ambos, después de pensarlo mucho leyendo el menú, y luego de una interminable conversación con el servicio de habitaciones, durante la cual cambió toda la orden varias veces. Hoy la elección del jugo parecía causarle mucha incertidumbre y dudó (a través del diálogo, que duró varios minutos, con la persona invisible que tomaba el pedido), sobre los méritos del ananá, del pomelo y la naranja. Curtis O'Keefe, divertido, imaginaba el trastorno que la prolongada conversación causaría en la mesa de pedidos del servicio de habitaciones, muy ocupado, once pisos más abajo.

Esperando que llegara el desayuno, hojeó el periódico matutino, el
Times-Picayune
de Nueva Orleáns, y el
New York Times
enviado por correo aéreo. Observó que localmente no había novedad con respecto al caso del atropello y fuga, que había eclipsado la mayor parte de las otras noticias de Crescent City. En Nueva York, vio que en el «Big Board» las acciones de los «O'Keefe Hotels» habían bajado tres cuartos de punto. La declinación no tenía importancia… era una fluctuación normal, y era seguro que habría un alza neutralizante cuando se enteraran de la nueva adquisición de la cadena, en Nueva Orleáns, como era posible que sucediera pronto.

El pensamiento le recordó los dos días fastidiosos que tendría que pasar en espera de la confirmación. Se arrepintió de no haber insistido en obtener una decisión la noche anterior; pero ahora, habiendo empeñado su palabra, no había nada que hacer más que pasar el tiempo con paciencia. No tenía la más mínima duda de una decisión favorable de parte de Warren Trent. En realidad, no había alternativa posible.

Cuando estaban terminando el desayuno, hubo una llamada telefónica, que Dodo atendió, de Hank Lemnitzer, el representante personal de Curtis O'Keefe en la costa occidental. Sospechando a medias la naturaleza de la llamada, la tomó en su propia
suite,
cerrando la puerta de comunicación tras de sí.

El tema que le interesaba y esperaba se tratara, llegó después de un informe de rutina sobre varios intereses financieros (ajenos al negocio de hoteles) en los cuales Lemnitzer intervenía con astucia.

–Hay algo más, míster O'Keefe… -El arrastre nasal californiano se percibió a través del teléfono.– Se trata de Jenny LaMarsh, la muñeca… er… la joven por la cual usted mostró interés aquel día, en el «Beverly Hills Hotel»… ¿lo recuerda?

O'Keefe lo recordaba muy bien: una sorprendente morena, con una figura soberbia, sonrisa fría y divertida, y un ingenio travieso. Le habían impresionado tanto sus manifiestas posibilidades como mujer, como la fluidez de su conversación. Alguien había dicho, le parecía recordar, que ella se había graduado en Vassar. Tenía un contrato no muy bueno con uno de los más pequeños estudios cinematográficos.

–Sí, la recuerdo.

–He hablado con ella, míster O'Keefe, unas pocas veces. De cualquier manera estaría encantada de acompañarlo en uno o dos viajes.

No había necesidad de preguntar si miss LaMarsh sabía el tipo de relación que el viaje involucraría. Hank Lemnitzer se habría encargado de eso. Las posibilidades, admitió para sí Curtis O'Keefe, eran interesantes. La conversación, así como otras cosas, con Jenny LaMarsh, serían en extremo estimulantes. Sin duda, tampoco tendría dificultad en desenvolverse con acierto frente a personas extrañas. Desde luego no estaría indecisa frente a cosas tan simples como elegir un jugo de frutas.

Pero, para su propia sorpresa, vaciló.

–Hay algo que quisiera asegurar, y es el futuro de miss Lash.

La voz de Hank Lemnitzer llegó, con expresión confidencial, desde el otro extremo del continente:

–No se preocupe por eso. Me encargaré de Dodo, lo mismo que hice con las otras.

–Eso no es lo fundamental -dijo Curtis O'Keefe en tono terminante. A pesar de la eficiencia de Lemnitzer, a veces carecía de sutileza.

–¿Qué es lo fundamental, míster O'Keefe?

–Quiero que busque algo para miss Lash, específicamente. Algo bueno. Y quiero saberlo antes de que se marche.

La voz adquirió una expresión dubitativa.

–Espero poder hacerlo. Desde luego, Dodo no es muy inteligente…

–No quiero cualquier cosa, ¿comprende? – insistió O'Keefe-. Y tómese todo el tiempo que sea necesario.

–¿Y con respecto a Jenny LaMarsh?

–¿No tiene ella alguna otra cosa…?

–Creo que no. – Hubo un atisbo de mala voluntad para contemplar el capricho; luego, con viveza, una vez más:- Bien, míster O'Keefe, lo que usted diga. Lo llamaré.

Cuando O'Keefe volvió a la sala de la otra
suite,
Dodo estaba amontonando los platos del desayuno en la mesita de ruedas.

–¡No hagas eso! Hay personal en el hotel a quien se le paga para hacer ese trabajo -le dijo irritado.

–Pero, Curtie, me gusta hacerlo.

Volvió sus elocuentes ojos por un momento hacia él, y O'Keefe pudo ver que la había ofendido. Pero de todos modos ella dejó de hacerlo.

Sin saber la razón de su mal humor, le informó:

–Voy a dar una vuelta por el hotel. – Decidió que más tarde la compensaría llevándola a dar un paseo por la ciudad. Recordó que había una excursión por la bahía, en un viejo barco de tambores, llamado
S. S. President.
Generalmente, estaba lleno de turistas, y era el tipo de cosas que a ella le gustaban.

Al llegar a la puerta exterior, obedeciendo a un impulso, se lo dijo. Ella respondió echándole los brazos al cuello.

–¡Curtie, será hermoso! Me arreglaré el pelo para que no vuele con el viento. ¡Así!

Con movimiento grácil alzó un brazo y echó hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza, sujetándolo tirante. El efecto, con el rostro levantado y su alegría espontánea, era de una belleza sencilla, tan grande, que O'Keefe sintió el impulso de cambiar sus planes y quedarse. En cambio, musitó algo acerca de volver en seguida, y cerró la puerta con brusquedad.

Bajó en un ascensor al entresuelo principal, y desde allí, por la escalera, al vestíbulo de entrada, apartando a Dodo de su mente, en forma definitiva. Caminando con aparente indiferencia, advertía las discretas miradas de los empleados del hotel que pasaban y que al verlo, parecían poseídos de repentina energía. Ignorándolos, continuó comprobando la condición de los empleados del hotel, comparando sus propias reacciones con el informe dado por Odgen Bailey. Su opinión del día anterior de que el «St. Gregory» necesitaba una mano firme que lo dirigiera, se vio confirmada por lo que observó. También compartió la opinión de Bailey, con referencia a las nuevas fuentes de ingresos. La experiencia le decía, por ejemplo, que aquellos macizos pilares en el vestíbulo, probablemente no sostenían nada encima. Si era así, sólo era cuestión de sacar una sección de cada uno, y alquilar el espacio para vitrinas a los comerciantes locales.

En la arcada más allá del vestíbulo vio un lugar de preferencia ocupado por el puesto de flores. La renta que percibía el hotel sería alrededor de trescientos dólares mensuales. Pero el mismo espacio, convertido en un salón moderno de cócteles, al estilo de los barcos fluviales, (¿por qué no?) podría aumentar, con facilidad, la renta a quince mil dólares, en el mismo período. La floristería podría ser trasladada a otro lugar, bien a mano.

Volviendo al vestíbulo, advirtió que había más espacio apto para producir dinero. Eliminando parte del lugar destinado al público, podían acomodarse media docena de mostradores (para líneas aéreas, alquiler de automóviles, excursiones, joyería, quizás una droguería) tal vez todos podrían caber achicándolos un poco. Desde luego, que significaría un ligero cambio en el aspecto; el actual aire de holgada comodidad habría desaparecido, con las plantas de adorno y las alfombras gruesas. Pero hoy en día, los vestíbulos iluminados, con brillantes avisos que se veían desde todas partes, era lo que ayudaba a hacer los balances de los hoteles más satisfactorios.

Otra cosa: la mayor parte de las sillas deberían ser retiradas. Si la gente quería sentarse, era más provechoso que se vieran obligados a hacerlo en uno de los bares o restaurantes del hotel.

Había aprendido una lección acerca de los asientos gratis, años atrás. Fue en su primer hotel… una construcción barata, una verdadera trampa con una fachada postiza, en una pequeña ciudad del Sudoeste. El hotel tenía una característica: una docena de pequeñas
toilettes
de pago, que en diversas ocasiones eran usadas, o parecían serlo, por todos los granjeros y rancheros de cien millas a la redonda. Para sorpresa del joven Curtis O'Keefe, los ingresos que producían eran sustanciales, pero había dos cosas que impedían que fueran mayores; la ley estatal ordenaba que uno de los doce retretes tenía que funcionar gratis, y el hábito que habían adquirido los astutos campesinos de hacer cola para utilizar la
toilette
gratuita. Resolvió el problema contratando al borracho de la ciudad. Por veinte centavos la hora y una botella de vino barato, el hombre se instalaba estoicamente en él, durante todos los días de trabajo. Los ingresos de las otras
toilettes
subieron con sorprendente rapidez.

Curtis O'Keefe sonrió al recordar el episodio.

Advirtió que el vestíbulo se estaba llenando. Un grupo de recién llegados acababa de entrar y estaban registrándose, seguidos por otros que todavía verificaban el equipaje que se descargaba de una
limousine
del aeropuerto. Se había formado una pequeña cola en el mostrador de la recepción. O'Keefe se quedó observando.

Entonces vio lo que hasta ese momento, en apariencia, nadie había advertido.

Un negro de mediana edad, bien vestido y con una maleta en la mano, había entrado en el hotel. Venía hacia la recepción, caminando con aire despreocupado, como si estuviera dando un paseo. En el mostrador, dejó su maleta, y esperó; era el tercero en la fila.

El intercambio de palabras fue claro y audible.

–Buenos días -dijo el negro. Su voz, con acento del medio-este, era amable y culta-. Soy el doctor Nicholas. ¿Tiene una reserva para mí? – Mientras esperaba, se quitó el sombrero hongo de color negro, dejando al descubierto un cabello gris cuidadosamente cepillado.

–Sí, señor. Si quisiera registrarse, por favor. – Las palabras fueron pronunciadas antes de que el empleado levantara los ojos. Al hacerlo, sus facciones se endurecieron. Estiró la mano, y quitó el libro de registro que había ofrecido un momento antes.– Lo siento -dijo con firmeza-. El hotel está lleno.

Imperturbable, el negro respondió sonriente:

–Tengo una reserva. El hotel me envió una nota confirmándola -metió la mano en un bolsillo interior, y sacó su cartera llena de papeles, entre los cuales eligió uno.

–Debe de haber sido por error. Lo siento. – El empleado apenas miró la carta que le pusieron delante.– Tenemos un congreso.

–Ya lo sé -asintió el otro, su sonrisa apenas más débil que antes-. Es una reunión de odontólogos. Yo soy uno de ellos.

–No puedo hacer nada por usted -respondió el empleado moviendo la cabeza.

El negro retiró los papeles:

–En ese caso, quisiera hablar con alguna otra persona.

Mientras habían estado hablando, llegaron otros que se unieron a la fila, frente al mostrador. Un hombre con un impermeable con cinturón, preguntó con impaciencia:

–¿Qué pasa allí?

O'Keefe se mantuvo silencioso. Tenía la sensación de que en el vestíbulo, ahora lleno, había una bomba lista para estallar.

–Puede hablar con el ayudante del gerente. – Inclinándose hacia delante por sobre el mostrador, el empleado llamó:- ¡Míster Bailey!

Del otro lado del vestíbulo, un hombre mayor que estaba detrás de un escritorio, levantó los ojos.

–Míster Bailey, ¿quiere venir, por favor?

El ayudante de gerencia asintió, y con aspecto de cansancio, se enderezó. Mientras caminaba, su rostro arrugado asumió con evidente premeditación, una sonrisa profesional de bienvenida.

Un empleado antiguo, pensó Curtis O'Keefe; después de años de servicio como empleado del mostrador de recepción, se le había dado una silla y un escritorio en el vestíbulo de entrada, con autoridad para solventar los problemas menores que planteaban los huéspedes. El título de ayudante de gerencia, como en la mayoría de los hoteles, era para halagar la vanidad del público, haciéndole creer que estaba tratando con un personaje importante, más de lo que era en realidad. La verdadera autoridad del hotel estaba en las oficinas de los ejecutivos, donde no se veía.

–Míster Bailey -dijo el empleado-, he explicado a este caballero que el hotel está lleno.

–Y yo le he explicado -replicó el negro-, que tengo una reserva confirmada.

El ayudante de gerencia sonrió con benevolencia, abarcando con buena voluntad la fila de huéspedes esperando:

–Bien, vamos a ver qué es lo que podemos hacer -colocó una mano regordeta y manchada de nicotina en la manga del costoso traje del doctor Nicholas-. ¿Quisiera acompañarme y sentarse allí? – Como el otro le permitió que lo llevara hacia el escritorio, el ayudante dijo:- Temo que algunas veces suceden cosas así. Cuando ocurren, tratamos de arreglarlas.

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